Tesoros negros

Para Estación Libro

Hay librerías que buscan ser mucho más que un local comercial y se dedican a honrar tradiciones pensando, también, en la huella que ellas mismas dejarán. Y de eso se tratan estas librerías dedicadas a la cultura negra, pero que nos invitan a todos.

En 1933, bordeando sus 40 años, Lewis H. Michaux abría en un pequeño local de Harlem una librería que, según sus propias palabras a las que ninguno de los grandes referentes afrodescendientes se animó a contradecir, se convirtió con el tiempo en “la mayor colección de libros de temática negra del mundo”. Escritor, activista por los derechos civiles y humanos, su proyecto se volvió tan sustancial que era cita obligada para nombres como Malcolm X o Muhammad Ali.

“Cuando empecé dormía en el sótano y ganaba 1,25 dólares por día”, contaba en 1973, justo un año antes de dejar la librería y tres años antes de morir, para las cámaras de unos documentalistas suecos que registraron el desarrollo del Black Power en todo su esplendor. De esas filmaciones informales resulta el documental Black Power Mixtape 1967-1975, en el que Michaux reflexiona -partiendo del concepto filosófico del “Black is Beautiful”- que sí, que lo negro es hermoso, pero que el verdadero poder es el conocimiento.

En African National Memorial Bookstore había libros, pero también había charlas y debates organizados para ir pensando la coyuntura, e incluso se hacían lecturas para quienes no podían comprar los libros, aunque habitualmente, también, se dejaban ejemplares disponibles para que sean leídos en el local. La condición inexorable de todos los que pasaban por la puerta era no evadir la conversación, el compartir ideas y las visiones respecto a lo leído e intentar actualizarlo con el panorama del momento. Puede parecer disciplinario, pero era exactamente todo lo contrario, ese circuito se fue dando de forma natural, lo marcó la necesidad de que un espacio así existiera y para la comunidad negra, y me atrevo a decir latina, el paso por lo de Lewis cobraba impronta de ritual, tradicionalismo y fraternidad. Para más, los mejores sonidos negros nunca dejaban de musicalizar las jornadas.

“Pipi Calzaslargas”, respondió Michelle Obama cuando le preguntaron sobre su personaje favorito. “Para muchos puede ser extraño que una colorada y pecosa sea la referencia de mi infancia siendo yo una niña negra del sur de Chicago, pero en ese momento no había personajes parecidos a mí”, explicó sobre su elección. Este escenario que plantea esconde la clave en el “parecidos a mí”, y atraviesa varias capas de lo complejo que es la ausencia de referencialidad como la referencialidad ficticia. Porque si bien es cierto que había pocas personas y personajes afrodescendientes en libros y revistas, y en medios en general, los que aparecían también estaban alejados de la realidad, o sea que ese punto referencial para las comunidades, podemos incluir a las latinas, aparecía desde el racismo (a partir de visiones caricaturescas, criminalizadoras, y demás), desde la condescendencia (que es otra cara del discriminar), como también desde la hegemonía propia de la estética y visual. Por lo que todos los niños y adolescentes que no tuvieran la suerte de tener en sus casas grandes bibliotecas, quedaban limitados a ese vacío, con lo dramática que es la sensación de “no pertenencia”, y a un saber generalizado a través de manuales; siendo ese “generalizado”, ni más ni menos, que un lavado a la identidad propia, una forma de anular, incluso, el deseo de la pregunta, el de entender por qué no hay en libros gente “como yo”.

Estamos hablando de los tiempos en los que la segregación racial era brutal y los programas educativos ignoraban la historia africana y afrodescendiente, aún más que en la actualidad. Es por eso por lo que librerías como las de Michaux se vuelven sagradas.

