#52 — La salvación

1. Quién

Hay un nombre que se repite como máximo referente entre los fotógrafos españoles que rondan los treinti y cuarentitantos. Jóvenes marcados por un profesor como solo suele suceder en películas o series, a fuego sagrado. Lo grandioso de esa unanimidad es que a fuerza de este reconocimiento alumno-maestro es que ese nombre logra salir a la luz de una forma expansiva y saborear, aunque sepa a tarde y a él mucho no le importe, los dulces de la glorificación a una obra por demás valiosa, que vale como recorrido no solo de la cultura popular española, también de la historia de la fotografía.

Ese nombre es Cristóbal Hara, actualmente con 76 años pero con un pasado que se parece más al de un viajero en el tiempo por las mil y una vidas posibles. Nacido en Madrid, su madre falleció poco después de parirlo. Vivió sus primeros años en Filipinas hasta que su padre conoció a una mujer estadounidense, con la que se casó y se mudaron para Estados Unidos por un tiempo. A los 8 años, sin saber hablar español, volvía a la España franquista enviado a un internado jesuita en Valladolid, “con curas que reventaban el tímpano pegando y otros que molestaban a los niños”. Cuando llegó el momento de elegir qué hacer decidió estudiar Derecho y Dirección de Empresas. Primero lo hizo en Madrid, luego, escapando del servicio militar y bajo el respaldo de la ciudadanía materna, en Hamburgo y Múnich.

Llega a la cámara de fotos finalizando la década del 60. “No había escuelas como ahora, así que para mí fue agarrar la cámara y empezar. ¿Autodidacta? Sí, puede ser. Pero más bien salir a probar y errar, pero no dispersamente. Mientras que el cuerpo me dio dejé la vida cada día en la calle, hacía horarios de oficina y extras, incluso cuando no lograba vivir de la fotografía aún estaba días enteros en la calle”, cuenta. Cuando se dio cuenta que la carrera universitaria no era lo suyo y que en Alemania iba a ser imposible crecer como fotógrafo volvió a España, donde logró no ser juzgado como prófugo a cambio de cumplir la obligación militar pendiente. Para ese momento ya había conocido a su esposa, una investigadora noruega convocada a trabajar en Londres. Hizo los bolsos de nuevo y en Inglaterra, finalmente, empezó a trabajar con diversas agencias.

Sus inicios, siguiendo un poco el boom de época, fueron en blanco y negro. Las huellas de Henri Cartier-Bresson o Robert Frank eran demasiado grandes como para obviarlas, pero lejos de sentirse cómodo recorriendo un camino — que se presentaba como facilitador de oportunidades — descubrió que en ese tipo de imágenes no había nada de España ni de él. Pero tampoco sabía necesariamente si eso estaba bien o mal, simplemente había incomodidad y vacío, un estado de ajenidad en cada resultado.

Así surgieron las preguntas más lastimosas o bien, un bloque de incertidumbres revertidas en piedra fundacional de su obra: quién era él, qué era España para él, qué era ser fotógrafo, qué quería contar con la fotografía. Las respuestas no llegaron fácilmente porque a sus tensiones internas hubo que sumarles las externas: la resistencia y el desprecio histórico que el arte puso sobre la fotografía tuvo sus picos máximos en los 80s, justo cuando él salta al trabajo en color y regresa de forma definitiva a su país. Un tiempo personal bisagra por donde se lo mire.

En sus palabras: “Yo en aquella época tenía un despiste absoluto y total. Tardé muchísimos años en aclararme, tanto fotográfica como personalmente. Me impresiona mucho ver a los fotógrafos jóvenes que en cinco años tienen un libro, o tienen un proyecto de libro, saben lo que hacen, o que creen que saben lo que quieren. Yo tardé muchos años en llegar a ese punto. La profesión no se respetaba. Los fotógrafos eran unos parias, unos currantes que sacaban fotos. No tenía ninguna dignidad. Lo primero que me chocó es que la generación anterior a la mía separaba lo comercial de lo personal. Lo comercial era el “vete al partido a sacar fotos”, al fútbol, a los toros o a las bodas. Y el trabajo personal solo se podía usar en agrupaciones o cosas similares. Creo que esa es la base del problema que hay en España con la fotografía. La gente pensaba que el trabajo personal era algo que se hacía porque se quería y que cuando se publicaba era hacerte un favor. Lo más triste es que ni las agencias te respetaban. Yo tuve que dejar Cover porque me exigieron que no reclame por mis originales a El País, que era su principal cliente, y esto es solo un ejemplo de miles. Cuando abrieron el Museo Reina Sofía y consulté por la fotografía, con intención de proponer un departamento de estudio, la respuesta fue ‘esto es Bellas Artes, no tenemos nada que ver con la fotografía’”.

