#20 — Mi lenguaje tiembla de deseo

Entre nosotros podemos decir que Nikolay Tolmachev (Ucrania, 1993) es una mezcla perfecta de lo que vimos con Blase y Nahuel Vecino.
Partiendo desde ahí, su voz propia se vuelve interesante en el clímax sensorial que alcanza a través de sus acuarelas, en las que siempre encontraremos una percepción melancólica, íntima, aromática y suave, como superficies sin ingenuidad ni inocencia.
Con irreverencia e ironía, Tolmachev explora el deseo y se mueve como pez en el agua entre sus pliegues. Edita las grandes historias mitológicas y juega con la modernidad. Su estética se vuelve fuerte y sensual gracias a la comunión de elementos del Romanticismo y del Renacimiento.
La narrativa que mantiene el ucraniano, que reside en París, es una narrativa absolutamente presente en los cuerpos. La presencia destacada de animales y flores no sólo aporta belleza, profundidad y poética, también hacen a esa narrativa, ya que no aparecen como una armadura, sino como una extensión, en plena vinculación o como reflejo. Lo dicho: los cuerpos, porque no somos tan sólo este cuerpo nuestro que vemos y mostramos, así como tampoco somos el cuerpo que los otros ven ni el que imaginan que somos.
Como quien sabe que todas las historias son de deseo, los protagonistas de Tolmachev habitan e interactúan con sus fantasías y frustraciones, con sus realidades incómodas, no le escapan a ese entramado que nos compone y que a fuerza de vitalidad acontece en el conflicto. Saben que no son -de forma definitiva- eso que les ocurre o escurre.
Lo que irremediablemente me lleva a Barthes para ponerle el moño a este Delivery: “El lenguaje es una piel. Yo froto mi lenguaje contra el otro. Mi lenguaje tiembla de deseo. La emoción proviene de un doble contacto: por una parte, toda una actividad discursiva viene a realzar discretamente, indirectamente, un significado único, que es ‘yo te deseo’, y lo libera, lo alimenta, lo ramifica, lo hace estallar (el lenguaje goza tocándose a sí mismo); por otra parte, envuelvo al otro en mis palabras, lo acaricio, lo mimo, converso acerca de estos mimos, me desvivo por hacer durar el comentario al que someto la relación. Hablar amorosamente es desvivirse sin término, sin crisis; es practicar una relación sin orgasmo. Existe tal vez una forma literaria de este coitus reservatus: el galanteo.
La pulsión del comentario se desplaza, sigue la vía de las sustituciones. En principio, discurro sobre la relación para el otro; pero también puede ser ante el confidente: de tú paso a él. Y después, de él paso a uno: elaboro un discurso abstracto sobre al amor, una filosofía de la cosa, que no sería pues, en suma, más que una palabrería generalizada. Retomando desde allí el camino inverso, se podrá decir que todo propósito que tiene por objeto al amor implica fatalmente una alocución secreta”.
Entonces, hay un otro porque hay un uno. Pero ninguno es uno solo con uno. ¿Quién puede creerse que únicamente es lo que ve de sí mismo, lo que pronuncia sobre sí? O, más aún, ¿quién puede quedarse tranquilo en ello? Entre estas preguntas es que las ilustraciones de Nikolay iluminan y arden por igual.