1.
“No voy a ser candidata”, viene diciendo Cristina hace meses. Lo que parecía, porque eso era, una declaración fundamental de cara al armado interno en la previa al año electoral, el que ya está marchando en un panorama desolador, derivó en maratónicas campañas para instalarla como candidata. Parece que para les compañeres no siempre «no es no« (memes This is fine ft. Pretends to be shocked). La cosa es que el asunto tomó tanto lugar, y esfuerzo humano, volcado en calles y redes, que llevó a Cristina no solo a repetir su “no voy a ser candidata”, sino a tener que decirlo de distintas maneras. Hasta se sentó en un estudio de televisión.
Notablemente conmovida y midiendo bien qué decir y cómo decirlo, empezando a decir y retrocediendo rápidamente, surfeando en la pulsión del vivo sobre el campo de lo no conducible, la vicepresidenta abrió parte de la intimidad familiar y de los escenarios que viene atravesando junto a su hija Florencia. Y acá me parece importante subrayar el cómo lo hizo: porque lo hizo como pudo, lo hizo más con el cuerpo que con la voz y las palabras.
La gran oradora, la picante, la chicanera, la grandilocuente, la rápida para los remates y todas esas Cristinas que construyeron un mix de fascinación entre amantes y odiadores no pudieron pasar al frente. Ni siquiera fue la Cristina mujer y madre la que habló, dos idearios tan variantes. La Cristina que habló, aún diciendo «mi hija», aconteció más desde el lugar de «madre de». Madre de, madre por, madre para. Y el destino de toda esa concesión, que ni frente a Néstor ocurre, es una persona sola.
Así, por unos minutos, escuchamos a la mamá de Florencia tener que decir lo obvio: le pusieron una pistola en la cara y la vida no puede seguir como si nada. Si le pasa algo a ella, la que verdaderamente pierde es Florencia. Y la hija de su hija, su nieta. Una cadena a la altura del impacto de lo acontecido.
Cristina, todas las Cristinas en ese solo cuerpo, dijeron lo obvio pero no alcanzó. «Florencia seguro la convence» fue el efecto rebote.
Unos días antes de la entrevista televisiva, puse en twitter: “El cristinismo no oyendo a Cristina y viviendo su propio trip es la manifestación más grosa de cómo actúa la fascinación. La narran a ella a través de ellos mismos. Del amor y la condescendencia hay un pestañear a la desobediencia y anulación de lo que le pasa al otro y con el otro”. En la nota, Cristina habló en esta misma dirección remarcando la deshumanización que recibe no solo de los que la odian, también de los que la aman. Como si hiciera falta decir que el amor y el odio no son opuestos, que el odio es un amar por otros medios. Pero, más aún, ni unos la aman ni los otros la odian: la danza emocional tiene que ver más bien con otros vértigos de época que con Cristina mismo.
Los constantes “siempre con La Jefa” no tienen nada que ver con un amor incondicional. Ese «siempre» sucede más en la imposibilidad que en la posibilidad. Es no poder verla de otra forma, y a esta altura, es no permitirle no ser algo que ya hace años viene diciendo que no es y que no está en su radar prioritario. “La Jefa” no solo le quita todo traje de madre, abuela, hija, hermana, mujer, viuda (una viuda que no pudo decir «no» cuando perdió al compañero de toda su vida), pero también le baja el precio a la política que es. Una política con un carácter claro y, acertada o no, con el poder y la valentía que sus definiciones necesitan. «Siempre con La Jefa», a la que se la pretende siendo 24/7 y por la eternidad la salvadora del peronismo, del kirchnerismo, del país, de los errores que cometen propios, ajenos, opositores, de sus propios errores. Condenarla a ese lugar es una de las expresiones más agresivas sobre su rol político, pero también sobre su humanidad. Y sobre todas esas Cristinas que viven en ella.
Todo este circuito por demás agresivo toma peor color si pensamos que este delirio se sostiene, como decíamos, con esfuerzo humano. Un esfuerzo que se volcó a militar las calles al ritmo de Cristina 2023, horas y horas en internet, horas y horas ocupando y tomando espacios, conversaciones y debates vitales en año electoral con algo que no iba a suceder. Y los conductores de esas militancias lo sabían, porque los conductores de esas militancias son, además, mesa familiar de Cristina. Esto, además de deshumanizar a «La Jefa» y deshumanizar a los militantes, es una deshumanización de los electorados y una muestra más del desprecio por la realidad del partido y del país. Una muestra más de otra obviedad: nadie está a la altura de Cristina, la que puede darse el lujo de tener versiones malas y seguir estando más allá de todos, propios y ajenos. Más allá en la soledad de los que dicen no.
O no tan sola con la soledad de Florencia y el futuro de las dos lleno de ver crecer a Helena.
2.
