La vuelta del malón, de Ángel Della Valle, se presume como la primera obra del arte argentino.
Fechada en el año 1892, la pintura responde a un propósito concreto: había que enviarla a una exposición en Chicago que celebraría un nuevo centenario de la llegada de Colón a América. Así, con tan contundente contexto y motivo, Della Valle logra una obra abrumadora y envolvente, que exige atención minuciosa a lo largo y ancho de la tela dado las diferentes señales que descansan en su despliegue.
Los medios de la época no dudaron en verla como una oda a la figura de Roca en una clara reivindicación de la Campaña del Desierto, la que quedaba firmemente acomodada en la historia como la gran culminación de la tarea empezada por Colón.
La forma en la que el pintor alcanza esta visión es concreta: el malón -al que se le exalta a más no poder un anticristianismo endemoniado- va avanzando sobre el paisaje de manera salvaje luego de haber saqueado una iglesia. No hay un enemigo alrededor, no hay ningún contexto que permita otra mirada sobre ese malón de andar brutal, y su brutalidad es equiparada a las fuerzas indomables de la naturaleza bajo un cielo tormentoso que lo cubre, pero que se abre iluminando hacia la distancia que deja atrás, o sea, hacia la civilización. Además de llevar en alto los símbolos religiosos tomados, destacándose una cruz, en algunas monturas se dejan ver cabezas cortadas para que nadie pueda permitirse la duda y el relato oficial cierre perfecto: frente a la crueldad de esos hombres, su matanza fue un grito de justicia divina. Un relato que aun nos toca todo los días, que marca una agenda política y mediática, porque se sostiene en una manera de fundamentar que es constante y sutil, simbólica y dirigida.
Es por eso que el racismo de esta obra no es casual y es una pieza elemental en el relato que nos funda como Nación, porque también complementa, justo 20 años después de su escritura, la idea que el Martín Fierro planta: en el hombre de color habita el Diablo, por eso vale matarlo.
En el medio de la escena del cuadro, un poco más adelantado que el resto, Della Valle destaca a un jinete que lleva a una mujer blanca, semidesnuda y en posición de descanso. Ella apoya su cabeza sobre el hombro de él. Él con su postura parece volverse hacia ella. Siguiendo la ideología del autor y la historia oficial de hasta no hace muchos años, su planteo es el de un rapto, acomodando a esa mujer al mero lugar de cautiva e instalando el peligro que estos hombres significaban para todas ellas. Pero a medida que el revisionismo histórico permitió mostrar otras campanas diferentes a los relatos tradicionales y conservadores es que se fueron confirmando, entre otras tantas situaciones, las relaciones entre los nativos y las mujeres blancas, así como varias historias de cautivas que no eran tal, ya sea por elección inicial o porque no quisieron ser rescatadas (lo que incluye destinos fatales). Fueron varios, y son varios, los historiadores y organizadores que reclaman una revisión de la lectura de estas obras.
Es que con las nuevas campanas, esta escena puntual del cuadro, tantas veces comentada y sobre analizada, criticada por su connotación erótica y no del todo clara en cuanto a la dirección del placer, cambia absolutamente su espíritu original y transforma a la pintura también en una historia de deseo.
En definitiva, todas las historias son de deseo, y el deseo está también empapado de la cosa política, el punto con La vuelta del malón es que la narrativa que funda nuestro arte (y su deseo) es una narrativa de poder supremacista, siguiendo una secuencia de definiciones por hacer pasar a esta tierra una tierra sin pasado y naciente del europeo. Están quienes apuntan al ideario del poder del hombre blanco, pero todos sabemos que la realidad es mucho más compleja y ni el color ni el género son garantía de cómo esa fuerza replica luego en el poder. Por eso, una buena lectura de esta obra se da a través de una serie de pinturas de Daniel Santoro en las que resignifica al malón de Della Valle jugando con la mirada aristocrática de Victoria Ocampo o llevando aquella luz de la civilización hacia una terraza del Kavanagh, entre otras variantes.
En cada una de las piezas de Santoro están no solo la fantasía, sino la posibilidad de tomar las pistas de una historia de genocidio e invisibilización que ahora ya sabemos de memoria, o deberíamos saber, y así refundar nuestra Nación dándole el lugar justo y necesario a las comunidades originarias y afrodescendientes desplazadas. En esa inclusión se comenzará un largo de desenlace de racismos incorporados y totalmente naturalizados que van más allá de los colores de piel, pero que sin duda se sobresaltan ahí.
Reclamar por un lujar justo y necesario no es tan solo conformarse con llevarlos a las páginas principales de la historia para devolverles su lugar en ese pasado, sino que también se trata de descriminalizar el presente, de reparar y consolidar una humanización con igualdad de oportunidades y de trato como metas urgentes, pero, sobre todo, respetando sus identidades. La universalidad de los derechos no debe comerse la voz propia cultural, porque eso luego abre las lecturas más terribles y temibles en cuanto a la cotidiana de las sociedades, sobre todo las abismalmente desiguales como la nuestra.
Todo esto, que hoy está tan lejos de lo que somos y de donde venimos, no parece demasiado utópico si tenemos en cuenta que por primera vez en la historia un presidente en su discurso de asunción, Alberto Fernández el 10 de diciembre pasado, planteó la línea a seguir desde el Estado respecto a estos temas: “En nuestra Argentina hay mucho sufrimiento por los estereotipos, los estigmas, por la forma de vestirse, por el color de piel, por el origen étnico, el género o la orientación sexual. (…) Y esa discriminación debe volverse imperdonable. (…) Que el odio no nos colonice”.
Más allá de las creencias y partidismos, es un buen deseo para tener no solo en este diciembre con esperanza renovada, sino todos los días, cada día. Y sabemos que con desear no alcanza. Hay que querer y moverse en relación a ello.