Publicada en Estación Libro
“Cuando era joven, la idea de que una chica tuviera una banda y fuera una potencia sobre el escenario ni siquiera existía. Había grandes cantantes y grupos de mujeres, pero no existía precedente para algo como lo mío. Para mí, todo evolucionó de manera orgánica a partir de mi poesía. Tenía demasiada energía para dedicarme a recitar delante del público”, explicó alguna vez Patti Smith sobre aquel comienzo que la corona como la Madre del Punk.
Pasaron muchos años, décadas, y hoy resulta prácticamente imposible hablar sobre ella entre los márgenes de un género de música. Patti Smith concentra el ideario romántico del siglo XX y se hace carne como una tregua espiritual en la desmemoria y la contaminación (des)informativa continúa sobre la que se edifica el nuevo milenio. Podemos hablar de ella como poeta, esa es su propia piedra filosofal y fundacional; de ahí las performances que parieron al punk, y luego la música tomando diversas formas, de ahí la escritura expandiéndose hacia la prosa y la narrativa, de ahí la fotografía, como documentalista y musa, y también las pinturas e ilustraciones. Pareciera, así, que hay muchas Patti, pero en realidad hay una sola: cuando canta fotografía, cuando pinta provoca un poemario, y así se sucede en pleno diálogo de lo que ve, siente y desea expresar.
Es que Patti atraviesa las artes con la libertad y el común acuerdo sagrado de que las artes la atraviesan a ella.
Mientras tanto, nunca duda en levantar su puño combativo en nombre del humanismo, reconociendo en esa gran masa el gran motor de la cultura que su figura cultiva, por ende, las contradicciones se vivencian y no se domestican, ni se autocensuran. Patti Smith es y está, no responde ni se amolda a las demandas o ilusiones que su nombre puede despertar. Estas mínimas anotaciones ya dan cuenta de por qué es esencial abrazar su obra, pero principalmente porque funciona en otro plano llevándonos por los tiempos, absorbiendo las mil y una noche en las que esta Tierra cosechó belleza y sensibilidad, y a su vez, no son más que mil y una manera de honrar las libertades posibles en un mundo que las complejiza cada vez más. Su visión, en definitiva, hace a ese orden natural de las historias, que antes de ser de amor o de guerra, son de deseo.
En Éramos unos niños (Lumen, 2010) nos agarra de la mano y nos lleva hacia su infancia, pero lo hace solamente para que podamos comprender cómo es que llegó a estar en el momento y lugar indicado años más tarde. Cuando la narrativa llega a ese punto, el libro se convierte en una oda al coequiper soñado, Robert Mapplethorpe. Una amistad amorosa que nace en el minuto cero del mundo tal como lo conocimos hasta ahora, un mundo que no permanecerá demasiado tiempo más así, y que nunca más palpitó con tanta fuerza al ritmo de las revoluciones, quizás, porque nunca más las hubo de esa manera. Y esto no es un “todo pasado fue mejor”, pero sí es un todo pasado fue más humano, consecuentemente, más fuego colectivo.
Estas páginas de Smith suelen ser recordadas como una biografía y como un mapa de ese vínculo glorioso y sensual con Robert, una especie en sí misma de bella y bestia, pero en realidad son una biografía y un mapa cultural que, como tal, dan respuestas y herramientas para comprender lo que nos incomoda en la actualidad y cómo podríamos reconfigurarlo empezando por el principio: si nos relacionamos con la historia como si fuera un tabú estamos leyendo mal y ridiculizando el presente, si imaginamos un futuro mejor es porque no reconocemos el pasado como parte de un relato vivo y continuo. Podría ser distinto, pero no lo es, y lo cierto es que el mundo no empezó en el 2000, y entre las cenizas de lo que no fue y en la cima de los templos que sí se levantaron es donde aguardan por nosotros las llaves del nuevo tiempo, un tiempo que pasa para todos y que, también, nos pasa por encima.
