Todas las fotos son de Denis O’Regan
1/ El principio de UN fin
“If you’re ever sad, just remember the world is 4.543 billion years old and you somehow managed to exist at the same time as David Bowie”, rezaba uno de los tantos tuits virales cuando El Duque Blanco murió. Sonaba hermoso entre tanto desconsuelo, lo que no sabíamos es que ese fallecimiento marcaría el inicio de una maratón de despedidas que, a esta altura, podemos decir que nos vinieron a quebrantar generacionalmente.
Cuando a los pocos meses murió Prince, mi tuit intuitivo e inmediato no fue llorarlo, fue una especie de epifanía: la muerte de Bowie es el principio de un fin. Algo similar pasó con la muerte de Kobe a principios del año 2020, pocos días después del aniversario cuarto de la de Bowie, todos mis tuits se remataban con el peor de los augurios: la forma en la que Mamba muere solo podía funcionar en mi lógica – no lógica como un aviso de algo mayor. A las semanas se oficializaba la expansión del covid, se declaraba pandemia y los que llegábamos a terminar el año lo hacíamos despidiendo a Maradona (y siendo reprimidos, ja).
Hablo de un quebrantamiento generacional y no de la zoncera de “se acabó el siglo XX”. La modernidad tiene pasión por una fórmula que jamás funcionó pero siguen usando: la tele mata al cine, YouTube mata a la tele, el cd mata al vinilo, los streamers al periodismo, etc.
Esa idea de reemplazo es prima hermana de los que leen la historia de la humanidad en una constante trivia de enfrentamiento: quién es mejor que quién, Fulano o Mengano? O peor aún, ese vértigo fálico de salir a medir lo imposible: Fulano vs. Mengano. Se les escapa que esos hombres y mujeres extraordinarios se narran en sucesión, existen unos porque existen los otros. Se hacen unos a otros. No funcionan ni siquiera en un punto y seguido, son un punto y coma desde la comprensión terrenal pero son gotas que salen de una misma fuente si pensamos con ansia divina.
Por eso, nunca no es ridículo ver las respuestas a las preguntas sobre quiénes son los mejores: es una pregunta que se hace pura y exclusivamente para celebrar lo ordinario. En las respuestas vemos que se nombran personas con talentos y capacidades promedio y por lo general, y obviando al esnobismo, sobrevalorados que se balancean en las redes del estúpido y sensual capitalismo con anclajes temporales.
Pero esas redes se cortan, porque nada está creado para permanecer. Lo que marca la diferencia es la forma en la que ese fin acontece. Y una pauta distintiva es, por ejemplo, que los nombres que parecen de otro planeta, según unos, o enviados directos del cielo, según otros, no son reducibles a ser respuesta de ninguna medición, porque viven y se mantienen vivos en la pregunta más abierta de todas: la sucesión de una historia que solo se lee en eternidad. Como Messi (ah, necesitaba nombrarlo ♥) y yo creemos que «toda buena dádiva y todo don perfecto descienden de lo alto», advierto que el tiempo en los cielos es un poco más complejo: “un día es como mil años y mil años, como un día”.
Por eso, hablo de quebrantamiento generacional y sí, amigos con la mitad de su vida en el siglo XX y la otra mitad de sus vidas en este siglo, hablo de nosotros, pero no exclusivamente de nosotros. Todos estos duelos que nos abrumaron desde la muerte de Bowie en adelante vinieron a constituir un lenguaje nuevo como si las nostalgias de época necesitaran golpearse con su banalidad narcisista. Un quebrantamiento generacional y epocal que sacuda los ideales del antropocentrismo al que nos condenamos a vivir queriendo definir todo, un todo compuesto en primera persona que solo reconoce la hora que marca su reloj.
El salmista dice que están contados los días del hombre en la tierra. Y me cuelgo de esa idea para mencionar uno de los absurdos de estos duelos que nos han tocado el alma y no tengo dudas de lo mucho que ha cambiado en nosotros a partir de estas pérdidas: la gran mayoría de nuestros héroes no murió de covid.
Me imagino una pulseada entre Dios y la muerte para que —llegados los conteos finales de esos hombres y mujeres que hicieron temblar los órdenes— sus partidas no fueran bajo la masificación mortal de una pandemia. Tipos y tipas que nos incitaron a creer en lo sobrenatural a través de sus dones también quebrantaron la agenda de la parca, ¿o de la ira de Dios?, con finales que ponen a lucir todas las fallas y la finitud humana. La muerte, en definitiva, en cada uno de esos nombres aparece como acontecimiento revelador.
2/ Hombre Estrella
Mi primer acercamiento a Bowie fue a los 7 años con la película Laberinto. Estaba todo el día en lo de mis abuelos y mi tía adolescente la tenía en un VHS (aún lo conservo). Para que no la molestara ni tocara sus cosas, la película siempre estaba a mano porque sabían que una y otra vez ahí me quedaría frente a la tele repitiendo los diálogos y bailando. El Rey Jareth, con sus movimientos sensuales y su oscurismo a flor de piel, manipulando a la jovencita no tan inocente, me resultaba fascinante.
