Delivery del yo
No voy a hacer como si nada, así que empiezo por el principio: aw, tanto tiempo!
Sin hacer este volver un confesionario, podemos culpar a proyectos hermosos y muy demandantes, a estar casi un año viviendo entre cajas a raíz de tres mudanzas en cinco meses, mudanzas programadas para un determinado destino que cambió sobre la marcha… Bueno, todo cambia sobre la marcha. Y como no puedo obviar el factor amor, más bien, a veces simplemente ocurre el acontecimiento que nos saca de nuestra ya controladísima dinámica cambio-marcha y de repente, oh, hay (otra) vida!
La cuestión es que pasaron dos años sin Delivery! Y además de la pandemia con su explosión de productividad y contenidos de todo tipo, lo que admito me abrumó y retrajo aún más, sin contar todo lo inevitable, también fue muy necesario para mí dejar de hacerlo. Los últimos envíos los recuerdo como una carga, por eso también estuvo bien que así sucediera por respeto a ustedes. Porque hay que decir cuando tenemos algo para decir. Y en lo personal, no me sale buscar ese decir en vías de sostener un ritmo de publicación. Mucho menos cuando estamos en medio de algo que acontece y nos saca totalmente de eje, con una fuerza mayor que nos vuelve desconocidos por completo frente a esa idea que teníamos de nosotros mismos. Perderse de los otros, perderse de uno, aceptar ese viceversa, está bien.

D de destino, y delivery también
No sé nada del destino, pero me empezó a interesar tener su idea a mano al menos como un trazado. O una soga, quién sabe. Lo que sí sé, o creo, es que no existe ese “nosotros mismos” como lugar de salida, de permanencia y muchos menos de llegada. Cuando creemos alcanzar ese punto, zas, ya no somos esos. Cuando nos atrapamos es porque ya no estamos ahí, atrapamos lo que queda: huellas, restos, resacas, con suerte algunas flores. La poética descartada de lo que fue pero que da testimonio de nuestra existencia es lo que nos figura ese “yo soy”. Que ya no es.
El trazado/destino es, quizás, seguir esas pistas hanselygretianas hacia un siguiente lugar (no solo googlemapeable, también emocional, irreal, un lugar random en nuestros etcéteras). En definitiva, irse también es llegar. Al aluvión del acontecimiento en sí, entonces, se le suma la prepotencia de ese trazado/destino que resulta imparable y envolvente. Una sensación recargada de estar en un viaje a medio océano, lejos del puerto de partida y lejos del de llegada. Si algo define al acontecimiento es cómo respondemos a su suceder.
Mi tierra firme en tiempos movedizos suele ser “sacar belleza de este caos es virtud”, pero teniendo clarísimo que se hace tierra firme porque el beat de esa expresión está en que (la belleza) solo ocurre cuando le permitimos al caos ser caos. Porque nada es más salvaje, imprevisible, incómoda, desordenadora que la belleza en manifestación. Si un encuentro con algo que pretendemos bello no nos sacude es porque en realidad estamos frente a algo decorativo, lindo, estéticamente tolerable: superficial. Y es válido y necesario, pero la belleza es otra cosa. El caos, ecosistema del proceso, puede dar belleza y hacer virtud porque ocurre tanto más allá de lo tangible, una profundidad que nos advierte que lo que percibimos apenas es punta de iceberg.
Sin ponerme demasiado mística: es virtud porque enciende el arte de la paciencia y le da tiempo al tiempo divino. Aunque también puedo decirlo así: habitar el proceso es rendirse y confiar en uno. Lo único más imposible que amar a otro es confiar en uno: y no, no hablo de no creer en las propias capacidades. Hablo de lo profundo que nunca llega a fondo, del saber ir a pérdida como fin inevitable, en definitiva, de la trampa de ese “ser uno” para “uno”. Por qué quién es quién.