En M Train (Lumen, 2016), Patti ya sabe que recorre un tramo final. Nueva York se convierte en un paso más, su corazón late en los rincones y a los márgenes de las grandes ciudades. Esta sí es una biografía y es una biografía íntima, pero no por eso menos representativa. Es una mujer que colecciona kilómetros de vueltas al mundo, cientos de horas de estudio, decenas de grabaciones e incontables encuentros. De cada una de esas estadías, de cada una de esas piezas que componen una anatomía emocional y existencial, se desprenden las ausencias, la nostalgia, y esos desprendimientos implosionan en vacíos, en una solitariedad a habitar desde la perspectiva última. La escritura de Patti en este libro sensible, dulce, triste en su tristeza y gozoso en la gomosidad que la melancolía como refugio implica, se hace fuerte en los detalles mínimos de su cotidianeidad, en su pasión inalterable por los rituales y los hábitos que la conectan con todo aquello que fue, que ya no es o no está, con lo que es y que la preparan para lo inevitable. Mientras nos insiste que las respuestas están en el centro de la creación, su fe toma el suficiente vuelo como para percibirla como una Papisa. Eso sí, mundana, absolutamente mundana, ella y sus fetichismos son su propia religión, y nos la comparte con generosidad y sabiduría.
Mucho antes de estos libros, escribió El mar de coral (Lumen), que recién se publicó en 2012. Robert le pidió antes de morir que cuente la historia que los unió. Ella tardó en hacerlo y dudó una y otra vez, finalmente publica Éramos unos niños, en donde justamente conocemos cómo se va forjando ese culto del que hablamos en el párrafo anterior. Pero cuando la muerte de Mapplethorpe fue un hecho y el dolor la tomó de manera abrumadora, Patti escribió estos poemas dedicados a él que van tan a fondo que transforman, una vez más, la mirada no solo sobre la vida y obra de unos de los hombres más brillantes y atractivos que sacudieron el siglo XX y la pacatería americana, sino del arte todo.
Otro poemario es Tejiendo sueños (2014), poesía escrita con los cincos sentidos de forma refinada para recrear su propio imaginario de infancia. Mientras que en Devoción (2017), la narrativa de Smith ensambla lo onírico con lo real, gira en círculos que atrapan la lectura, y el resultado es una historia que se lee como si se estuviera viendo una película de fantasía. A decir verdad, esto último pasa con ambos libros, editados también por Lumen. Por fuera de su firma, hay dos publicaciones que son imposibles de no nombrar, aunque se alejen de las letras y se vuelquen de lleno a lo visual.
Por un lado tenemos a Patti Smith 1969-1976 (Abrams Image, 2011), el libro de fotografías que le fue tomando durante años otra joven promesa de aquel tiempo, Judy Linn. Un himno a la amistad entre chicas que, mientras estudian y se van conociendo, sus carreras empiezan a marcar cierto potencial, pero ellas siguen en la suya y solo les importa comerse la Nueva York soñada de su juventud. Por otro, esa obra maestra que es Dream of Life, el documental homónimo realizado por Steven Sebring, hecho -perdón el exabrupto pero es más que válido- librazo: a lo largo de las más de cuatrocientas treinta páginas damos una verdadera vuelta por su universo, como si tocar la esencia de alguien fuera posible, este libro nos hace creer que sí, que lo es.
Poetas malditos, tumbas y rosas, mejor aún, cementerios y maratones florales, iglesias abandonadas y magníficas, velas y horizontes, mar y campos de silencios, rayos que no desintegran el sentido y el poder de la acumulación, cámaras de fotos y de grabación, y, sobre todo, palabras cuidadas, ni buenas ni malas, cuidadas, todo esto es Patti, un lenguaje en sí mismo que busca el ejercicio del registro y del diálogo, de la contemplación y del conocimiento donde la Tierra, en definitiva, se hace tan chica como lo que verdaderamente es en una galaxia. Y aunque en algunos de sus escritos lamentó no resucitar a los muertos con su escritura, hace algo aún más fértil y necesario, mantiene vivo los linajes, un punto de resistencia imperceptible -pero vital- en un presente que aglutina narcisismos que no pueden concebir que la historia de los tiempos no comenzó con el primer despertar de cada uno de nosotros. De hecho, si esto fuera así, nos hubiéramos privado de Patti Smith.