Nota publicada en Payola
Hace unos años, el protagonista de este texto, Emma Horvilleur, preguntaba “dónde están esas radios modernas”. Aquel hitazo, bailable hasta perder el cuerpo, arrancaba con un sónico “radios sonando en radios”. Reversionado en Pitada, su último álbum, el hitero que no persigue el hit, porque es un hit, ocupa el espacio de aquel verso para situarnos: “dos mil veinte”. Lo sónico devino acústico entre insectos y focos de luz.
2020, el año del confinamiento que lo encontró no solo sacándonos del laberinto a todos, sino con la confirmación definitiva de aquello que ya venía hace años en el aire: Emma Horvilleur como ventana abierta, como un salto cósmico, como GPS de lo extraordinario. Ahí, justo donde sucede el milagro de la fantasía con todas sus complejas implicancias.
Pitada, así, más allá de ser una obra, una experiencia audiovisual, funciona como una anatomía del viaje al que siempre nos invita el artista. Y estas líneas intentan entrar en esa anatomía siguiendo otras pistas totalmente subjetivas: todo lo que sé del amor y la fantasía, sea mucho o poco, acertado o errado, está en algunas películas y “en esa música que me hace tan bien”. El diálogo, finalmente, fue inevitable y acá se abre a ustedes.
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La niñera mágica va caminando con los dos niños que cuida, se encuentra con su amigo deshollinador, tan mágico como ella, que está pintando unos cuadros y palabra va, palabra viene, en apenas un salto, pim pam pum, entran en esas obras y se abre un mundo de canciones, paisajes y encuentros dulces. La profecía del deshollinador finalmente se cumple a la vista de todos: “cuando uno va con Mary Poppins se encuentra en sitios que no podía imaginar y en menos de lo que canta un gallo pasan cosas sorprendentes”.
La magia que propone Mary Poppins no es una magia de recetas y fórmulas, no promete besos ni manzanas rojas bien rojas; desde un primer momento, envuelta entre lo misterioso y un halo de nostalgia, sugiere que su paso por la vida de esa familia no será “para siempre”. Lo eterno ahí se configura de otra forma, el imposible “final feliz” que nos regalan las películas se rompe y se presenta un manifiesto transformador: crecer es dejar algo atrás, eso duele. Todos cambiamos la piel, los personajes —como todos nosotros— se ven afectados por la irrupción de las personas y eso los mueve de sus lugares, los concretos y los emocionales.
Es que, a decir verdad, más que magia, lo que Mary Poppins ofrece, ejerce y activa es la fantasía. Una fantasía que se encuentra principalmente en todo aquel que quiera ver y sentir, permitiendo todas las consecuencias caóticas, desbordantes y extáticas que esto conlleva. Ese permiso completo es un paso clave e indispensable para que la fantasía tenga lugar. Ahí, entonces, sucede un despertar, un reconectar con una versión nuestra mucho más cruda, menos programada por lo externo, por la huella familiar, por las cruces culturales, sociales, políticas.
Desde hace años para acá pienso en esto cada vez que Emmanuel Horvilleur saca un trabajo nuevo. A diferencia de la niñera, la aventura extraordinaria con Emma no sale en cruza con un deshollinador (¿o sí?). Entre todas sus influencias, caeré en la obvia y diré que me gusta verlo como un licuado entre Mary Poppins y Prince: la fantasía como experiencia espiritual es la misma, con más lentejuelas y temperaturas ardientes, pero la misma al fin de cuentas en su concepción y proceso, y con el bonus track potente y para nada menor de convertirse, por circunstancias temporales y la maratón contaminante de (des)información en la que vivimos, en un gesto de resistencia. Mary Poppins ofrendaba la fantasía para un despertar, Emma la recarga como un recordatorio de ese despertar que deviene en refugio, escape, GPS que nos lleva a un afuera no sin antes acudir a la llamada de la divinidad interior.
En ese pulso, y no porque justo sea el último trabajo y con el que está girando por varios lugares ahora mismo, creo que Pitada hace cumbre. Un álbum que funciona como un colchoncito suave. Dream pop de las pampas. Lo dejás ahí sonando mientras seguís haciendo lo tuyo, cantando para adentro así no rompés el clímax que el disco construye. Está todo tan en su lugar, y no exactamente por perfección, orden o acción purificada, sino por su propio impulso espiritual, que parece imposible cantar encima aun cuando lo estamos haciendo, porque es como querer sumarse a un coro de ángeles. Pero ojo ahí, ya nos lo advirtió Rilke: todo ángel es terrible.
Los temas de Pitada, algunos viejos buenos conocidos reversionados y otros cayendo flamantes a completar el rompecabezas, flotan en el aire como un reflejo de lo que están moviendo por dentro. Pitada es orgánico, es una experiencia audiovisual que sucede adentro y afuera, arriba y abajo, y sin delirio místico, es una experiencia justa y necesaria.
Horvilleur tenía que estar ahí, con sus músicos, amigos, con su amor, con la naturaleza, haciendo eso en ese exacto momento y regalándonos a nosotros una ventana abierta en tiempos de confinamiento. Sí. El culito se mueve lento en la silla calentada por el home office y/o la desidia. La fuerza de los hits que no saturan, más bien, se entrelazan y se configuran como un bálsamo, en una plena sensación de que esas canciones no son solo canciones, son “casa”, es vital: se desmoraliza, sin querer, ese giro dramático y aleccionador en el que se había convertido el “quedate en casa” para conectar con nuestra idea de ese lugar a salvo.
