#31 — Voz propia

Corría el año 1977, ocho años después de haber llegado a California, cuando Jim Jocoy (Corea del Sur, 1952) decidió dejar de estudiar, agarrar una cámara y salir a recorrer San Francisco. Extremadamente tímido, solitario y aburrido, recuerda que “necesitaba hacer algo para matar el tiempo, no tenía ninguna pasión ni ningún talento, no sabía cómo comunicarme con el mundo exterior”.
“En la Bahía siempre están pasando cosas, incluso antes de que esas cosas tengan nombre o se reconozcan formalmente”, recuerda, y aunque se refería particularme a la palpitante escena del punk westero, la que lo adoptó como uno de sus fotógrafos más mimados, también podría ser una visión autobiográfica, “en ese andar empecé a conocerme, y sí, al final sí tenía una pasión, y esa ansiedad que me generaban ciertas personas o situaciones era, en realidad, una atracción. Casualmente, todas esas personas y situaciones que me atraían estaban haciendo de este mundo un lugar mas interesante, y yo empecé a fotografiarlos desesperadamente, porque esos sujetos estaban desbordados de creatividad y de necesidades expresivas de las más diversas: sus ropas, pelos, poesías, música, sus bailes. Empecé a sacarles fotos para poder comunicarme con ellos desde el lugar en el que había logrado sentirme bien, atrás de la cámara, pero también para guardar el arte que representaban ellos para mí, no quería perder esa sensación”.
Esa desesperación con la que Jocoy fotografió a los punks del oeste es una gran marca que atraviesa su obra, una obra que seduce porque es bruta, sin especulación, poderosamente humana y, aunque la libertad sea pura subjetividad en lo personal y un hecho político en lo colectivo, podemos decir que -en su forma de mirar y capturar- hay un ideario noble de lo que es el sentimiento de ser libre asociado a la naturaleza de lo vivo, a la elección de ser y estar vivo.
Por eso, Jocoy aporta a la fotografía mucho más que sus piezas, aporta un entramado por el cual la búsqueda creativa se desmitifica y se carnaliza en lo procesal. Esto, claro, delata su alto costo, porque no hay búsqueda, proceso, creación ni carnalización que no sea ardua, que no sea lastimosa, pero también es lo deseante y lo revelador lo que sostiene la promulgación de la voz propia. Y de todo ese acto sucede lo edificante, la emboscada a la censura en todas sus formas, empezando por la autocensura, que, en definitiva, es otra forma de legitimar los aleccionamientos sobre la experiencia sensorial. Y si algo tenemos que tener en claro a esta altura de los siglos, es que todo aleccionamiento es moralizante, regulador e interesado, o sea, opresor. Y hay demasiada opresión allá afuera como para, además, ser uno mismo el que se pone el pie en la cara.