Nacida en el siglo VII a.C., Safo pasó prácticamente toda su vida en la isla griega Lesbos, a excepción de un corto exilio que la llevó a Sicilia. Se cree que su aristocrática familia se vio comprometida en los enfrentamientos de la época. Y con ese mismo tono de certeza esfumada por una reconstrucción a demasiado tiempo de distancia, se estima que fue al regresar a la isla que fundó La Casa de las Musas, un lugar que fue mucho más que el espacio propio en donde se dedicó a la docencia de las artes.
La Casa de las Musas fue un espacio exclusivo para mujeres con deseos de expresarse artísticamente, pero también de encontrarse. Desde ese punto de encuentro, Safo exploró su sensibilidad y la puso a disposición de sus procesos personales, pero también de sus contemporáneas, a las que invitaba a hacer lo mismo. Así, las prácticas de poesía, música, pintura, bordado y danza se volvieron un lenguaje revelador para ellas.
Revelador en el más profundo sentido de la palabra, porque, hasta ese momento, las mujeres accedían a una educación que las contemplaba únicamente como futuras esposas, en consecuencia, solo eran preparadas para cumplir ese rol. La Casa de las Musas rompió el molde y habilitó una nueva noción relacional con el mundo interior y el exterior, con el mundo compartido y los miles de mundos que se pueden descubrir cuando reconocemos el poder de la conversación. En definitiva, son las palabras las que dan vida a lo creado, pero también las que pueden quitar la vida de lo creado.
A través de ese encuentro con las artes, de esa búsqueda expresiva y de esa ritualidad en las que unas y otras revelaban un más allá, muchas se vieron descubriendo la sexualidad, otras reconocieron su sexualidad y de una manera o de otra, todas comenzaron a vivirla con una plenitud que hasta el momento no habían experimentado. Y aunque este suele ser el punto destacado en las biografías o revisiones de Safo, al menos en las más ligeras y/o comerciales, que buscan convertir a La Casa de las Musas en una especie de (literal) logia sexual o refugio lésbico y hacer de esto el gran legado de la poeta, la historia es mucho más trascendental.
Por un lado, me gusta reestructurar el pulso de lo que realmente se movilizaba en La Casa de las Musas con unos versos de la propia Safo, aunque fueran escritos sin este fin, porque ahí, con lúcido goce, pone a danzar a Eros y a Afrodita para que hagan de las suyas, pero también para mostrar sus pulsiones:
“Me parece igual a los dioses
ese hombre que frente a ti
se sienta y escucha atento
tu dulce charla
tu reír adorable — oh, eso pone
alas al corazón por dentro de mi pecho —
pues cuando te miro, un solo instante, ni habla
en mi queda
(…) no: la lengua se rompe y fino
fuego corre bajo mi piel
y no hay vista en los ojos y un redoble
colma los oídos (…)”
Por otro lado, destacar dos cosas. Primero, tomando la radiografía detallista y cuidada que la enorme Anne Carson hace de Safo, besar la verdadera medalla de gloria que cuelga sobre ella: fue la primera en definir a Eros. Y cómo lo hizo! El verdadero quién pudiera.
“Eros — ¡aquí va otra vez! — afloja mis miembros
me lanza a un remolino,
dulce-amargo, imposible de resistir, criatura sigilosa”
Segundo, a la reducción actual de su obra le podemos sumar la regla de oro: nadie verdaderamente genial es profeta en su tierra ni en su tiempo. Por supuesto que La Casa de las Musas generó dolores de cabeza, señalamientos, persecuciones y varios etcéteras de época porque las chicas, de repente, solo querían (yendo del crecimiento artístico al espiritual) divertirse. Pero, así y todo, el impacto es tanto más profundo que el legado de Safo descansa entre los mejores laureles: Platón la catalogó como la décima musa y los antiguos académicos helenísticos de Alejandría la incluyeron entre los nueve poetas mélicos.
Un caso aparte es lo que ocurre con Ovidio, porque al ser tomada por él como una de sus heroínas (Heroidas / Epistulae heroidum), no solamente le otorga popularidad, sino que — partiendo de unos versos escritos por ella — alimenta la leyenda de su final suicida y le da un marco tan verídico que es prácticamente irrefutable.