Y como si no fuera suficiente, sucede algo más, algo esencial.
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Sarah, en pleno despertar sexual y explorando los desdobles de las fantasías, sale al encuentro del rey Jareth sin jamás imaginarse que quedaría atrapada en un laberinto. ¡Y qué laberinto! El rey, a través de una bola de cristal, controla la pulsión de la adolescente angelical moviendo, entre otras cosas, las entradas y salidas a su antojo. Pero, lo dicho: todo ángel es terrible. Y ahí está ella, con su piel blanca, cachetes rosados, la boca ya sin rastro del labial con el que se había preparado para aventurarse con su deseo y su pelo totalmente recargado de la intensidad erógena y la tensión del andar por una cuerda floja. Justo antes de caerse, la niña se convierte en mujer y nos da un as: “No tenés poder sobre mí”, le dice al rey. Y al pronunciar esas palabras, la bola de cristal se cae, el laberinto se disuelve y Sarah vuelve a su dormitorio.
La fantasía no es inocente, no es lineal. Podemos creer que sabemos donde empieza a funcionar, cómo danza con el deseo, pero no solo que en todo momento ese autoengaño es un campo incierto, sino que la clave está en que nunca podemos ni siquiera jugar a saber su horizonte, su punto culmine. Sí, de los laberintos se sale por arriba, volando, pero el rey Jareth y Sarah terminan funcionando como un espejo: uno vive en el otro por siempre. Dulce y amargo. Ah, Eros, ¿estás ahí?
Y sí, está ahí, en una casa de campo regalándonos en el primer minuto del video todo este ser Sarah y Jareth al unísono: un Emma vestido de negro, como un ángel caído, pero no perdido, camina entre pastizales, en su norte se ve una arboleda, él nos da la espalda y cuando voltea nos sostiene la mirada con profundidad. Hasta que cierra los ojos y en ese cerrar está el despertar, se hace la luz y —ya vestido en tonos claros y acompañado— empieza su música a comulgar con la naturaleza.
Pitada como álbum fue, en pleno confinamiento, un salir por arriba y reencontrarnos con cierto poder perdido justo cuando el encierro empezaba a convertirse en ese laberinto. La fantasía no es una invitación a la evasión, es una invitación que se texturiza de incertidumbres y pulsiones que nos dan luces y sombras en la misma medida. Ese reconocimiento es un movimiento, y como todo movimiento implica un dejar algo atrás, un despojo, un yo en transformación que nunca es gratis, pero le sacamos mejor precio cuando nos permitimos sentirlo. Nuestra personal “guerra contra la inflación (sensorial)” es sabernos cuerpo y, sobre todo, alma. El universo puede ser indiferente, pero nosotros podemos elegir no serlo: ahí, la magia.
Pero, ¿qué se hace con todo esto aconteciendo?
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“Todo en el gesto del amado es un sacramento, ¿no lo ves?”, le dice Oscar a Nigel y lo pronuncia bordeando un clímax anímico en uno de los pasajes más memorables de Bitter Moon y del cine todo, si se me permite la exageración.
Si “Pitada” como canción, a su vez, exalta todas las energías que enumeré anteriormente respecto al álbum que lleva su nombre, energías que no son más que las de la propia peregrinación artística de Horvilleur, no quiero terminar sin decir que más allá de la idea romántica, el tema también pronuncia lo que es prácticamente una marca registrada en él. Porque “Pitada” puede responder a cualquiera de las épocas de Emma, y eso que es uno de los artistas más curiosos, mutantes y distintivos. Hay un Emma para todos, pero “Pitada” es un único Emma en el que nos encontramos todos.
Sí, en la letra hay un amor, pero también hay un amor propio de este proyecto en particular que se ajusta en tiempo y forma por cómo cuida lo que hace, cómo —siendo un generador de estéticas— no descansa en la resonancia poética, sino que, como cantaría otro poeta-mago, saca belleza del caos y ahí se hace virtud tras virtud. Algo de lo bello en el caos en tiempos de crisis, o en países que viven en crisis, se vuelve elite. Sin embargo, acá se democratiza ese vuelo poético para una introspección colectiva cuasi chamánica.
Mientras que Pitada álbum nos exteriorizaba en pleno encierro sobrecargado de duelos, “Pitada” canción convierte la habitación en un templo. Oscar le advierte a Nigel que “nada puede ser obsceno en esa clase de amor”. Pero la última palabra la tiene Horvilleur: “todo lo que pido tiene un mecanismo de atracción”. Y como todo mecanismo necesita mucho más que una repetición del deseo porque con desear no alcanza. Como con querer tampoco, se necesita sentidos a la obra y ningún temor al constante final abierto en el que vivimos.
¿Cómo queremos alimentar nuestro espíritu? ¿Cómo seguimos, luego de tanto duelo, condimentando lo cotidiano? ¿Cómo resistimos sin terminar por convertirnos nosotros en una réplica de aquello a lo que resistimos? Ya no estamos encerrados, ya dejamos de contar fases, siempre supimos que nada sería mejor después de la pandemia, más bien mucho peor, pero donde ahí está el terror de nuestra propia historia humanitaria, también están las chispas por fuera del tiempo, como dicen los cabalistas, que llaman para darnos la oportunidad limpiar y sanar. Entre esas chispas acontece este álbum y esa canción deseante para recordarnos que en muy pocas cosas somos libres. Pero, en la más importante, lo somos por completo.