Confiar en ese fantasma que somos es soltar el timón para reconocer a la confusión como una visión en sí misma. Ya llegará el discernimiento, ya llegará el ver. Pero ahí está la confusión como aviso de algo: la vida puede cambiar tanto en un segundo que puede dejar de ser vida, pero nosotros no, nosotros necesitamos la confusión para caminar suave sobre nuestras definiciones o las que vendrán. La confusión como fuente de transmutación. Aunque, hay circunstancias que se mueven desde la raíz. Ahí ya no necesitamos solo confusión como autopista a un nuevo trazado/destino, ahí se ilumina el poder del duelo.
“Lo que hacemos en las sombras es lo que nos posiciona en la luz”, dicen por ahí. Y lo traduzco imaginando esa oscuridad, en la que en verdad veo luz, como una exploración que nos lleve a nuestra clave de auxilio, una clave de auxilio que solo emerge gracias a la fuerza de lo íntimo. Eso para mí es lo más cercano a un acercamiento a “nosotros mismos”, a bocetear sobre ese quien es quien desde una tolerancia a todas las implicancias y texturas que requiere la intimidad.
Y como también dicen por ahí que “lo que hacemos en vida tiene eco en la eternidad”, acá ocurre algo mejor, aunque suceda de manera intrascendente: citarnos con lo íntimo en momentos detonantes, soportarnos a nosotros en plena mutación de esa idea de nosotros, es un pequeño aporte para no sumar ruido a un exterior recargadísimo de ruido. Un efecto paralelo vital y, por cosa epocal, un gesto contracultural divino. No estoy haciendo una oda a la anulación del encuentro con el otro ni lo otro: intimidad y nosotros mismos para mí no tiene nada que ver con aislamiento, individualismo, más bien todo lo contrario. Somos con los otros. Del quien es quien pasamos a un estado mayor: qué otros, qué otredades, qué otredades conformamos. Cuando cambiamos las preguntas, y al fin lo notamos, porque son preguntas que ya no nos aplastan ni vacían, más bien nos empiezan a alimentar de nuevo, alcanzamos el clímax del proceso. Hay luz al final de túnel.

Mudanza del yo
Una cultura de intimidad es una resignificación del silencio. El silencio, en su don más subjetivo y personal según lo que esto sea para cada uno, nos recuerda amorosamente que los procesos no son lineales y sus decires son tramposos. El silencio es un descubrir, un armonizador, un GPS, un invitador serial a la contemplación, la escucha y la alternancia. El silencio no significa no decir, es exactamente saber qué decir porque sabe ver, escuchar, leer, sentirse. El silencio nos recuerda que nuestro cuerpo no es nuestro, es ocasional. La convivencia ahí no puede siempre atentar con esa voz mayor que es nuestra alma, la que se revela en las miles de caras y formas de los silencios.
Todas estas oraciones que escribo son un primer acercamiento a la escritura después de diez meses sin poder leer ni escribir. Tres mudanzas en cinco meses, aún significando deseos cumplidos, me corrieron por completo de mí. Quién fui, quién soy, cómo voy a hacer para lograr ser si vivo entre cajas. El ser atado a lo que hacemos, a lo que vivimos, a lo que esperamos, a lo que producimos, al resultado, a lo que los otros leen de nosotros o ven por redes y así nos definen. Cuánta realidad inventamos en nuestro pensamiento y cuánta realidad desatendemos por seguir nuestros pensamientos.
Mudarse tiene varias etapas, todas son una pesadilla. Mudar libros es insalubre hasta que reconoces que armar esas cajas es entrar a un cementerio propio, entonces, mejor, dame más libros para embalar.
