El 8 de diciembre de 1922, en Berlín, nacía Lucian Freud. Diez años después, huyendo de la Alemania nazi, llegaba a Londres para quedarse habiendo recibido su nacionalidad antes de finalizada la década del ’30.
De formación clásica y con ciertas influencias del arte alemán, en gran medida herencia de su padre, el arquitecto Ernst, Lucian se convirtió en uno de los máximos exponentes artísticos contemporáneos lejos de su país natal.
Junto a Francis Bacon y Frank Auerbach marcaron un hito artístico como las caras visibles de ese movimiento llamado Escuela de Londres que, por fuera de cualquier institucionalidad o formalidad, respondió a una necesidad puntual y desesperada de la época. La Escuela de Londres forzó un espacio creativo que al surrealismo no le interesaba y, frente a ese nuevo mundo posguerra, se demandaba y no daba respuesta. Así, diferentes artistas con el corazón roto por ver que el arte surreal nunca terminaba de terrenalizar y reflejar el vacío espiritual que dominaba, salieron a plasmar la desazón de aquellos años brutales llevando al arte figurativo a un nuevo nivel.
Lucian Freud fue un reinventor de la pintura figurativa y explorador salvaje de cada una de sus posibilidades, “quiero que mi pintura funcione como carne. Para mí, la pintura es la persona que ejerce sobre mí un idéntico efecto que la carne”; estaba obsesionado por el expresionismo y la belleza natural en sus reflejos más amplios, por eso encaraba sus obras como un escultor, “pinto gente no por lo que quisieran ser sino por lo que son”.
Siendo un gran lector de la metamorfosis cotidiana, de cómo los físicos y los ambientes se retroalimentan en la presencia o ausencia de los cuerpos, en las posturas y en las acciones, Lucian se dedicó principalmente a pintar retratos y escenas que, gracias a su trazo agresivo, no escatimaron texturas ni atmósferas de intimidad. Diferenciándose de sus colegas de época, más enfocados en mundos exteriores, la pintura que él nos brinda es puertas adentro, potenciando lo privado como motor supremo de inspiración.
En cada uno de sus cuadros hay algo vivo que nos magnetiza, que nos llama, que arde en tiempo presente y que nos permite vivenciar esa pintura como un lugar conocido. Sus retratos ofrecen todas las capas posibles de lo que implica una desnudez, la concreta y la apertura a ese “minimundo” que tiene tanto protagonismo como el retrato en sí. A sus figuras les sucede algo, no están pasivas, están enmarcadas en situaciones simples, en esa naturalizada manera de habitarnos a nosotros mismos y a nuestros espacios. De ahí es que sus cuadros nos dan una cátedra sobre las superficies de placer que en nuestra rutina nos salvan de toda la ordinariez de lo habitual. La clave en esos cuadros está en rescatar la erotización subliminal de lo periódico, de lo que quema, el instante expectante a que algo suceda (hasta que nos damos cuenta de que ya está sucediendo). En todas sus pinturas hay desnudez, incluso en los retratos vestidos, y eso, tal vez, trascendiendo la técnica, sea el mayor talento de Lucian, captar la expresión viva de la intimidad y descifrar lo erógeno en lo común.
El peso de su apellido, seis mujeres reconocidas con las que tuvo catorce hijos, las idas y vueltas con diferentes amantes, su fanatismo por las apuestas a caballos, la pasión por pintar desnudas a sus hijas, entre otras tantas, son algunas de las noticias que atentaban contra su contradictorio deseo de tranquilidad y lo llevaban a lidiar con repudios y persecuciones bajo la acusación de “libertino”. Pero esa búsqueda de la calma no era casual, tenía una obsesión con la disciplina, no quería que nada la alterara.
Trabajaba en dos sesiones diarias de cinco horas, pudiéndolas extender en los casos que lo creyera necesario, y lo hacía los siete días de la semana. La mayoría de los que posaban para él, a pesar del amor y respeto que le tenían, hablaban de la tortura que significaba cada jornada, aunque también sabían que se compensaba con el carisma y la hipersensibilidad creativa que Freud tenía y con el trabajo final.
Increíblemente una de sus obras de más alto valor fue el retrato de tamaño real que le hizo a la modelo Kate Moss. El cuadro fue vendido mientras él aun vivía a 5.9 millones de euros. En la pintura la vemos a ella desnuda de cuerpo entero y recostada, apenas asomando el redondeo de su vientre atravesando los primeros meses de su embarazo. Las sesiones fueron durante un año en jornadas nocturnas y se llevaron adelante en la casa del pintor. Freud se jactaba de no querer pintar modelos porque eran cuerpos demasiado vistos por todos, tal vez por eso no asombran sus declaraciones posteriores: “No funcionó el retrato a Kate, no puedo explicar la razón, es como preguntarle a un futbolista por qué no marcó ningún gol, pero sé que algo ahí no está bien”.
Esta excepción nació por pedido de la propia Moss, quien no se cansó por esos años de declarar que él era el único artista al que le interesaría conocer. Llegada la intervención de Bella Freud, la hija diseñadora del pintor, se conocieron entre el 2001 y el 2002. De esos encuentros no quedó solamente el retrato: “Lucian me habló sobre su época en la marina, me contó que solía hacer tatuajes a los marineros y me dijo que podía hacer uno para mí. Me preguntó que quería, que elija una especie del reino animal”. Desde ese momento la modelo luce dos pájaros de Freud en su cuerpo que la han llevado a decir en varias notas “soy pieza de colección”.
Lucian falleció el 20 de julio de 2011 en Londres. Pintó, jugó a la seducción, profundizó su espíritu avasallante y su salvajismo irrenunciable hasta último momento. “El artista tiene que incomodar a la humanidad”, repetía. Y así de incómodo es recordado, tanto desde el amor y respeto de quienes lo adoramos como desde el pudor inútil de quienes, en vez de disfrutar a uno de los artistas más grandiosos de todos los tiempos, se escandalizaron con su ser indomable, rompedor de mandatos y amante de la carne.
#36 — Carne
