Esto es un recorte del Delivery #65
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1— Crisis? What Crisis?
Cuando comenzaron a multiplicarse las anotaciones en torno al regreso de la derecha y “el nuevo auge” de movimientos antidemocráticos, Nancy Fraser, partiendo de que nunca se habían ido, advertía que el mundo empezaba a atravesar “una crisis de hegemonía”.
Esa crisis venía a decirnos mucho más sobre la relación social con el sistema partidario que sobre las disposiciones sociales con las ideologías. Porque ese decir no solo está manifestando descontento con la izquierda o el campo popular, con el mismo fervor, también apunta a la derecha y su propio populismo. Frente a este mapa, Fraser reconsideraba la ubicación del progresismo contemporáneo y no dudaba en exaltar su intimidad con el neoliberalismo, dado que la gran trampa de nuestro tiempo es que no hay arco ideológico en el que no haya progresismo: “el neoliberalismo no es una cosmovisión total, se trata de un proyecto político-económico que puede articularse con varios proyectos diferentes y hasta antagónicos de reconocimiento (…) La articulación más duradera del neoliberalismo es con el progresismo”.
Así, el progresismo termina mediando entre una derecha que conserva lo que quiere conservar de manera radical y concede, también de manera radical, lo que no le va a hacer temblar la estructura, al contrario, la va a engordar, y una izquierda que no representa ni produce, no construye ni defiende de manera radical lo que quiere representar, producir, construir y defender. “La hegemonía tiene que ver con la autoridad política, moral, cultural e intelectual de una cosmovisión dada, y con la capacidad de esa cosmovisión de encarnar en una alianza duradera y poderosa de fuerzas y clases sociales”, explicaba Fraser, “el neoliberalismo progresista disfrutó de esa hegemonía durante varias décadas. Ahora, sin embargo, su autoridad se debilitó gravemente, si no quedó destrozada por completo”.

Aunque la opinión pública y/o los que pueden gozar de una voz cantante están atrapados en la lógica derecha e izquierda, los efectos de este panorama crítico empiezan a revelarse en el panorama local para pasar su factura y advertirnos que hay algo mucho más profundo y agudo: no solo se trata de políticas desiguales, economías salvajes, derechos que no llegan y otros que si llegan dividen a la sociedad. Ese “algo más” está lleno de elementos y de reacciones a una conversación que no solo le da la espalda a la gente, sino a la política. La política como cosa, como fuerza, como herramienta, como pulso y canal de encuentro hace años que no está.
Es en la falta de política que se llega a una realidad emocional y gestiones partidarias que solo responden a emociones. Pero no todas las emociones tienen el mismo valor ni la posibilidad y el espacio para ser. Quedarnos en el derecha o izquierda no solo confirma esto, perpetúa la realidad emocional: ante los ataques a la democracia, no estamos siendo capaces de construir mayorías y producir una conversación en pos de nuevos pactos democráticos. Porque la falta de la cosa política solo puede proponer la salida borgeana: no nos une el amor, nos une el espanto. Pero no hay alianzas, propósitos ni construcciones sociales perdurables solo a base de espanto.
Atender este otro lado nos pide un sacrificio mayor: dejar de lado las identidades y las posiciones para aceptar que esto no se trata de lo que pasa“arriba”, se trata, sobre todo, de lo que pasa “abajo”.
También, dejar de lado es, al fin, llegar al 2023: estamos anclados en un setentismo por otros medios, setentismo atravesado por las estéticas menemistas de la que somos producto y consumo a la vez. Para llegar a donde se quiere llegar, en este caso, a la política y cultura que demanda un siglo XXI que aborrece la política y la cultura, hay que dejar atrás una forma de habitar, de leer. Dejar atrás no es renunciar a la memoria, al contrario, es darle su lugar vital: la memoria es una contraofensiva, no es una meta, no es una estación ni destino. Porque exhorta a construir vida a partir de la muerte, opresión, abuso, injusticias, violencias impuestas, pone vida donde se quiso poner olvido, pero pone vida para que la vida siga.
El setentismo que nos aplasta no nos permite seguir narrando, no nos permite seguir construyendo a partir de. No estamos agregando capítulos a nuestra historia, estamos reproduciendo: al nuevo mundo le llegamos con las mismas viejas lecturas, viejos lenguajes y formas de usarlo pero también de disputarlo y gozarlo, viejas peleas que se viven abriendo y cerrando pero no en pos de una valorización y actualización, sino en un vaciamiento continuo. Necesitamos otra premisa borgeana: ver con ojos nuevos. Y recargo: defender con ojos nuevos, edificar con ojos nuevos.
Hay un principio gramsciano en el que Fraser descansa para desarrollar su teoría con la urgencia de capitalizar y reivindicar esta contrahegemonía como una gran oportunidad: “Lo viejo está muriendo y lo nuevo no puede nacer; en este interregno se producen los más diversos fenómenos mórbidos”.
