Barbara Peacock aparece en la memoria de todos los que la conocen siempre con su cámara. La cámara fue, en cierta forma, la primera extensión de su cuerpo dialogando con el mundo. Mientras su madre pintaba, siempre en un mismo rincón de la casa, al lado de una ventana que dejaba ingresar la mejor luz, la niña se entretenía explorando el objeto que luego se convertiría en su forma de ver, pero principalmente en su manera de habitar Estados Unidos y comprender lo que a primera impresión y desde temprana edad le fue llamando la atención.
Oriunda de Waltham (Massachusetts), observadora e intuitiva, la acumulación de imágenes de alto contraste comenzaron a interpelar su lugar y su propia capacidad de acción frente a esos escenarios.
La fotografía no es fotografía si no hay detrás una capacidad de asimilación visual, por eso no alcanza ni una buena cámara ni una toma perfecta, no alcanza la excelencia técnica ni el mejor paisaje ni estar justo frente a la situación más “fotografiable” del mundo para que la foto provoque en el que la vea una invitación a la lectura, no sin antes haber provocado un instant crush. En tiempos en donde todos andamos más o menos “armados” para la captura y envueltos prácticamente sin elección en un amateurismo fotográfico, la buena fotografía está ahí para recordarnos esa sutileza distintiva: su arte está en ofrecer una lectura, su poder está en la profanación literaria, la fotografía nos hace mejores lectores.
Peacock reconoce cierto alcance de madurez, un valor no artístico en sí mismo pero definitivamente una fuerza de dirección, cuando decidió volcarse al fotoperiodismo, esa actividad que nunca es gris porque es tierra siempre fértil.
El fotoperiodismo, en todas sus variantes, es el clímax del poder lector fotográfico, es donde mejor se ve lo inevitable de la transformación cultural que implica disparar: el observador se hace cargo de su lugar de testigo y con su registro formaliza su testimonio. Por eso es el tipo de foto más exigente, le recuerda tanto a fotógrafos como espectadores que no toda observación es activa. La observación, como toda lectura, se construye, es un acto de revelación procesado y trabajado.
HomeTown fue uno de los primeros ensayos que Barbara llevó adelante con un alto reconocimiento. Durante 30 años fotografió su pueblo y logró hacer un trabajo histórico sin precedente, sobre todo porque se concentró en las personas y cómo fue cambiando la manera de habitarse no solo los espacios públicos, también los privados. En todo ese tiempo fueron dejando de existir lugares, calles cambiaron de nombres, hubo duelos, algunos colectivos, hubo victorias y desaires políticos. Diferentes marcas sociales y tecnológicas que en la rutina se normalizan y que en su totalidad muestran la modificación de las identidades culturales.
Después de este proyecto salió a las rutas y se llevó con ella toda la atención que había despertado por HomeTown, la que fue creciendo cuando puso el ojo en un lugar silenciado: las casas sin los hijos, a veces con nietos, a veces con matrimonios consolidados y otras en profunda soledad o en un vaivén forzado. De ser padres criando y necesitados a ser padres que esperan la visita, la llamada. El famoso “nido vacío” que no está vacío, y en aquellas fotografías ella exponía que solo darle entidad a esa ausencia ya era un relleno, incierto y quizás errado, pero que ocupaba la posibilidad de buscar otra vida. El vacío, en realidad, es para algunos, para esos que no tienen la posibilidad de edificar una nueva vida adulta lejos de esas habitaciones que quedaron vacías.
De ahí se desprende el ensayo American Bedroom, el elegido de este Delivery. Una antropología repleta de señales, de data, de identidades y representaciones.
En American Bedroom aparece de nuevo la soledad y sus tantas formas. El deseo de la soledad, el deseo del tiempo que se escurre. Pero los deseos sabemos que se ajustan a nuestras posiciones sociales. Esta serie también habla de cierto sentido de la desprotección: el “dormitorio” que se improvisa desde el no hogar, en la calle, donde dormir funciona como un entregarse, como un acto de confianza hacia un posible despertar. Y despertar para qué? Porque en definitiva en todos los dormitorios ocurre una rendición pero no frente al mismo miedo.
Entregarse a los sueños es rendirse a la información guardada que nos vuelve a buscar y nos deja frente a la desnudez no visible, no carnal. Hay una intimidad en tiempos modernos que se presenta como una boca de lobo, pero es justamente esa boca de lobo la que nos puede salvar: domar a la bestia, desafilar sus dientes y descansar en su fuerza envolvente, he ahí la intimidad que nos acaricia y nos deja acariciar alguna idea de libertad de ser y/o no ser.
American Bedroom, más allá de su literalidad a primera vista y del enriquecimiento metafórico cuando nos detenemos en cada imagen, es también una puesta en valor subyacente a nuestra realidad hoy. El deseo no es ni infinito ni democrático, no hay una igualdad posible en el deseo, el deseo está configurado por los escenarios. En tiempos de confinamiento aparecen los temas de raza y clase banalizados en generalizaciones ofensivas, que criminalizan porque no lentamente se fue moralizando la idea del “quedarse en casa”. La moralización nunca no está pecando de ignorancias varias, pero en este caso los pecados son varios en un escenario incierto, sin pactos sociales a la altura ni actualizados.
De todas las construcciones que nos permite explorar esta serie de fotografías, y ya para terminar, me quedo entonces con cómo plasma las mil y una caras que tienen los “adentro” y “afuera”, lo que advierte que la idea de refugio y salvación también es una construcción, y la mayoría de las veces ocurre sin poder de elección. Mejor dicho, la mayoría de las veces ocurre sin el privilegio de permitirse creer que lo que somos y donde estamos es producto de nuestras elecciones.
#49 — De construcciones
