Paula Rego (Lisboa, 1935) es una artista que hace arte despojándose de la idea que tenemos del arte, sobre todo de las plásticas.
Mientras que muchas veces la llaman surrealista y otras la incluyen dentro del expresionismo, ella se tira en el piso y dibuja sin importarle demasiado el catálogo, las tendencias ni pensar en qué espacio y adjetivo temporal podrán caer mejor sus piezas. Paula se acuesta a pintar como quien se tira a leer, y no parece extraño cuando identificamos el patrón: sus obras están llenas de lecturas que van desde libros hasta diarios, desde símbolos hasta otras imágenes, ya sea de colegas como de otras ramas del arte, así como también imágenes en bruto, casuales, informativas. Y así nos encontramos con la principal característica y el gran requisito para pararnos frente a su trabajo: no vamos a mirarlo, tampoco a observarlo, Rego hace arte para leer.
La complejidad e integridad de su obra exalta escenarios sociales, que como tales, van fluyendo en los más desordenados movimientos y no siempre alcanzan transiciones ideales. Esos escenarios son los que empujan a su narrativa a un lugar que revuela con furia todo lo que por formas no se dice (y entonces ella elige gritarlo), lo que se banaliza (y entonces ella elige llegar al fondo), lo que se olvida (y entonces ella lo recuerda aunque le cueste la paz de su memoria).
No hay tela que lleve su firma que no sea una manifestación de belleza. Esto significa que su pintura abraza sobre todo las trampas y espinas de lo bello, y se deja arrasar por aquello que nos toca. El toque de gracia, ese detalle infernal, es que nunca falta la música del momento en cuestión. Una música que, por supuesto, muchas veces no es más que silencio. O respiración agitada, o pensamientos que suenan en nuestro interior como aullidos, esos que solamente oímos nosotros. Bueno, salvo que los pinte Rego y también los oirán todos.
Su pasión por iluminar lo oscuro, por levantar las alfombras familiares para soplar con fuerzas todo el polvo escondido, su ansia de vomitar las injusticias y el anhelo imposible de estar presente para acompañar a los que padecen desigualdad, entre tantos otros planos que nos ha dado en más de 60 años de obra, siguen siendo sus ejes aun hoy con la misma acción filosa. Así como también sigue dejando aflorar entre pinceladas su admiración por la sátira de William Hogarth o el esoterismo político de Goya, un esoterismo marcado por la idea de las libertades y las luchas reales de poder.
Siempre se la suele referenciar con otros varones, a la intensidad desaforada de Bacon o a los climas inquietantes de Balthus. Es que Rego rompió el hielo en muchos aspectos, lo que la acomodó a ella como antecesora, pionera, faro y guía de desobediencias. Todo esto se potencia por el orgullo con el que reconoce su andar, ese aporte continuo de nuevas miradas sobre temas que atormentan, duelen, amotinan y/o avergüenzan a las sociedades. Ella se regodea en la incomodidad ajena cuando el doble discurso queda servido en bandeja, en ese instante donde el sentido óptico dice una cosa y las palabras luego buscan explicar otra.
Nacida en una familia acomodada, vivió su infancia en Portugal y en su adolescencia se mudó a tierra británica. Desde muy chica estuvo interesada en lo político y supo que desde lo cultural podría hacer fuerza, “si no, ¿qué es un artista? Uno tiene que tomar conciencia, saber su lugar y su capacidad de expresión, saber para quienes usar esa expresión”. No eran estos tiempos, así que su voz, en una época y ambiente con mayoría de voces masculinas mandonas, fue volcánica desde el vamos. “Con mi arte me interesa proteger a la mujer. Me interesa lo físico y lo social, denunciar las injusticias políticas y legales que padecen las mujeres, que en algunos países son muchas y muy graves”, declaraba hace unos años, pero para ese momento ya llevaba más de 35 años gozando de los más merecidos reconocimientos por sus obras sobre aborto y abusos.
“No me gusta demasiado la palabra arte. De hecho, si veo que me acerco al arte, cambio de rumbo. Lo que yo hago es contar historias”. A esta altura, y no solo porque es lo que sigue haciendo, consolidando un recorrido que alguna vez será revisado como un gran ensayo cultural, nos es válido decir que, más que contarlas, las está escribiendo. Y siempre es bueno que los que no se complacen con lo que dictan los medios y las formas, ni los estándares en general, escriban su versión de los hechos, aunque, como en este caso, sean voces desesperadamente pesimistas.
O mejor dicho, principalmente si son voces desesperadamente pesimistas, porque es desde esa combinación caótica y de contradicción en carne viva, como rezan los guerreros orientales, que emerge la urgencia de la supervivencia y el sentido de la resistencia.
#45 — Contadora de historias
