Andrea Kowch (Detroit, 1986) hace zoom sobre la delgada línea que separa los retratos realistas de los escenarios surrealistas, y los une para exponerlos en una interesante convivencia.
Sus obras son un momento exacto, el momento en el que algo sucede, y sus protagonistas, por lo general mujeres, siempre tienen algo para decir. Y ese es el toque de gracia, el punto destacado de cada una de sus piezas: ¿a quién/es se le revela esa acción, a quién/es se le está diciendo algo?
Bueno, pónganse cómodos porque es a ustedes (y a mí, claro, o sea, a nosotros). Podría decir a los espectadores o a los observantes, pero sería un error; Kowch no nos ve en posición pasiva o distante, ni receptivos ni como un reflejo, al contrario, nos ubica en una misma línea de fuego y nos hace cómplices.
Entre planos y locaciones que acompañan con fuerza, la artista estadounidense logra que los ojos y los cuerpos de sus personajes se llenen de ansiedad, intriga, pánico, cansancio, sentimentalismo, angustia, nostalgia, urgencia, picardía, entusiasmo, cinismo, lo-que-sea.
Una vez que nuestra mirada se posa en sus obras -y la acción se revela y sus protagonistas se pronuncian- el escenario se transforma y ya no tenemos escapatoria: somos parte de la pintura, la pintura se completa, y -como en un relato interminable- esas miradas, esas posturas y esa acción se derrumba. La obra permanece frente a nosotros ya sin su secreto esencial pero, definitivamente, nos empuja a volver a mirarla dejándonos en una nueva posición.
Como describe Banana Yoshimoto en su libro El Lago: “Era un sentimiento muy hermoso, parecido a la tristeza. Se parecía mucho a lo que sientes al descubrir que, visto con una amplia perspectiva, en este mundo no puedes quedarte mucho tiempo como quisieras”. Update: en el mundo del arte tampoco, y muy probablemente en ningún mundo.
#8 — Cuánto tiempo es un segundo