Los años y las experiencias trajeron lecturas más interesantes de la película, demostrando que en ese juego de muros, escaleras y espejos había mucho más que un Síndrome de Estocolmo, como se la suele reducir. Es que, en verdad, todos somos ella, todos somos él, ellos son uno y el otro. El juego de las fuerzas, quién es víctima de quién y la tensión de la carne todo en un viceversa hasta la locura nos recuerda a los versos sanagustinianos de Pasolini: fui seducido pero porque te permití seducirme. El punto más alto de esta idea lo revela Sarah, que se libera del laberinto diciéndole a los ojos “you have no power over me”. Ese es el sentido más crudo de la cruz: así se ahuyentan los demonios, así se resiste a los narcisistas/narcisismos, así se pone a trabajar a los cielos. Todo lo que sé del amor lo aprendí con Laberinto y habita en esa oración pero, sobre todo, en el gesto de él cuando la escucha.
¿La película hubiese sido tan buena sin Bowie? No existiría tal película sin él, o sí, pero no estaríamos recordándola, probablemente hubiera sido una sucesión de actos fallidos. El Rey Jareth es el aura de Ziggy Stardust realoaded, tomando su cuerpo, es un personaje hecho a medida y agigantado gracias al no pánico de Bowie frente a las pulsiones y la perversión que, en una sola mirada, el tipo hace penetrar.
Por esos años, Soda Stereo sacó Ruido Blanco. Una tarde vi el casete en la casa de mis abuelos (de nuevo, mi tía). Recién ahí pude soltar un poco la película para empezar a escuchar lo que, para mí, era el casete del Rey Jareth. No había manera de entender que ese muchacho era Gustavo Cerati, no había forma. Durante un par de años, esa niña que fui los veía como la misma persona. Llegando a los 10, año 1989, había aprendido a distinguirlos y ya tenía una remera de Bowie y otra de Soda, sabía que uno era El Duque Blanco y el otro era El Amo de la Seducción. Los que disfrutamos en vivo de Gustavo podemos decir que lo hemos visto varias veces celebrándolo con goce y una libido desbordada por la admiración. El clásico era el empalme de “Paseo Inmoral” con “The Jean Genie”. Esa traspolación puede sonar cliché, pero los cliché por algo son cliché, y lo cierto es que cada vez que presenciaba esos homenajes podía creer en la poesía y en esos portales poéticos que se nos abren en lo cotidiano. Podemos decir un surrealismo con buenos resultados.
Entrando en los 90 llegué al Bowie de los 70 empujada por las sugerencias del matrimonio que atendía la disquería del barrio (que ya no existe, hasta donde vi, había ahora una especie de Todo Moda)*. El primero que compré fue Pin ups. Ahí grabó “See Emily Play”, que se convirtió en mi preferida y fue la puerta a Syd Barrett. Hasta ese momento para mí todo lo que era Pink Flyd se limitaba a “The Wall” y a hacerme dormir, al menos ahora podía reivindicar sus comienzos y enamoradísima de Barrett sumaba motivos para odiarlos.
Iba tanto a la disquería a hablar de música y les compraba tantos casetes, incluyendo cumbias, Luis Mi, Ricky Martin y boybands latinas, que para mi cumpleaños de 15 los dueños me regalaron Diamond Dogs. La tarjeta no me deseaba felicidades, decía “¡Estás lista!”.
Pasaron mucho más de diez años para que me chocara con el trip nazi que sedujo y protagonizó Bowie promediando esos tiempos y que podemos estampar en esta declaración: “podría haber sido un Hitler excelente”. El mundo pop irrumpía y los fascismos se repartían como donuts. Esa declaración vale más que mil obras de Warhol (el que configuró, desnudó y venció al siglo XXI, es decir, el pop, sin haber llegado a la orilla, murió en 1987) y Hockney (el que nos mostró el lado B del pop y el destino de todas las soledades profundas entre las multitudes mas eufóricas).
La historia sigue como puede seguir la de cualquiera: lo que escuchamos en la infancia-pre adolescencia como herencia familiar o descubrimiento entre esas cuatro paredes un poco se nos pierde al empezar a balbucear adolescencia-juventud, se nos pierde o cambia de lugar. En mi caso, Bowie cambió de lugar cuando conocí a IKV. Ellos pasaron a ser un wifi directo, antes de que existiera el wifi para este tercermundismo, y ser la señal de conexión con el hip hop y el funk. Y aunque Bowie siempre estuvo y su coqueteo con el hip hop y antirracismo muchas veces fue grato de ver, fue con su último trabajo que me volvió a explotar la cabeza.
Un último trabajo que reconocía como musa absoluta al mesías de este siglo, el anti-pop y anti capitalista por excelencia: Kendrick Lamar. La línea de tiempo con el diario del lunes dice mucho más que eso: el tipo que más transformó todo en el siglo XX se dejaba llevar por la obra del que más transforma todo en este siglo y así, narrarnos su final.
