- Ya que estamos en *la semana de San Valentín* qué sea una excusa para pensar sobre el amor! Así que tomé algunos fragmentos de una especie de “ensayo” amoroso que escribí hace unos meses para Revista Polvo, la warrior (y lo pueden leer completo *por acá*) •
“Crees que deseas mi belleza, la suavidad de mi piel, el brillo de mi sonrisa, la sutileza de mis articulaciones, el carmín de mis labios, pero lo que en realidad deseas sin saberlo es la desaparición de tus miedos, la curación, la unión, el regreso, el olvido. Esa potencia te devora en soledad. Entonces sufres, perdido en un crepúsculo infinito, con un pie en el día y el otro en la noche”
Habladles de batallas, de reyes y elefantes, de Mathias Enard
I
En Amor Vincit Omnia (1602), el pintor italiano Caravaggio nos enfrenta a un Cupido despeinado que sonríe sobre diversos símbolos — de la ciencia, del arte, la burocracia, etc. — apropiando y desacomodando notablemente el ambiente; su mirada no nos pierde de vista, tiene una simpatía desafiante y una pose absolutamente informal e insolente (inspirada en el Genio de la Victoria de Miguel Ángel).
Este Cupido está muy lejos de los Cupido que habitualmente conocemos. Con sus alas oscuras y su braveza, el Eros de Caravaggio rompe la idealización angelada, y no sólo la de su figura, también la de su accionar y la de las consecuencias que tal acontecimiento implica. Lo que el artista hace es tomar el verso por excelencia de Virgilio en su interpretación más cruda: sí, el amor todo lo vence, pero eso no significa una buena noticia, porque ese “todo lo vence” incluye al orden, a la razón y, en consecuencia, a nosotros, simples mortales. Cupido — caótico, avasallante, invasivo — es, entonces, todopoderoso.
II
Gustave Doré en su escultura Cupido y La Parca (1877) plantea una sociedad, un trabajo en equipo que provoca un escenario inescapable. Esta Parca está inspirada en Las Moiras o Las Grayas de la mitología griega, esas ancianas hilanderas que controlaban los ciclos de la vida y manejaban el tiempo, justamente, moviendo sus hilos. La presencia de las hilanderas se tomaba como un anuncio, como una cuenta regresiva. La hora estaba llegando.
Doré acomoda al ángel apoyado sobre la anciana dejándonos percibir la confianza entre ambos. Tanto Cupido como La Parca, además, tienen los dedos de sus manos en posición de estar sosteniendo un hilo; hilanderos los dos, el ángel ejecuta su flechazo para marcar a las “víctimas” por las que luego irá la anciana. O sea, el amor siempre es fatal. Esa fatalidad contempla lo obvio, como la finitud y el desamor, pero también complejiza al amor correspondido más allá de las formas en la que ese amor suceda, o, incluso, cuando no encuentra las formas, el tiempo y el espacio de suceder, desarrollarse, crecer, y empaparse de las fatalidades de la rutina. El amor, entonces, también es fatal porque vence todo, pero no será siempre suficiente. (…)
V
(…) Flaubert nos deja advertidos en La educación sentimental: “La acción, para ciertos hombres, es tanto más impracticable cuanto el deseo es más fuerte. La desconfianza en sí mismos los embaraza; el temor de desagradar los espanta (…) tienen miedo de ser descubiertos”. Tupac Shakur suspiró una especie de nota mental y emocional mientras daba una entrevista desde la cárcel: “Recuérdenlo, el miedo es más fuerte que el amor. Todo el amor que di no significó nada cuando llegó el miedo”.
