Es muy común leer que el arte estadounidense le debe todo al arte europeo. El país del norte, a pesar de su poderío, y al menos en relatos predominantes, no escapa a ese síndrome continental, tan habitual en las naciones construidas con migración “blanca”, que buscan desesperada y erráticamente diferenciarse de los nativos americanos anhelando una identidad y respaldo cultural en el Viejo Continente. Sin embargo, y sin desmerecer la real importancia e inspiración que ejercieron nombres como Picasso, Matisse y Duchamp, entre otros, hay una intimidad mucho más profunda, firme y concreta, y que aun persiste, con el arte latinoamericano, y principalmente con el mexicano.
A esta intimidad, a su vez, cuando Estados Unidos suele verla, se la busca plantear desde la óptica lógica de lo político y social, por ejemplo por la posible cercanía entre mexicanos y afroamericanos. Pero fueron artistas asociados a las banderas de la “Norteamérica blanca”, tanto en el sentido rural como urbano, los que más exprimieron las culturas que emergían de las raíces de los sures y principalmente del país vecino.
De hecho, si hay algo que en el siglo XXI ya no se puede discutir es que “la cultura blanca” en sí misma es una fabricación y no una expresión, de eso mismo se reía Warhol hace más de 50 años, y a eso se llamó pop (por cierto, algo que los negros ya venían haciendo antes de surgir “el pop”).
Comprendiendo que lo “no blanco” no es tan solo una percepción de tonalidades, sino un campo de matices sociales, geográficos y de clase, la cultura en su sentido más crudo, brutal y enriquecedor arranca en las bases, que son las que celebran el encuentro expresivo más que la concreción en sí. Mientras que lo que llega de arriba hacia abajo es esa fabricación de ideas y contenidos que manipula el destino de aquellas expresiones.
Lo cierto es que ni los afroamericanos necesitaban a los mexicanos ni los mexicanos a los afroamericanos para construir cultura y una voz propia. Por eso no era extraño verlos comulgar con la vieja teoría que, al margen de las religiones y diferentes escuelas filosóficas, promueve la afrodescendencia internacional cuando habla del hombre original como el gran creador de cultura, la que a través de las generaciones crece transformándose en otras expresiones que siguen siendo propias a ese sentir originario, ancestral.
Tal vez también esta teoría sea la que nos ayude a entender, entonces, porque cuesta tanto hablar de la identidad del arte norteamericano desde la hermandad afrodescendiente y/o latinoamericana: hacerlo sería adherir a que la cultura no es propia y reconocerlo ya no invitaría a hablar de influencias, sino de raíces. En cambio, hablar de “lo europeo” mantiene esos límites confusos de reflejo e individualismo que permite “la influencia”.
Pero, por fuera de los relatos, están los hechos. Y ahí tenemos a tipos como Jackson Pollock, Philip Guston, Ben Shahn o Thomas Hart Benton, por nombrar solo algunos, que abrazaron el estilo y la narrativa que encarnaban artistas como José Clemente Orozco, Diego Rivera y David Alfaro Siqueiros. Y no solo eso, sino que fueron mucho más allá de simplemente dejarse empapar por las ideas de los mexicanos.
Luego de la caída de los 30 años en el poder de Porfirio Díaz, México inició un resurgimiento cultural que se basó en el recupero y la reparación de esa identidad completamente rota tras semejante dictadura. No fueron pocos los artistas que se alinearon a ese hambre popular. Así que al principio fue fácil que el flamante gobierno acompañara esa demanda a través de una profunda planificación artística y arquitectónica, por la cual los edificios públicos y ciertos barrios serían revalorizados con murales que acompañen ese sentimiento. Un sentimiento que se apegaba a una historia propia de raza y clase.
Lamentablemente, esa realidad prometedora mexicana duró poco. Para mediados de la década del 20 un nuevo cambio de gobierno y dirección suspendió estos encargos de manera no casual, porque también hicieron lo posible para expulsar de la boca de todos a los artistas, alineados con partidos comunistas y socialistas.
El primero en dejar México frente a este panorama fue Orozco, quien llegó a Estados Unidos en 1927. Poco después lo siguieron Rivera y Siqueiros.