La leyenda cuenta que Safo, con todo el dolor de un amor no correspondido, representado en el libro por el inatrapable y bravo Faón, receptor de su correspondencia, se arroja al mar desde la roca de Léucade, punto geográfico por excelencia de los que, quemados en el desamor, decidían acabar con su vida. El ideario ovidiano, por un lado, le da redondez al espíritu lírico y potencia al máximo la épica de la famosa roca. Ese final redondo es cien x ciento hijo del romanticismo antiguo, es un final como la época prácticamente lo exigía, sin embargo, en toda la vida y obra conocida de la poeta no hay una oda fatalista ni rasgo alguno que deje estas pistas ni que profetice estas reglas. Por eso, por el otro lado, Ovidio siembra aún más misterio a su alrededor y cosecha una mayor seducción sobre su figura. Y la populariza tanto que la imagen de su suicidio por amor no correspondido fue reinterpretada y multiplicada una y mil veces a través de la pintura de todos los tiempos.
Tal vez, ese borde entre lo acontecido y evocado, entre lo fáctico y lo románticamente posible, encuentra la innecesaria lógica que muchos necesitan para anclar la fantasía a una verdad que no deje finales abiertos. El detalle que alimenta esa corriente de lectura es que Safo es la única heroína real de Ovidio, la única que existió, y con su genio la pone a recorrer el camino inverso de las otras. En él, o a través de él, ella pasa de poetisa a personaje ovidiano, convirtiéndose en una especie de tótem a partir de la comunión de sus partes.
Terminemos hablando de poesía para resaltar *como Dios manda* su modo, tan ajeno a las diferentes reducciones definitorias, a las que ella escapa en su constante interpelación a Eros. Porque la poesía de Safo no es una lírica en primera persona intensa (e intensiva), carece de sonidos caprichosos. Tampoco es una escritura con tristeza de “niña rica” ni una adolescencia tardía que abraza la oscuridad invisible en habitaciones cubiertas de humo. Safo no está sumergida en la sensación de drama, no sucede en el campo del lamento, de quien gime de mil maneras un eterno y narcisista “oh, el mundo contra mí, el mundo no me deja ser”. Safo es y punto. Es y no pide permiso para ser ni para abrirse al diálogo imposible entre lo terrenal y divino. Ahí, quizás, la más notable diferencia entre ellas y las otras poetas suicidas de todos los tiempos.
Ese “es y punto” también nos lo muestra en su poesía, totalmente atravesada por la vivencia que ve a la otredad con su complejidad propia, sin anularla o querer moldearla, como si entendiera en ese guiño su propia libertad, como si en ese dejar ser sucediera su propia habilitación. Lo que, a su vez, es tierra fértil para el acontecimiento de lo sensual. En esa danza, la poetiza invita a una lectura que perfora y reencarna.
“(…) te pido que tomes tu [lira] y cantes sobre [Gongyla] mientras el deseo vuela a tu alrededor otra vez ahora [dèute]
porque su vestido te hizo
perder el aliento en el momento en que lo viste (…)”
Así, podemos decir que su obra ocurre en plena noción de su carne y de su sangre, sabiendo las trampas que trae consigo la banalización del goce, el anhelo de control, pero, sobre todo, reconociendo la fuerza de su vulnerabilidad, la sabiduría que habita en la sensación, con toda la violencia que implica la sensación, tan errante como infalible. Aun cuando la poetisa tiembla, sus palabras suaves tienen firmeza; es que su manera de decir atiende la sonoridad del lenguaje en su máxima expresión, o sea, también atiende el ruido que cada palabra genera en el cuerpo (en el emisor y en el receptor). Logra, entonces, que su armonía musicalice y calle el mundo exterior. Y cuando eso ocurre lo que acontece es pura intimidad.
Los versos que llegan a nuestros tiempos, se cree que no más de seiscientos cincuenta, irrumpen en la exaltación actual con una femineidad exquisita que nos toca a todos desde la universalidad que da el deseo. Es una poesía tan enamorada de las palabras y tan consciente del eco de cada una, del tacto del habla, que advierte en carne propia que el deseo siempre muerde. Y el sabor del mordisco ya lo dijo ella: dulce-amargo.