“¿Por qué se marchó Gibreel? Por ella, por su desafío, por la novedad, por la fiereza de su conjunción, por el inexorable de un imposible que reivindica su derecho a ser (…)” nos cuenta Salman Rushdie en Los versos satánicos. Podemos leerlo en complicidad con lo que escribe Bioy en su diario: “el enamorado es un malcriado”, y renglones abajo agrega “Sentimentales. Cuando en un amor se llega al límite de la incomodidad, hay que armarse de coraje y emprender la fuga”. ¿Cuál es el límite de la incomodidad para el escritor? Otro día, en otro contexto, nos lo revela: “Momento grato en un principio, que inaugura un futuro de alarmas: cuando nuestra amante nos revela que llegó a la convicción de que la queremos de verdad ¡y tanto más que el marido!”, o sea, la incomodidad máxima es reconocer el amor entre nosotros.
VI
Anaïs Nin en sus diarios describe “Cada vez que entrego una parte de mi ser, renuncio a una idea, acepto, me sacrifico por Henry, acepto al Otro, es como si se rompiera la inflexible cadena del ego. Cuando descubro que la historia de la puta que conoció es cierta, le doy un beso. Me entrego, me rindo continuamente: mi ego, mis celos, mis quejas, mi egoísmo. Cada vez que me fundo, algo le ocurre a mi feminidad, a mi ser femenino. Cada oleada de sentimientos, de generosidad, aporta un extraño florecimiento”. Sin embargo, en otro pasaje de sus diarios, no se libera de la contradicción y el regodeo: “Pero detrás de esa entrega a Henry está la muerte. Por lo tanto: la aventura”. O sea, la pulsión. (…)
VII
Vuelvo a Dante, pero esta vez a su Disputa sobre el agua y la tierra donde concluye que “mala opinión es la que contradice a los sentidos”. Banalizar el amor es exactamente eso: una mala opinión que no llega a ser una mala decisión porque nos come en el acto. La complejidad que implica amar se puede minimizar como si fuera un consumo cultural de la boca para afuera, pero, de la boca para adentro esa complejidad con fantasmas propios permanecerá ahí. Y esa parece ser la noticia que saltea de su vista la vida moderna: los fantasmas siempre son propios, y los tenemos todos.
Pretender generar un manual de supervivencia para el amor, nuevas “leyes” compuestas a partir de vivencias o de creencias personales no es más que querer conquistar los cuerpos desde el ombligo propio, o sea, desde las particularidades emocionales, materiales y temporales propias, por lo tanto, reglamentar el amor no es más que un “mi cuerpo es mío, y el tuyo también es mío”. Sí, es una fantasía, pero también es una contradicción discursiva poco saludable creer que la respuesta a la heteronormatividad es algún otro esencialismo normativo. Toda vinculación es un riesgo, y pensar el amor como clima de época también lo es, pero más aún peligroso es creer que nosotros inventamos el amor e inventamos las formas de amar, que estamos en condiciones de poder decir cómo se debe amar, qué tipo de amor es el real y/o verdadero, o qué forma de amor es mejor.
Cuando salió Fragmentos de un discurso amoroso, año 1977, vendió los quince mil ejemplares iniciales en un par de semanas. Al poco tiempo, Roland Barthes era nombrado “hombre del mes” en Playboy y concedía una larga entrevista. Así explica el porqué del éxito del libro: “el discurso amoroso es hoy de una extrema soledad. Es un discurso tal vez hablado por miles de personas pero que nadie sostiene. Está completamente abandonado por los lenguajes circundantes, o ignorado, o despreciado o escarnecido por ellos, asfixiado detrás del erotismo, la sexualidad, la pornografía, la publicidad… El amor se muestra en el cuidado del cuerpo y el consumo mediático”.
Una escena más: Mad Men. Don Draper va caminando por la oficina y ve al equipo trabajar en una publicidad que tiene al amor como protagonista. Los escucha, ve lo que vienen haciendo, interviene. Les pregunta qué sienten, cómo viven el amor, qué es el amor para ellos. Las respuestas se suceden entre balbuceos y chistes de oficina, pero, como el diablo sabe más por diablo que por viejo, Don lo hace personal, quiere saber si alguna vez se enamoraron. Finalmente, deja la clave cifrada en una última pregunta: “Entonces, ¿por qué estamos contribuyendo a la trivialización de la palabra?”.