Para Estación Libro
“Trabajar es levantarme siempre a medianoche, escribir hasta las ocho, desayunar en un cuarto de hora, trabajar hasta las cinco de la tarde, cenar, acostarme y recomenzar al día siguiente”. La descripción de esta rutina pertenece a Honoré de Balzac, quien en su Tratado sobre los excitantes modernos nos daría la clave para poder sostenerla: litros y litros de café, hechos en tiempo y forma según las propias necesidades físicas e intelectuales, porque “en cuanto se lo toma, todo se despierta. Las ideas se agitan como batallones del Gran Ejército en el campo de batalla, y la batalla tiene lugar. Los recuerdos acuden a paso de combate, con las banderas desplegadas. La caballería ligera de las comparaciones se despliega con un magnífico galope. Las figuras se levantan, el papel se cubre de tinta porque la vigilia comienza y termina con torrentes de agua negra, como la batalla se tiñe con la negra pólvora”.
Hablando de esto mismo, en El último dinosaurio (Gallo Nero, 2013), Hunter S. Thompson nos dice que no todo es un campo de batalla. La rutina del padre del periodismo gonzo comenzaba a las 15, cuando se despertaba, y se extendía hasta las 8 de la mañana del día después; el sostén a estas jornadas extra large también eran las adicciones, pero, en este caso, al whisky, la cocaína y el ácido, cada tanto algún café, un almuerzo cargado de comida chatarra cerca de las 19 horas, “luego de ver el atardecer”, y recién a la medianoche comenzar a escribir (sin dejar de potenciar los consumos de todo lo ya citado, e incluso ampliarlo a otras sustancias, bebidas y hábitos).
En cambio, para Henry Miller no solo que el orden es imprescindible, sino que todo puede esperar, salvo la escritura, pero para que funcione también es necesario “mantenerse humano, por lo que hay que hacerse un tiempo para estar con la gente, beber una copa si lo deseas, ir a los cines”. Lo más interesante de Miller es que marca las líneas delgadas de cada una las definiciones que toma para encarar su labor, ese instante en el que lo saludable y eficaz se vuelve tortuoso y nocivo, por lo que la exigencia real es mantenerse presente. El ejemplo más claro es cuando aconseja no volverse un “caballo de carga”, pero advierte que esa no es una excusa para abandonar si algo no viene saliendo como uno esperaba, más bien, lo contrario, “corrige, reordena títulos, reescribe, si no hay inspiración que haya trabajo”. Esto último podría comulgar muy bien con lo que aconsejaba Kerouac para lograr su característica prosa espontánea: “Hay que tener cuadernos secretos, llenarlos de garabatos, y escribir salvajemente en la máquina de escribir, hacer esto solo por gusto propio”.
Sabemos que el dolor es intransferible, así también como el goce. En realidad, lo intransferible es el cuerpo, esa estructura de carne que se aviva, enciende, tensiona y corrompe a fuerza de nuestro intelecto y emotividad. En definitiva, lo intransferible es la experiencia en cualquiera de sus formas. Por más que alguien puede intentar hacerlo, lo que es imposible es tomarla: siempre será un traje hecho a medida de otro, aunque a simple vista nos quede bien y lo sintamos cómodos. Está claro que todos sabemos de esa intransferibilidad, pero aún así, son muchos los escritores que dejaron plasmadas sus formas y rituales, algunos de manera narrativa y otros directamente como consejos o guías para que el enfrentarse con la hoja en blanco no sea tan dramático. Permítanme compartirles la teoría de que estos escritos no son más que un intento catártico, un alarido de ayuda, una nota mental, un clímax, una explosión de regodeo frente a lo realizado para no resignarse, para recordar ese momento de ahogo o desahogo es tan genuino como efímero, porque siempre pasa, y volverá a suceder una y otra vez, aunque nunca será igual.
Con esto quiero decir que no están escribiéndolos para nosotros, sino para ellos mismos. Por otro lado, sin querer pecar de spoilers, la hoja en blanco siempre será dramática, pero como nada sucede sin una sombra, ese “drama” también viene con su propio lado B, el goce. Por supuesto que esto aplica perfectamente a la inversa y será una constante intercalación.
Escribir es un acto tan carnal, al menos si se hace desde un lugar no especulatorio, que Marguerite Duras publicó un libro que se llama así, Escribir (Tusquets Editores, 1993), en el que cada palabra se vuelca con un peso que nos devora. Con una voz narrativa que suena cruda, profundamente íntima y abismal, la autora no revela ningún misterio más allá del tormento que es la situación procesal del acto creativo, reflexivo, curioso, en sí, revelador, pero no para el futuro lector, porque en esa instancia lo escrito ya no es uno, sino en ese “durante” en el cual uno cambia la piel a medida que avanza por sus páginas. Pues toda experiencia implica un movimiento, y ese movimiento -que siempre mantiene un equilibrio de avance y distanciamiento- transforma, por lo tanto, algo se pierde. En este caso, nobleza obliga con Kerouac -quien encendía una vela, rezaba y luego recién escribía- vale citar uno de sus consejos, “acepta la pérdida para siempre”.
Y Duras la acepta: “Alrededor de la persona que escribe libros siempre debe haber una separación de los demás. Es una soledad. Es la soledad del autor, la del escribir. Para empezar, uno se pregunta qué es ese silencio que lo rodea. Y prácticamente a cada paso que se da en una casa y a todas horas del día, bajo todas las luces, ya sean del exterior o de las lámparas encendidas durante el día. Esta soledad real del cuerpo se convierte en la, inviolable, del escribir”, explica filosamente, y va un poco más allá de lo visible, ahí donde el silencio es mudo, “Un escritor es algo extraño. Es una contradicción y también un sinsentido. Escribir también es no hablar. Es callarse. Es aullar sin ruido. (…) Porque un libro es lo desconocido, es la noche, es cerrado, eso es. El libro avanza, crece, avanza en las direcciones que creíamos haber explorado, avanza hacia su propio destino y el de su autor (…) Un libro abierto también es la noche”.
Una buena forma de emancipación creativa sería, finalmente y permitiéndonos el parafraseo, “haz lo que yo hago” (escribir) “pero no lo que yo digo” (el modo), porque también nos liberaría de otros de los motes más invasivos, que aunque suenen informal, en tiempos moralizantes suele usarse a favor de los aparatos censores, que es “no hacerle al otro lo que no le gusta a uno”, como si los límites del goce y del dolor fueran los mismos para todos, como si la imaginación fuera un efecto mántrico. En todo caso, para eso está la hoja en blanco siendo uno con el cuerpo, para descubrir y expandir esos límites, una hoja que incluso cuando está completa, perdida entre otras tantas páginas ya bien escritas y trabajadas, sigue invitándonos a que nos banquemos la incomodidad de enfrentarla en plena conciencia de que expresarse es siempre otra experiencia por sí misma, y que no es ni más ni menos, que conocernos a puro golpe y caricia con la pulsión.
Y sobre esto también escribió Marguerite: “Escribir a pesar de todo pese a la desesperación. No: con la desesperación. Qué desesperación, no sé su nombre. Escribir junto a lo que precede al escrito es siempre estropearlo. Y sin embargo hay que aceptarlo: estropear el fallo es volver sobre otro libro, un posible otro de ese mismo libro”.