Los tres comenzaron a hacer lo suyo y pintaron murales por todo el país. No pasó demasiado tiempo para que toda la atención cayera sobre ellos porque no había nada parecido sucediendo y por la propia crisis nacional. Los artistas estadounidenses se sintieron completamente atraídos por esa fusión de técnicas que se disfrutaba en el muralismo, técnicas de vanguardia que, en vez de ponerse a merced de relatos elitistas, apelar a simpatías superficiales o aspiracionales, se ponían en práctica para darle protagonismo a las tradiciones indígenas y visibilizar la vida de la clase trabajadora.
Durante el siguiente par de décadas fueron los mexicanos los comandantes del muralismo a lo largo y ancho de Estados Unidos. La transformación cultural a la que invitaban compuso un despertar que sentó las bases para el proyecto de arte público que luego florecería bajo la presidencia de Franklin D. Roosevelt, en ese paquete histórico de políticas conocido como New Deal.
Barbara Haskell, curadora del Whitney Museum, en donde se proyecta una mega muestra para recorrer todo esta época y todas estas obras partiendo, justamente, desde la reivindicación de los artistas mexicanos, plantea que fue uno de los momentos más estimulantes del arte estadounidense porque se da en un momento en el que Estados Unidos “también luchaba por definir como avanzaría la nación”. Y en definitiva, el fin del arte propuesto por el muralismo mexicano es el de hacer accesible la historia, la única que puede ayudarnos a avanzar.
Algunos datos coloridos y románticos antes del final desamparado y resignado al que siempre nos empujan las derechas del mundo. Guston llegó a trabajar con Siqueiros en Los Ángeles, mientras que Shahn fue uno de los asistentes de Rivera. En calidad administrativa, Rivera también supervisó varias comisiones en México de artistas como Isamu Noguchi y Marion Greenwood. Y justo antes de mudarse a Nueva York, Pollock viajó a Pomona (California) para ver un mural de Orozco, llamándolo “la mejor pintura del hemisferio occidental” y recordando siempre su viaje como una “peregrinación”.
A medida que la tensión norteamericana subía, los movimientos por los derechos civiles agitaban las aguas, latinos se organizaban, y demás, a los mexicanos ya no les ofrecían espacios y las puertas comenzaron a cerrarse. A pesar de la enorme y vital representación que habían despertado entre los más diversos e importantes artistas locales, también quedaron completamente ignorados de los libros de arte norteamericano.
Aunque las vueltas del destino siempre hacen su jugada. Como cuando se descubrió que el mismísimo Rockefeller había pedido de manera urgente que se borre un mural de Rivera de uno de sus edificios, obligando a las noticias a mostrar, así, una de las obras “más comunistas” del artista y repasar su paso por el país; o cuando el gobierno de Detroit, al borde de la bancarrota, quiso rematar doce murales del mismo artista y varios investigadores denunciaron el temor a que cayeran en manos del sector privado y se vuelvan irrecuperables para la ciudad, y mientras esto ocurría, ahí mismo muchos se enteraban de la cantidad de obra que había en Detroit de Don Diego.
Una de las críticas más habituales sobre los tres artistas es la de acusarlos de nacionalistas. Sabemos que el termino en sí contiene diversas resonancias, muchas manipuladas no inocentemente por la propia derecha y otras por los nuevos liberales. Sin embargo, tal como lo plantea Rita Segato, no se puede caer en la trampa de la globalización que propone un internacionalismo que aniquila las voces particulares de cada comunidad mientras celebra una visibilización generalizada y culposa de las minorías. La nación en sí es una idea más antropológica que limítrofe, y esto el capitalismo lo sabe, y cuando el capitalismo sabe algo, también sabe cómo degenerarlo. “Si el gran lema, y utopía posible del momento, es la utopía de un mundo diverso, no debemos perder de vista la dimensión de la diferencia radical de culturas y la pluralidad de mundos donde esas diferencias cobran sentido”, escribe la genial activista argentina. En definitiva, cada una de esas comunidades evocan su propia nación y acuerdan en un nacionalismo amoroso y fértil que se traduce en el respeto a su historia y sus tradiciones como única vía posible de supervivencia. Esta sea tal vez la gran lucha de nuestro tiempo: recuperar el sentido del internacionalismo ideológico por sobre el global y tratar de detener ese arrasamiento de las particularidades (nacionalismos culturales), porque es por ahí donde el racismo baila la música capitalista que más le gusta, la de las opresiones totalitarias que hoy nos tienen en jaque, una vez más.
#44 — Muralismo mexicano