Uno de esos fenómenos mórbidos me interesa especialmente y sirve atravesarlo a partir de algo que dice Juan Grabois: pensar que hay un “voto bronca” y quedarse ahí es no ver que hay bronca, sí, pero también hay una esperanza no puesta en la política ni en la conversación democrática. Porque no hay tales cosas. Ese es el vacío que decíamos fue llenado por la emocionalidad y el que facilita la creación y el crecimiento de falsos profetas.
El falso profeta se confirma falso en tres rasgos específicos: es profeta en su tierra, viene a erosionar todo y es a prueba de balas, esto es que no hay marcos teóricos, sentidos, historia que lo haga temblar porque su poderío está en capitalizar las emociones que todo eso dispersó, eludió, ninguneó, omitió, utilizó a su conveniencia. A diferencia del profeta que anuncia la destrucción (muerte) de lo viejo para redimir y darle lugar a la buena noticia (vida), el falso profeta se queda a mitad de camino, solo destruye.
Hacer responsable a la gente que encuentra su esperanza fuera de los partidos políticos tradicionales, estereotipando y estigmatizando a la gran mayoría a partir de postales mediáticas e influencers, no solo confirma lo a espaldas de la realidad que está todo nuestro mapa público y cultural, es también ser parte de eso mórbido que acusaba Gramsci. Porque la comodidad del señalamiento, al que nunca se le da marco y se lo aísla de toda provisión, es mórbida.
2— Amar al prójimo
“Fundamentalmente creo que a la derecha se acerca, por lo general, la gente dañada”, decía Carlos Busqued antes de concluir que “con un poco de amor se podría evitar el fascismo”. Un buen puntapié para dilucidar ese “algo más” que trae esta contrahegemonía y motivarnos a atravesar todas las incomodidades que, a su vez, anestesiamos banalizando el amor, pero también el odio, el bien, el mal, la libertad. Todas expresiones sagradas, todas soberanas y luminarias en su propósito político.
Se habla mucho de discursos de odio y se busca contrarrestarlos hablando de amor desde la idea poco noble de autoposicionarse en el bando del amor. Más allá de las erráticas de esta dinámica, es imposible que el amor derrote al odio porque el amor y el odio no son opuestos, al contrario.
Lo que sí es posible es vencer al mal con el bien. No se trata de buenos versus malos. Ya lo dicen Dios y Jesús en cada uno de sus turnos bíblicos: “ni uno es bueno”. Se trata de bien y mal. Todo el mundo sabe lo que está bien y lo que está mal: no es lo que se dice, no es lo que se pronuncia, es lo que hacemos en una situación de poder respecto a los otros, es lo que hacemos cuando vemos a otros actuar en una situación de poder respecto a los otros.
Judith Butler reivindica la fuerza de la no violencia como la política más consistente para vencer el mal con el bien y exalta su radicalidad descansando en el referente más preciado, Martin Luther King, pero no se queda en él, va directo a la fuente: “amarás a tu prójimo como a ti mismo”. Aunque, si repasamos el ministerio de Jesús, en sus tres años manifestando su ser hijo de Dios, ese “como a ti mismo” es, más bien, “por delante de ti mismo”. Toda la palabra de Jesús se centra en matar al yo, cargar la cruz y fundarse en un solo cuerpo comunitario unido en ese amor. No en el espanto. El amor es lo que dejá atrás al calvario, el amor es lo que redime, el amor hace memoria porque permite el olvido, el amor nos abre los cielos.

La no violencia, hacer y buscar el bien, son ejercicios políticos proactivos: cuando no hay voluntades políticas, las voluntades sociales y culturales obligan, exigen e intervienen en la realidad. No es voluntarismo. Es un esfuerzo sobrehumano y ahí su radicalización: es cambiar la manera en la que habitamos el mundo y en la que gestionamos el poder político. Es reconocer como representante político a los otros con los que compartimos el mundo. No es defender a las fuerzas políticas, es una organización de las bases sociales que salen a construir y defender bien común: es reunirnos, es encontrar el camino colectivo. Es lo anti-mórbido: es poner en crisis lo que obstaculiza ese encuentro y nos condena a la destrucción. King se aferró al Jesús menos viral, al que repite que no vino a traer paz, vino a conflictuar lo establecido.
El amor al prójimo no tiene que ver con la idea romántica ni con la deconstrucción de eso romántico. Jesús desafía a sus discípulos: qué gracia tiene amar solo a los que te aman, dar solo a los que te pueden devolver, favorecer solo a los que te pueden favorecer, qué hay de extraordinario en hacer el bien solo a los que te hacen bien, qué fuerza se mueve si el intercambio de amor y bondad se da en un marco perfectamente conveniente para las partes.
Amar siempre es una acción de pérdida, porque esa pérdida es la que nos da el espacio para que entre en la ecuación el otro con toda su otredad, no solo con la parte que me gusta y me sirve. Para esto último está el neoliberalismo.
