#28 — Cuerpo

“¿Qué derecho tiene mi presente de hablar de mi pasado? ¿Puede mi presente meter en cintura a mi pasado?” se pregunta Barthes.
Juguemos a desandar la pregunta retórica, la pregunta que ya incluye la respuesta y la confirma en el nombre que la emite. Él hace esas preguntas sabiendo la principal respuesta, y es que no hay una única respuesta y no hay certezas algunas, aunque sí hay una única manera de explorarlas: a través del cuerpo, el lugar desde donde nosotros medimos el tiempo (¿o el tiempo nos mide a nosotros?).
Por medir me refiero a medirlo en un plano literal, a sentirlo cuando nos lo permitimos, a caer en la sensación que el cuerpo nos obliga cuando no nos permitimos sentirlo, y un sin fin de etcéteras de escenarios que, como también Barthes sabe, es incalculable, porque el cuerpo no sólo que es imprevisible (“Yo tengo mis ideas que no son las mismas que suele tener mi cuerpo”) sino que nunca es único.
Ni por nosotros, individuos, ni por nosotros, sujetos sociales, ni por nosotros, sujetos políticos. Saco paréntesis y entonces: el tiempo nos mide a nosotros.
El cuerpo nos recuerda que el Yo no tiene bordes magros, por eso es tan invasivo el Yo ajeno, el Yo que se interpone en las interacciones personales, en las acciones políticas colectivas y en las lecturas sociales. No hay Yo especial y único, siempre es un lugar común. La unicidad, lo extraordinario es el cuerpo.
Aferrarse a la idea de un Yo excepcional y extraordinario es llevar ese Yo hacia la boca y dejarlo siempre ahí, en la punta de la lengua para volcarlo en cuanto podamos hacia las palabras. Y en esa solidificación del Yo, entonces, se hace mensaje, y si se hace mensaje se hace juicio, moral, diccionario, biblia, dogma, etcétera, porque las palabras institucionalizan y normatizan al cuerpo. Por eso caemos una y otra vez en la trampa, y nos hacemos espejo de lo que despreciamos, porque en el fondo ese Yo interpuesto es el Yo también del otro. Lo dicho: no hay Yo extraordinario.
Esta serie de Fernando Vicente explora la guerra en la que entramos con el cuerpo, el clímax cuando se nos hace tempestad, la vanalidad que esconde poner en un altar eso que llaman “amor propio”, ese intento desaforado, infantil, ingenuo de creer que podemos darle voz y pedirle garantías al cuerpo. La vivencia en su más pura expresión. O sea, el cuerpo midiéndonos a nosotros.