#53 — Escribir con la luz

Sobre la fotografía de Susan Sontag es una obra imprescindible, y de eso no hay dudas. Pero, a mi gusto y entender, un entender que no se desentiende de su afecto al arte en cuestión, es un libro que no envejece del todo bien. En parte, y obviando que en su mismo tiempo ya padecía de cierto delay, con los años cobra una dimensión que ni la propia autora quiso darle.

Ella misma advierte que lo suyo es un análisis sobre el arte fotográfico totalmente subjetivo, recortado y delimitado por intenciones discursivas y por una atracción que no termina de entender. Más aún, no es la fotografía la que ejerce esa atracción, son ciertas fotografías las que la atrapan y le generan preguntas, percepciones, proyecciones y hasta alguna que otra profecía fallecida, o al menos errática, dada por estos condicionamientos: su mirada sobre esas imágenes específicas forzando una exploración sin aspiración a ser concluyente, aunque así se la fue tomando. Sin ir más lejos, con los años iría cambiando de opinión y en el andar de la vida también su propia relación con la fotografía.

Amamos a Sontag, así que a favor de ella y de Sobre la fotografía, que realmente vale la lectura y atesorarlo porque está hermosamente escrito y no deja de aportar perspectivas que acaloran toda conversación, también tenemos que decir que en un mundo pop como el nuestro nada envejece bien. Absolutamente nada. Ni el mismísimo pop. Ahí, la trampa. El pop es una soga, una soga que ahorca o momentáneamente salva, pero tiene un único destino y es siempre veloz, voraz y vencedor. Si desde el origen de los tiempos sabemos que todo lo que nace tiene una fecha de vencimiento, bajo el imperio pop que vivimos todo ya nace vencido.

Lo que me interesa rescatar de aquellas páginas es una idea puntual que Sontag plantea. Según ella, la fotografía banaliza la miseria humana y normaliza las violencias, desigualdades y diversas variantes poco felices de nuestra vida. La escritora patalea sobre el poder evasivo que este arte ofrece gracias a la potencia estética y la posibilidad de revelar lo exótico, lo que termina comiéndose una verdad cruel y habilitando un consumo deshumanizador. Si todo podemos verlo, si todo podemos retratarlo, si todo está a nuestro alcance de registro y de reacción, no solo nos acostumbramos al acontecimiento, sino que podemos perseguirlo, espectacularizarlo, cosificarlo. Una cultura fotográfica es así una cultura de acumulación de imágenes que van reemplazando sucesos, descartándose unos sobre otros. Entre la captura y el descarte, las líneas morales se borran.

No podemos contradecir en esto a Sontag, salvo por la incorporación de la moral al debate, pero eso lo dejamos para otro día; el punto acá es que no es la fotografía la razón de esa deshumanización. Lo que ella observa y reclama es una mera descripción del pop, hoy notablemente estructural, pero en aquel momento apenas manifestado y visto por la gran mayoría como una expresión artística y no como el extractor de aire del capital que es. Algo que siempre tuvieron en claro los padres pop: Warhol, exponiéndolo en su pulso público, y Hockney, exponiéndolo en el efecto íntimo.

En esta línea, es mucho más rico lo que plantea Roland Barthes. En La cámara lúcida, biblia si las hay, el francés habla de la fotografía como expresión de muerte. Pero la muerte no es un ocurrir pasivo, ni siquiera es una observación con principio y fin. Ahí el misterio fotográfico, pero principalmente ahí el misterio de la vida: “sea lo que sea lo que ella ofrezca a la vista y sea cual sea la manera empleada, una foto es siempre invisible: no es a ella a quien vemos”. Y en realidad, ¿qué es lo que verdaderamente vemos? Anaïs Nin nos recuerda que solo podemos ver lo que somos, jamás lo que es. Y lo que somos cambia todo el tiempo.

Por supuesto que Barthes advierte que hay algo en la cosa fotográfica que se convierte en espectáculo, pero no lo simplifica ahí, porque “la fotografía repite mecánicamente lo que nunca más podrá repetirse existencialmente”. Es, entonces, y solo deteniéndonos en nosotros como observantes, sin contar lo vital e íntimo que es el proceso que va desde la creación hasta su revelación, “el retorno de lo muerto”.

No solo el tiempo es irrecuperable, sino los lugares, las emociones. Las calles que caminamos no son las mismas nunca. Eso que sentimos, sea lo que sea, por más que lo llamemos con un mismo nombre, nunca se repite de igual manera. No hay ninguna manifestación que retome su camino original. Ni siquiera cuando miramos las fotografías que nos devuelven lugares, momentos, personas. Podemos intentar sentir lo que sentimos ahí, pero el recuerdo ya está manipulado por la conciencia presente. Sin embargo, la fotografía está dándonos algo más grande que una confirmación del suceso aquel. Hablar de fotografía como herramienta de recuerdo es una reducción, porque no está ahí para decirnos “esto existió, acordate de tal o cual cosa”.

La fotografía también nos habla de todo aquello que no supimos decir, que no pudimos, nos devuelve lo incomprobable con todo su peso. Hay una realidad aconteciendo en el famoso “esto no es lo que parece”, porque en sí, no hay una verdad. Ni cruel ni no cruel, no hay una verdad. Lo fáctico es otra cuestión, y su función fotográfica en un punto advierte lo mismo y profundiza una interpelación inversa. En vez de nosotros cuestionando el rol de la fotografía, la fotografía fáctica cuestiona nuestra forma de leer ese hecho.

Somos nosotros los que definimos el sentido del consumo: y ahí su gravedad. Porque ese somos nosotros cada vez encuentra menos maneras de salirse de lo literal, menos opciones de no sucumbir al impacto exitista de su encuentro-desencuentro con el afuera y lo otro. El yo que protagoniza la época y busca desesperadamente ser escuchado, leído, visto, proclamando falsas libertades, imposibles originalidades y en una búsqueda desesperada de derechos sin propósito desata olas que borran trazados indispensables a la hora de imaginar un mundo mejor para todos. Porque tal cosa no existe: no hay un mundo mejor para todos porque ni siquiera hay un mundo para todos.

Lo que la fotografía nos trae en ese retorno de lo muerto es un diálogo de fe. Por eso es, tal vez, el último refugio, la curva que obliga al pop a reprogramar su máquina de picar carne. Y sí, claro que hay fotografías ultra pop, pero hablo de pop como sistema, como mundo, como ejercicio. Hablo, también, bajo el pulso pop de Hockney: lo único que hay para todos es un vacío profundo.

La fotografía convierte a la soga pop en un hilo rojo que nos une a un nosotros que ya no existe, a una relación de nosotros con un espacio-tiempo que no volverá jamás a ser igual, a una atmósfera que hasta pudo no haber existido nunca en el afuera pero sí en nuestro interior y se perdió, o tuvimos que dejarla perder, en ese vacío. Un hilo rojo con la memoria de la unicidad del ser vivo. En definitiva, trae luz obligándonos a ver. El qué, cómo, para qué, el ver después del ver ya no es asunto fotográfico.