En qué me baso para llamar a Kendrick el anti pop/anti capitalista por excelencia? Me gusta esto de Angela Davis para explicarlo: «A estas alturas, no estoy segura de si es posible eludir completamente las consecuencias del deseo mercantilizado, ya que es esa la naturaleza del deseo contemporáneo; el capitalismo ha invadido hasta tal punto nuestras vidas interiores que nos resulta extremadamente difícil separar capitalismo y deseo. Sin embargo, creo que sigo la tradición filosófica de Marcuse cuando afirmo que deberíamos tratar de desarrollar una conciencia crítica sobre las maneras en que, en parte, estamos implicados en la propia reproducción del capitalismo, a través de la mercantilización de nuestros sentimientos. Es a través de este tipo de reflexiones negativas que podemos empezar a vislumbrar posibilidades de liberación». (Si les interesa más: 1/ la entrevista completa a Angela Davis , 2/ acá sobre cómo el hip hop, a su vez, creó su propia noción de mainstream en esta exacta dirección.)
3/ Blackstar
Con mucho hermetismo, en algún momento del 2015 se anunció que Bowie ya no haría conciertos. Meses después, el 7 de enero de 2016, un día antes de su cumpleaños, salió el video de “Lazarus”. Ahí nos canta “mira acá arriba, estoy en el cielo, seré libre”.
El 8 festejamos sus 69 años con el lanzamiento del álbum. Lo dicho: Blackstar es nacido de esa obra maestra que es To Pimp a Butterfly. Una opera fanoniana que celebra un cambio de era total en términos culturales sin perder de vista que la resistencia deberá ser cada vez más organizada, mayor, lúcida, y siempre buscando un nosotros x sobre la ramificación de yo. El productor Tony Visconti dijo en la Rolling Stone de noviembre que el deseo con Blackstar era evitar el rock en cualquiera de sus formas. En esa búsqueda, empiezan a recurrir a diferentes músicos de jazz del mundo que terminan siendo el puntapié de la experimentación que propone el disco, dándole altísimo protagonismo al saxo y apelando a bases de la música negra, fusión que no pierde de foco la fantasía de lograr una obra de jazz.
La canción que le da nombre al álbum se estrenó a finales del 2015 con un video prácticamente testimonial que hoy hay que tener mucho coraje para verlo, o verlo y dejarse quebrar. Los críticos jazzeros más prestigiosos coincidieron en que los diez minutos de duración del tema eran una “hazaña épica”, una “aventura musical como solo Bowie puede comandar”. La sensibilidad melódica de «Blackstar» (canción, pero aplica al álbum también) le da humanidad a un género que, embelesado por el swing, a veces pierde de vista la sensualidad de los graves y la pulsión que emerge de los matices, sobre todo cuando se hace para satisfacer al mercado blanco, obviando el alma mater que lo coronó como una revelación espiritual.
Todavía teníamos sabor a nuevo en la boca cuando la noticia de su muerte llegó. No habían pasado 48 hs. del lanzamiento, intentábamos atravesar lo que esas siete canciones nos decían, que era mucho de forma sonora pero también visual, con un arte de portada inédito en su trayectoria, y Bowie nos daba el bonus track para comprender lo no visible y esencial de ese disco: su muerte. De nuevo, la muerte como acontecimiento. En este caso, artístico. El hecho inédito de la portada es también una muerte del yo: es el único trabajo suyo en el que no aparece ni hay rastros de él.
Dijimos que el salmista nos advierte que nuestros días están contados incluso desde antes de nacer. Y se ve que Bowie tenía línea directa como el buen tocado que fue y se concentró en la forma de irse sin perder detalle alguno.
Blackstar narra el desenlace de su vida con entereza y belleza profunda, lo hace dándonos toda su autenticidad. No víctima, no paciente, no diagnóstico, no morbo, no espectacularización, no sentido mortal. Simplemente arte, arte, arte. Que es como decir: siembra, siembra, siembra.
Esta última obra hubiese representado otro giro en su carrera, además de ser el disco más pretencioso de sus últimos 30 años, recordando que entre el 2003 y el 2013 se llamó a silencio. Y puede sonar a supuesto pero no, porque el mundo no se privó del giro: el quebrantamiento generacional y epocal también se dio desordenando los sonidos que mandan en el mundo. Sonidos que por más que se quieran gentrificar, resisten y ganan porque quiebran el antropocentrismo no solo de géneros como el rock, sino de la nostalgia de una época que se deleita en la falsa idea de que todo empieza y termina acá, ahora, con sus yo como bandera.
Todos somos mortales, solo que algunos somos mortales por molde y otros tienen que morir para darle lugar a su más grande cosecha, la que sigue narrando esa sucesión que los antropocentristas quieren leer en clave de versus. Escribo pensando en voz alta: estos son nuestros sacrificios para dar paso a las nuevas glorias, porque todas las generaciones y épocas necesitan sus glorias y un mundo de tinieblas como el nuestro no está listo para tanta luz junta y al unísono. Pero solo por ahora.
Una perlita para el final: antes de fallecer, la última cuenta de twitter que siguió Bowie fue @TheTweetOfGod, quien tuiteó “David Bowie fue el Dios que siempre quise ser”.














