#57 — Vivir en Esperanza, morir de tristeza

Un poco de historia

Esperanza es la primera colonia agrícola del país, la que inicia, a su vez, un movimiento migrante organizado en torno a las distintas necesidades de la época en determinados puntos geográficos.

Donde hay tierra en potencial, siempre hay un empresario. Así, en 1853, fue fundada mediante un Contrato de Colonización entre el gobernador santafesino Domingo Crespo y Aarón Castellanos, a veces presentado como el colonizador que participó en las luchas por la Independencia a las órdenes de Güemes y otras, justa y meramente, como un empresario. El objetivo oficial (¡ay, agarro mi billetera!) de esta unión de fuerzas era el de promover y desarrollar la agricultura.

Con la ayuda de agentes de viajes europeos en Suiza, Alemania, Francia, Bélgica y Luxemburgo, Castellanos fue reclutando familias. A cada una se le entregaban poco más de treinta hectáreas, un rancho, algunos animales y semillas. Durante cinco años debían entregar un tercio de la cosecha hasta convertirse en propietarios de la tierra.

Las familias llegaban desde Dunkerque a Buenos Aires en barcos veleros. Los viajes duraban aproximadamente cincuenta días y venían en cada uno alrededor de doscientas familias. Los números oficiales cuentan que “desde fines de febrero hasta principios de mayo de 1856, llegaron a Esperanza 191 familias (1167 personas) de las cuales el 52 % eran suizas, 29,3 % alemanas y 13,6 % eran francesas. Un tercio de las familias eran protestantes”. Pero hay más detalles jugosos y claves en la historia: estaban obligados a trabajar la tierra, estaban acá para impulsar la agricultura, pero la gran mayoría de ellos eran artesanos, había herreros y carpinteros, ni hablar de la necesidad de “anidar”, lo que pujaba la necesidad de espacios de encuentro. La fusión de esos dones y emociones permitió no solo que pronto empezaran a fabricar sus propias herramientas y levantar talleres, que fueron el origen de importantes industrias que con el tiempo contribuyeron al desarrollo de la zona y trascendieron a nivel nacional, sino que marcaron el pulso arquitectónico y comercial de acuerdo con las necesidades que iban surgiendo desde lo social y cultural.

Para 1884, Esperanza pasó a tener la categoría de ciudad y fue designada capital del Departamento Las Colonias.

Esperanza y tristeza

Fernando Paillet nació en la Esperanza de 1880, en el corazón de una de las familias suizas fundadoras de la colonia. Desde muy jovencito se vio atraído por la fotografía. Antes de terminar el siglo ya era empleado del Estudio Lutser en Santa Fe Capital, pero para el nuevo milenio sus planes cambiarían. Se compró una cámara Widmayer y regresó con todo a su ciudad natal, la que ya estaba notablemente transformada y eso lo llenaba de vida y propósito: ese sentir que todo está ocurriendo, pero aún hay algo mayor por ocurrir. Los tiempos fértiles dan adrenalina, la fotografía la visión necesaria para tener noción frente al momento histórico, al momento extraordinario.

Paillet estaba enamorado de la idea de compartir lo que sus ojos veían y cómo lo veían. Alguna vez se definió como “un fotógrafo provinciano que documentó la Pampa Gringa”, pero fue mucho más que eso. Obsesivo y detallista, los retratados se quejaban porque podía tenerlos por horas quietos en un mismo sitio buscando la luz perfecta, el gesto menos tosco, el cruce de miradas espiritual más que por la obligación del verse uno con otros, el momento exacto en el que algún ángel le susurre “ahora” y él de flash para corroborar una vez más su pulsión.

El santafesino perseguía amorosa y matemáticamente la escena viviente que construyen las personas en cada sitio. Como anexo a la creencia que la fotografía roba el alma, este legado nos muestra que el alma, en todo caso, también quiere salir en las fotografías y se va del cuerpo para dejarse ver en los detalles que lo rodean, que le dan un marco. La obra de Paillet nos advierte que somos las luces y las sombras del lugar, el punto de pertenencia y de fuga, al unísono. La búsqueda no parece vana ni falsa aún cuando montaba la escena a su antojo: el inmigrante y su yo en construcción perpetua necesitan ese marco. Un marco que siempre los lleve hacia otro y otros. El alma, entonces, sale del cuerpo para ver desde arriba sus raíces rotas volviendo a intentarlo.