2. Del hacer al ser

Liberado de agencias, viviendo de lo que heredó de una casa de su madre y con la ayuda de su mujer, volver a España en plena reconstrucción fue una ventana abierta para su propio armado. “Hay una imagen muy idealizada de la década del 80 española, se la cuenta con una alegría que no era tal. En ese ya no haber dictadura todavía había mucha dictadura. Pero sí hay que reconocer que la transición fue impresionante”, recuerda. “Yo lo único que sabía en ese entonces es que era español y tenía nostalgia de mi país pero, más aún, por mi historia, también era una visión de turista sobre él. A mí me parecía que el epílogo de Hemingway era perfecto y que describía de manera exacta la España que a mí me gustaba, pero ya instalado descubrí que no era exactamente eso”.

Había llegado la hora de armar ese rompecabezas que eran su persona y su profesión, pero también su yo en el mundo y su patria, una patria que no siempre se vincula con uno en el sentido territorial ni nacionalista, sino con un habitar espiritual, sentimental, existencial. Lo mismo ocurre con la cosa fotográfica. Un sentido del poco margen de elección que tenemos. Por eso ambas revelaciones funcionan como forma de presentarle al mundo quiénes somos sin necesidad de caer en la anécdota.

“Lo primero que hice fue revisar manuales y normativas fotográficas con la intención de evitar caer en esa universalidad que convierte a toda foto en una foto de cualquier lugar en el mundo”, reflexiona dejando aflorar aquel deseo profundo de encontrar su propia España. “Luego, traté de encontrar alternativas, porque hasta el mejor consejo puede ser imposible de aplicar en la dinámica de estar en la calle días enteros buscando fotos. No se trata de romper reglas porque sí, sino de buscar las propias reglas y aplicarlas a nuestra manera de mirar. En ese proceso me di cuenta de esto, y ahí me fui encontrando yo como fotógrafo, lo que abrió la puerta a repensarme personalmente y como español. En definitiva, no hay trabajo comercial o personal, es todo lo mismo, y es personal”, remata. La fotografía, entonces, como móvil para realizar el deseo de tener los pies en la tierra, la fotografía como un estar presente en el quién y en el dónde.

Y sí: no existe la fotografía por fuera de la mirada particular. Puede haber imágenes, miles, presentadas en formato foto, pero la fotografía en sí es la manera de ver, de leer de uno. Es uno como productor de acontecimientos. La captura final es solo darle luz a eso que antes pasó adentro del que dispara. Ahí, la narrativa y la potencia fotográfica, siempre en tensión, siempre resignificando el tiempo, jugando a una falsa eternidad y a una falsa certeza para el afuera, pero haciendo carne viva el famoso y preciado aquí y ahora para el que la captura.

La fotografía de Cristóbal Hara nos trae una España brutal entre la religión y el drama. Su obra es reveladora como karma. Entre el esoterismo (muy) político de Goya y las carnes balbuceantes de Bacon, que no era español pero sí era un fascinado por lo español, en Hara se recupera esa oscuridad que es total porque la desesperación — en ese laberinto entre el deseo y la culpa católica, entre la libertad y los mandamientos — también es total. Toros y caballos como mercancía, un salvajismo domado para la banalidad del entretenimiento y el consumo en todas sus formas, pero como un reloj parado, que al menos un par de veces por día no solo burlan la doma, también amenazan con la superioridad de su naturaleza atentando contra el hombre. Rituales y tradición, festividades y ataúdes, duelos y celebraciones conforman un collage tan colorido como desgarrador. El bien común de estas fases, que aún en su acontecer aislado cuentan una misma historia hacia atrás y por lo pronto, hacia adelante, son cuerpos que se tuercen en ese pertenecer insoportable.

Hara fotografía al borde del surrealismo sin quitarle su violencia, no poetiza, no moraliza, mantiene su flash en el límite entre lo que se puede tildar de correcto o incorrecto, pero en algún punto es lo inevitable porque lo que domina su obra es lo mortal en su expresión cotidiana. Lo mortal pisándole los talones a una cultura de conquista, autocondescendiente, que se debilita en un purismo que ya no existe, en un primermundismo que en ningún país del mundo llega a ser objeto nacional; lo mortal pisándole los talones a un relato purista y viril que queda al pie de convertirse en el plato central del canibalismo moderno que lo parió. Una España mortal a través de sus expresiones más vitales. Cuanto mayor la fiesta, mayor la revelación de la finitud. Porque lo mortal se sugiere como inminencia pero también como signo divino, y ahí la clave. Es en esa religiosidad española, sobrecargada de doble moral, que la única solución que aparece a aquella desesperación no es política ni cultural y menos social, es por arriba: el salvajismo animal y humano vive y corre por las calles como quien en ese vivir y correr persigue la mayor promesa de Dios, la salvación. Pero se suele obviar la letra chica de esa promesa, ahí donde se advierte que la salvación no es para todos.

De esta forma, la obra de Hara consagra el instante justo en el que una alabanza puede volverse alarido. Porque, así como la fotografía da luz, también nos enseña que nada es más traicionero que su cálido esplendor, el que ilumina la falsa premisa democrática que nos ubica a todos como iguales ante una ley que siempre trae trampa. Si ante esta ley somos todos iguales, aquella letra chica avisa que ante los ojos de Dios no. Ahí, entonces, la justicia se hace divina y la salvación individual una dulce condena a la metáfora.