El calendario marca el ritmo de un embalaje que desarma el presente y toda línea temporal, una línea temporal que también es un escudo frente a todo lo que no fue, debió ser, ya no está, y demás. No hay tiempo para procesarlo pero toda tu vida se va guardando en cajas. Todo reaparece para volver a desaparecer. Se tiran trozos de la historia propia. Se guardan otros. Hay que volver a elegir, hay que fingir un poco también para acelerar la elección. Ya nada de eso vive, pero sigue ahí, existiendo. Todo ese recorrido de embalar, desembalar, ese juego diabólico entre el soltar y atesorar funciona como un baño de barro. Por eso la mudanza es pura cosa emocional. Incluso, una vez realizada la mudanza y que los ambientes están en orden y ya todo encontró su lugar, el interior apenas empieza a mudarse y directamente pierde noción de lugar.
No se sabe nunca cuando termina una mudanza, y algunas, incluso, no se saben tampoco cuando comenzaron. Porque hay un tipo de mudanza espiritual, cuando ya no podemos responder a entornos, contextos, escenarios, incluso a la mismísima dinámica de la ciudad que habitamos, todo un mundo que nos contuvo durante años pero que ya no sintoniza con quien somos y por alguna razón/imposibilidad no podemos aún cortar ni salirnos de ahí. Yo venía de años en ese estado: una mudanza interior que no podía exteriorizar. Hasta que finalmente pasó.
Cumplir deseos es tan doloroso y agotador como no cumplirlos y eso lo vemos una vez que baja la espuma del éxtasis. Los motivos son variados pero la esencia de ese dolor es básicamente el ritmo de la vida: aún en nuestra máxima victoria estamos dejando algo atrás que nos obliga a reconocer nuestro volver a casa. Qué es casa ahora que ya no somos más esos que fuimos y con qué otros la hacemos. Cómo hacemos casa si ni siquiera tenemos esa falsa-idea-segura del “nosotros mismos” ni sobre qué otredades conformamos. Las preguntas siempre cambian: ok, vamos bien, hay pulso aún aunque todo se vuelva denso.
El mundo no nos espera, y la verdad es que casi nadie espera, los que más repiten estar y entender son los que en la primera de cambio más te van a arrasar con su velocidad a contramano de tu dar a luz a tu tiempo. No sé si está bien o no. No juzgo, hago silencio.
Socialmente tenemos un acuerdo: como el malentendido es el único destino posible de las interacciones, salimos hacia el otro con el afán del encuentro. Ese afán nos permite acordar. El tema es cuando ese nuevo vos no sabe cómo equilibrar con el viejo vos que seguís siendo para la gran mayoría. Nos quedan compromisos por cumplir, los cumplimos pero… mil peros. De nuevo, el viejo pesar. Pero, me acepto en ese tironeo: hago silencio.
Mi fórmula para terminar con la esclavitud de la expectativa propia y ajena fue y es el silencio. El silencio en sus miles de formas de manifestarse, desde literales hasta poéticas, y principalmente, fácticas. Tomar decisiones es silenciar, aceptar la confusión, aceptar el momento, respetarte el duelo es también silenciar. Pedir ayuda es silenciar. Apreciar el camino recorrido es silenciar. Aceptar el peso muerto del deseo es silenciar, no negar la oscuridad despampanante del deseo es silenciar. Saber que a veces Dios no quiere y que no hay nada que se pueda hacer frente a eso es silenciar. Decir adiós es silenciar, volver a decir hola es silenciar. Perdonar(se) es el silencio en su máxima expresión sagrada. Todo movimiento que no tome atajos y que respete el proceso con compasión, que soporte la insoportable intensidad del ser en la insoportable banalidad que vivimos es silenciar. Silenciar es quitarle el volumen a lo que nos aturde, externo o interno, para escuchar nuestra potencia.
Lo bueno de estar en los márgenes es que siempre hay orillas cerca para ir a buscar oxígeno cuando sentimos que no podemos más: buscar también es silenciar. Y buscar es también sembrar, sembrar posibles jardines que nos permitan ver lo bendito en lo mínimo cotidiano y lo importante que es a cierta altura de la vida reconocer la grandiosa diferencia entre construir y destruir. Construirnos y destruirnos. La última palabra de nuestra potencia.
Todas las obras son de Céline Achour