Abrió su propio estudio a principios del siglo XX en Esperanza. No quedó ningún rincón de la flamante ciudad sin ser capturado por él. Pero su mayor tesoro no está en esas familias enteras retratadas en sus casas, las que luego ostentaban haber posado frente al gran fotógrafo gran, ni siquiera está en cómo cada uno de esos registros van dando nota del devenir de la colonia en ciudad, más aún, en una ciudad realmente rica en expresión cultural y visiblemente hermosa. Paillet va más allá de cómo los ranchos se vuelven casonas, de cómo las distancias se acortan en el emerger de los circuitos comerciales. No hay en Latinoamérica un registro de aquella época tal cómo el que hizo él, no solo mostrando la vida in situ de los pequeños negocios donde lo social acontecía, sino que celebrando a los hombres y mujeres que obraban en y por el desarrollo de Esperanza, en y por esa danza de almas enraizadas en un no lugar propio.

Pero como también sabemos que toda época dorada se apaga, él abrazó con el mismo frenesí la meseta y el ocaso de su tierra. Como si en ese abrazo profetizara su destino y se abrazara a él mismo: el que fue, el que era al momento y el que sería sobre el final, cuando ya nadie lo reconocería debajo de toda la tristeza que lo aplastaba.

Después de décadas dedicadas a registrar la colonia-ciudad y armar colecciones perfectamente organizadas que compusieron un tesoro patrimonial, en 1948 lo convocaron para formar el Museo Histórico de Esperanza y el Museo de Bellas Artes con obras de artistas locales. Inició la tarea junto a su sobrino, Rogelio Imhof, con la fuerza de quien se preparó toda la vida para este momento. Pero al poco tiempo le informaron que no iba a ser posible continuar con el proyecto. En esa negativa empezó a morir.

Paillet quemó más del 80% de su trabajo y pidió que ni cuando muriese difundieran lo que su familia llegó a rescatar. Cerró el estudio y poco a poco fue perdiendo todo hasta quedar sumergido en la más solitaria pobreza. Se terminó mudando a una pieza que alquilaba. Pasaba de visita por los pocos lugares que lo recibían, los únicos que respondían con paciencia a una sordera que lo empezó atacar y aislaba aún más. Su nombre y su figura se fue volviendo fantasmal, como los espacios que había fotografiado con gloria y en la nueva época empezaban a cerrar.

Las nuevas generaciones ya empezaban a tener una relación diferente con la ciudad y la historia familiar, migrante y colonizadora quedaba demasiado lejos. La colonia ejemplar caía en el capricho inevitable de la contemporaneidad y de un nuevo mundo. Cuando un impulso de bienestar lo empujaba a salir al sol y vender alguna de las obras que le habían quedado, obras que clientes jamás habían ido a retirar, le cerraban la puerta en la cara. Cuentan que algunas noches se lo veía en la vieja confitería con un vaso de leche caliente y un plato de maní.

Unos chicos espiando por la ventana de la pieza que alquilaba lo vieron tirado en el piso. Fernando Paillet había muerto de tristeza. Recién hace unos años atrás nuestro país empezó a pagar la deuda con él y a reconocerlo como uno de los padres de la fotografía argentina, además de un vértice fundamental en la documentación y narrativa histórica. En ese recuperar su nombre también se empezaron a exaltar sus otras facetas: pintor, poeta, autor de obras de teatro y músico. Queda mucho trabajo por hacer, sigue siendo un misterio la totalidad de lo que se pudo rescatar, cada tanto aparecen nuevos negativos y desde hace un buen tiempo son varias las fundaciones y organizaciones que pelean por la restauración de su trabajo. Algo similar ocurre con quienes le abrieron el camino a Paillet, también desde estos lares litoraleños: Ernesto Schlie, con una obra fotográfica muy marcada por el propósito histórico, y Pedro Tappa, un inmigrante italiano dueño de la primera retratería del litoral en Santa Fe.