Suele haber alrededor de los libros y de la lectura un halo de devoción que, sin distinguir pliegues y sobrevolando los tantos sentidos de la banalidad, convierten al objeto y a la experiencia lectora en una acción rebelde, de liberación y profundidad por el sencillo acto de existir. Pero, por lo general, la ecuación funciona al revés: cuanto más se lee, cuanto más cuerpo se le da a esa lectura -o sea, cuanto más corremos del medio nuestra perspectiva de la vida, del mundo, del autor y de la obra permitiéndonos quedar a solas con el libro- es en ese acto que uno palpita un desencadenamiento que lejos de liberar complejiza la libertad, porque nos complejiza a nosotros, lectores y ciudadanos, en el mundo frente a sus reglas. La experiencia lectora, en definitiva, nos desencadena de lo que éramos hasta llegar a ese momento para encadenarnos a lo que vamos a ser a partir de ahora.

Un libro por sí solo no te hace libre, ni una lectura en sí te aporta lucidez. Y estará quien piense que dependerá de los contenidos, autores, géneros. Pero, sobre todo, dependerá de qué tanto uno se deja incomodar frente a lo que lee sabiendo que por fuera de ese goce y ese placer lector hay un costo: el de saber, el de ya no ser indiferentes a una nueva forma de interpretar determinados escenarios. Si después de las lecturas nuestros pensamientos siguen intactos, el libro pasó sin pena ni gloria por más que nos haya gustado. Y cuando hablo de una mutación me refiero a todos los estados posibles: el de la reafirmación aportando una nueva mirada y énfasis, el de la duda, que nos abre paso a un proceso de exploración y reflexión, o el de moverse del lugar conocido, en definitiva, el de dejarse abismar por la contradicción interior frente al nuevo saber.

A todo esto se refería Michaux cuando hablaba de poder y conocimiento, y desde ahí gestionaba su templo. Sabiendo él, justamente, lo que los libros siempre significaron para su comunidad, a la que preferían analfabeta y desraizada, un grito de determinación, por ende, una forma de avanzar hacia un futuro con las libertades básicas garantizadas, esto significa libertades sociales, culturales y políticas.

Hace unos días apareció en The New York Times una entrevista a Rosa Duffy, una artista visual de 28 años a la que se le presentó la oportunidad de su vida: abrir su propia librería en Atlanta.

For Keeps queda sobre Auburn Avenue, una de las zonas que, para la comunidad negra y latina, desde el vamos, ya les toca el corazón porque ahí supo funcionar la Black Mecca, el centro comercial por excelencia de la ciudad. Por lo que vaya justicia poética el hecho de que una librería que intenta replicar el modelo de Michaux quede en uno de los puntos más tradicionales de la zona, que, además, resiste al paso del tiempo y al desfasaje socioeconómico urbano a contrarreloj. Lo cual ir a For Keeps es un volver a las raíces desde muchos aspectos posibles. Y su dueña lo sabe.

Con un sentido total de la estética, el Instagram de la librería parece un libro de arte en sí mismo. Las fotografías repiten la fórmula: el ejemplar en un plano medio dejando asomar por debajo el piso con baldosas negras y blancas, como una tabla del juego Damas. En el medio del local, que luce ladrillos gastados y bibliotecas industriales, hay una mesa redonda cubierta de gemas negras, libros y revistas que hicieron historia y que hoy marcan el presente, disponibles para la lectura, no así para la venta.

Rosa Duffy, desde muy chica soñó con crecer en un mundo relacionado al editorial, y su arte, de hecho, también se sumerge en esos pliegues. Hija de una familia que estuvo a un grado de separación de Martin Luther King, podemos decir que tuvo herramientas cercanas para que su conciencia cultural, de la mano de su propia composición de identidad, no tenga que lanzarse a una odisea en busca de estas herramientas fundamentales para la formación humana, o sea, para invitarnos a crecer como sujetos sociales y políticos que somos. Y hoy, todo ese caudal atesorando lo invierte en su propio proyecto que es, palabras más, palabras menos, mantener vivo el conocimiento que nos libera para incomodar.