Hace unos días David Hockney rompió otro récord. Su obra Retrato de un artista (piscina con dos figuras), de 1972, se vendió por poco más de 90 millones de dólares en una subasta de Christie’s.
Retrato de un artista (piscina con dos figuras) fue un trabajo de dos semanas con jornadas diarias de más de 18 hs. pintando. Es un acrílico sobre lienzo de 2.13 ms. x 3.05 ms.


“En algún momento pensé que era un hedonista. Y hasta pude haberme sentido así, pero cuando miro para atrás me veo una y otra vez trabajando. Es lo que hago todos los días” dice el maestro de 82 años, y no miente, aún hoy sigue pintando y sorprendiendo con técnicas que abrazan todas las herramientas, incluso las tecnológicas.
Nacido en Bradford, en una familia que responde a todas las características típicas de la clase obrera de la zona inglesa, a los 16 años pidió que lo anotaran en la escuela de arte sabiendo los prejuicios que sus padres tenían. “Yo voy a trabajar, usted no se preocupe” le repetía Hockney a su madre mientras ella insistía que todos eran “perezosos, vagos, caprichosos”.
Una vez obtenida la bendición ingresó a la Escuela de Arte de Bradford y cumplió su promesa al pie de la letra dibujando más de 10 horas por día. Más tarde llegarían los tiempos de cursada en el Royal College of Art, de recorrer muestras compulsivamente y de la fascinación con el expresionismo de Francis Bacon. Sin embargo, el gran despertar sucede con una muestra de Stanley Spencer por la manera en la que exponía su homosexualidad sin perder la conciencia estética de su obra. “Eso tengo que hacer”, y este fue el primer redireccionamiento en su carrera, porque el aceptar públicamente su propia sexualidad lo llevó a una nueva visión creativa.
Una de mis anécdotas favoritas del arte le pertenece a él: “Me críe en Bradford y en Hollywood, porque Hollywood estaba al terminar la calle de mi casa, ahí, en el cine. Con mi padre éramos fanáticos de El Gordo y El Flaco, así que íbamos mucho. Yo miraba detenidamente que ellos se vestían con sobretodos o trajes negros, pero lo que más me atraía eran esas fuertes sombras que aparecían en las escenas de exteriores. La presencia de las sombras me llamaban la atención porque en Bradford prácticamente no había, entonces pensaba que, sea donde sea que se filmara eso, era un lugar donde siempre había sol”. Llegaron los años ’60 y Hockney fue en busca de ese sol mudándose a Estados Unidos, residiendo en California y con escapadas constantes a New York.
Solía decir que “Todo lo gay es un poco California”. Sus primeros años californianos, respondiendo a esa década en la que todo estaba aconteciendo y con juventudes deseosas de que todo acontezca, fue el mejor escenario para recibir a un veinteañero con anhelos de explorar su identidad y compartirla. Desde esa ciudad, con el sol y las sombras que toda alma sensible añora para equilibrar la visibilización y el resguardo de su instinto, Hockney veía su nombre trascender mientras construía la ramificación más prestigiosa del pop art.
Convertido en un ícono de las nuevas tendencias, aquellas pinturas reflejaron la vida social que surge como efecto inevitable del clima de la zona, de un paisaje determinado y de una arquitectura a la altura de esas circunstancias. En esa vida social, que no necesariamente genera vínculos, lejos de la superficialidad que a primera vista se le reclama al arte pop, hay omisiones que Hockney sugiere contrastándolas con la fantasía sensual del estado de vacación permanente y burgués. Por lo que, como quien escucha la cinta al revés del casete esperando el mensaje diabólico, sus cuadros dejan sospechar soledades, vacíos, silencios, miradas no correspondidas, ambientes ordenados, como poco vivenciados y con un disfrute obligado, o de inercias. Todo sucediendo en un perfecto marco explosivo de color y goce espontáneo que sublima pero no mata el drama interior, negado o silenciado.
Una vez alcanzado el clímax del arte pop, Hockney fue en busca de un chiche nuevo. Tomó distancia de la pintura y abrazó la fotografía, comenzando así una de sus investigaciones más pretenciosas y, a su vez, arremetiendo con nuevas técnicas de realizado, de impresión y de edición. Agarró las polaroids y rompió todos los esquemas, las ensambló con técnicas de collage y se lanzó a un proceso de experimentación cut-ups. O sea, su trabajo fotógafico se basa en elaborar imágenes que luego desarma y/o une a otras, diferentes o iguales, para generar una pieza alternativa.
Lo que empieza con un sentido artístico, tratando de darle movimiento a una imagen ya tomada y coquetear con la idea de rompecabezas como obra, termina siendo testimonio sobre cómo es posible manipular lo registrado presentando una realidad distinta a la captada. Si a la fotografía como disciplina le costó muchísimo ser tomada en serio por el mundo del arte, lo que hace Hockney es sobrecargarla de importancia y llevarla a otro nivel.
Por ese camino llegamos a su libro El conocimiento secreto, también presentado como documental, en el que intenta demostrar como los grandes pintores entre el siglo XV y finales del XIX utilizaban recursos ópticos prohibidos para sus usos, como la cámara oscura y lentes diversos, entre otros elementos, para captar exacto el realismo que buscaban en sus pinturas o que, en muchas ocasiones, se les exigía por encargo. Lejos de ser meramente crítico y de quedarse en una intención revisionista, con su humor característico y desafiante, Hockney se muestra expectante en su descubrimiento porque “tiempos fabulosos nos esperan si logramos incorporar otras maneras de observar la realidad”.
Hace más de una década que volvió a Inglaterra. Cree que si no se hubiera muerto tanta gente en los ’80 por culpa del SIDA el mundo de hoy sería diferente, más divertido y creativo. Está en pareja con Gregory Evans, con quien trabajó 40 años y fueron amantes más de 10.
Si lo desfragmentamos podemos ver a través de él la historia, la transmutación y la trascendencia del arte del último siglo: emerge desde el expresionismo, en los ’60 fue fundacional con el pop art, promediando los ’70 se empapó de realismo para llegar a los 2000 integrándolo todo y poniéndolo a prueba de las nuevas tecnologías. Y sigue formándose, investigando, pintando y exponiendo.
“El artista vivo más caro” repiten los medios por estos días. El 99% de las notas ignoraron lo sustancial de la existencia de Hockney, tal vez no comprendiendo su importancia histórica ni el legado a futuro, no reconociendo el privilegio de que seamos contemporáneos a él, pero, sobre todo, no reconociendo la realidad en la que se sostiene que alguien pueda acceder a una subasta de estas condiciones y hacer tal desembolso.
Soy de las que creen que Hockney vale tanto que es invaluable, pero, empecemos por el principio: valor no es lo mismo que precio. Los más de 90 millones de dólares traducen en un valor material lo que no terrenaliza el valor cultural en un mundo demasiado atroz en sus desigualdades sociales y demasiado acostumbrado a ellas, tanto como para festejar, incluso sin poder explicar o profundizar el peso de un artista y su obra, no sólo este, sino todos los caprichos de un mercado que -al igual que todos los mercados- goza con obscenidad de su impunidad y ridiculez.