Angela Davis señala que ya no podemos pedirle al Estado, los gobiernos, los distintos poderes del siglo XXI, cuánto menos, entonces, a los que en este siglo siguen en el anterior, que resuelvan lo que ellos mismos producen, porque lo producen para aferrarse a su existencia y sin camuflaje, en perfecta alianza con el neoliberalismo y su lente destructor de quedarse con lo que le es útil y desplazar hasta la muerte lo que no. Pero, “el amor es más fuerte que la muerte” (Cantares) y “nunca se da por vencido, jamás pierde la fe, siempre tiene esperanzas y se mantiene firme en toda circunstancia” (Corintios). En cambio, el espanto, siempre oportunista, se agota, se muda de lealtad, se viste en la conveniencia, se alimenta de la (doble) moral.
Cuando Trump quedó con Hillary Clinton mano a mano, la posición de Davis ordenó estas ideas: “Hay que ser sumamente narcisista y egoísta, hay que estar demasiado centrado en la propia individualidad para llamar a no votar por Hillary Clinton cuando del otro lado está Trump. Hay que ir a votar masivamente y votarla a ella”. Lo que me resulta importante en su posición es la configuración de ese voto: “hay que votarla sabiendo y haciendo saber que solo es un daño menor respecto a Trump, pero que ella también sigue siendo un problema respecto a todos. Votamos por el que menos daño nos hará sabiendo que somos sujetos activos en nuestra defensa y en la construcción de ese mundo que queremos habitar”.

Foto Bernard Gotfryd

Foto Leonard Freed
No puede haber otra identidad que no sea la de un enorme nosotros. Un nosotros comunitario, un nosotros democrático, un nosotros en movimiento con las variables que va ofreciendo el devenir democrático y lo que lo atenta. La inmolación no puede ser por los candidatos de turno, que mueven la aguja de nuestras contradicciones hasta lo innegociable, aunque a algunos no les tiembla el pulso en entregarse a ese desborde. La inmolación es comunitaria.
Aunque sea la frase de Unión por la Patria, hay todo un resumen nacional más allá de los partidismos, trágico y existencial, kármico, en el giro que llevó a saltar de “La Patria es el otro” a “La Patria sos vos”. La Patria está por encima de los climas emocionales y políticos, reducirla a esto la pone en peligro. Es un verdadero “no soy yo pero tampoco sos vos”. Somos nosotros, y lo somos tanto en relación a los espacios compartidos, a lo que estos espacios producen, siembran, cosechan, como a la responsabilidad y compromiso que vincula a esos espacios con nosotros. A la potencia de lo público, reconociéndolo más como un marcador de frontera, que nos obliga a ver hasta donde llega para saber que es desde ahí que debemos seguir, en vez de regodearnos en su alcance.
La democracia no es condescendencia, el amor y el bien tampoco. No es comodidad, no vive del lenguaje, el símbolo y la epopeya. El amor y el bien tampoco.
Bioy definía la condescendencia como otra forma de desdén. Si no hay una puesta en valor de la vida, de las emociones que mueven esta vida, si no hay, ante todo y por sobre todo, una resignificación de la equidad y de la justicia frente a los diferentes cuerpos que portan todo lo que conlleva estar vivos, si no se radicaliza la manera en la que recibimos las muertes de esos cuerpos, porque no todos los duelos y reclamos de justicia valen lo mismo ni se respetan sus memorias igual, no hay democracia. Pero, más aún, ¿de qué vale defenderla tanto? ¿Quién quiere defender lo que te oprime, lo que te maltrata, lo que desprecia, lo que no escucha, lo que desordena lo poco que hay al alcance, lo que no te da valor, lo que te borra?
Hay preguntas incómodas por hacer y muchas no tienen respuesta ni solución inmediata. Hacerlas es exponerlas al caos pero también darnos una nueva oportunidad de alcanzar como nunca antes nuevos estándares y recuperar desde ahí las direcciones que honran y dignifican la calidad y las condiciones, tanto de la vida como del descanso final.
En vez de regodearnos en defender la hegemonía, de dar clases de cómo votar y buscar que sean leales a lo que le da la espalda a la gran mayoría, tal vez la hora demanda una contraofensiva que salga a disputar la vida, la libertad, la seguridad, la justicia, el bienestar, la comunidad, no desde las palabras, porque todos las dicen, todos las repiten, y al igual que derecha e izquierda, poco efecto proactivo y propositivo siembran por culpa de su vaciamiento político y demasiado quiebre social generan en su llenura emocional. Salir a disputar con los verbos que hacen a esas palabras, con acciones que pulverizan la forma y nos reencuentran deteniendo la inminencia, no corriendo atrás de agendas y fantasmas impuestos. Sino emergiendo en un único y verdadero héroe colectivo que no está hecho de nadie, está hecho de todos esos nosotros mirando y oyendo con ojos y oídos nuevos. Yendo a pérdida para ganar una nueva cultura comunitaria y democrática.
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