Hace unos meses, Bad Bunny caminaba con unos amigos por la calle cuando una chica le puso el celular en la cara. El cantante no dudó: agarró el teléfono y lo tiró por el aire. Las grabaciones de varios testigos, desde todos los ángulos posibles, coparon las redes sociales y los portales. Algo interesante de la narrativa elegida fue que nadie hablaba de una chica y su nombre, todos hablaban de Bad Bunny maltratando y humillando a una fanática. Esta es la historia de la chica sin nombre ni historia fanática del maldito Bad Bunny.
Esa figura elegida para cubrir la (no) noticia no es inocente, es perfecta para potenciar el dramatismo y decorar de ingratitudes al artista rebelde. Latino, maleducado, con los humos por las nubes, caminando por las mejores ciudades del mundo, ya no es lo que era, no es lo que nos vendió, etc. Desde ese momento hasta hoy, pasando por una fallida entrevista en Time, con una edición poco fiel, tal su sutil respuesta en Coachella, y el romance con Kendall, es imposible contar las barbaridades que se dicen por segundo del tipo que, hasta enero, era nuestro nuevo libertador de América. Algo que nunca quiso ser, algo que no ofreció ni prometió. Pero la fascinación no permite que haya distancia entre lo que es y lo que queremos o creímos. Leemos, vemos, comprendemos sin dejar nunca nuestro yo a un lado.
Además de prometer llevar a lo más alto la cultura latina y caribeña, y eso lo está cumpliendo, lo que sí viene diciendo desde el principio de su historia es que le resulta “agresivo y poco humano” que la gente cuando lo reconoce no se le acerque para saludarlo, que ni siquiera le respondan el “hola” y que, en el mejor de los casos, sin mediar conversación, le digan «nos sacamos una foto», porque la mayoría de las veces vienen con el celular ya grabándolo. Hay una entrevista de hace 5 años en la que cuenta lo loco que fue empezar a notar que no era importante para esa gente random que se le acerca en la calle conversar con él, que nadie le respondía sus “cómo estás? de dónde sos? qué música te gusta?”. Así como ver que nunca, hiciera lo que hiciera frente a esos celulares, se irían contentos.
Algo similar dice Tyler the Creator: “Me molesta que la gente se acerque a grabarme. Les digo que no. Quieren la foto, les digo que no. Me insultan. Pero no quiero que me graben y saquen fotos, sí quiero conversar. Hablemos. Guarda tu teléfono, tengamos una conversación, contame quién sos. Estoy en un recital, estoy ahí adelante tuyo mostrando lo que sé hacer, lo que te trajo hasta acá y me estás mirando a través de las pantallas! No puedo entenderlo ni festejarlo”.
Estos últimos días se hizo viral un video de Duki, rodeado de chicos y chicas, poniéndole el freno a una fan en particular. Mauro le dice que lo deje terminar de sacarse fotos con todos los demás, que hay muchos que no lo conocen ni lo vieron nunca, y que ya deje de pedirle fotos y videos, «ya te firmé, tenés diez fotos, soy una persona normal, entendés? Ya está, posta, reina».
Años atrás, varios fans le reclamaron a Joey Badass que ya no hacía tanto lives ni tuiteaba tanto. La respuesta fue al hueso: “cada vez que intento hablarles o contar algo, solo recibo ‘cuándo sale el próximo tema‘, incluso cuando saco música nueva ya me están preguntando por lo próximo. No les interesa saber de mí, cómo estoy, tampoco puedo pensar que de esta forma les importa mi música”.
Kid Cudi e Isaiah Rashad son otros dos artistas que hablaron de lo mal que la pasaron luchando contra la depresión, incluso internados y/o aislados, y que en esos tiempos los únicos mensajes que recibían del «afuera» no ayudaban en nada porque tenían que ver con el pedido de nuevos temas o con la idea de «hacer temas te va a hacer bien».
Kendrick Lamar, después de contarnos todas sus luchas, le cantó al mundo sus miedos y su incomodidad con su nueva realidad. Mientras el país ardía y el mundo enfrentaba una pandemia, enterraba amigos y familiares, se convertía en padre, tomaba decisiones que cambiarían su destino y el de su círculo íntimo, personal y profesional, e intentaba surfear entre los fantasmas de siempre y los nuevos, un bloqueo creativo lo paralizó. El afuera también solamente decía: Kendrick, dale, el disco para cuándo. El disco llegó y trajo la respuesta: I choose me, I’m sorry (Mirror).
Los 90 terminaban con Fito cantándonos que puso sus canciones en nuestros walkman, los 2miles suceden con audiencias caprichosas y ansiosas, carentes de toda sinfonía sentimental y domesticadas para el consumo, buscando a los artistas para subirlos a sus historias de Instagram y recibiendo sus obras para que sean el contenido de sus redes y canales vistos por un montoncito de pares.
Entre esos 90 y estos 2miles no solo pasaron años y tecnologías, pasó una turba iracunda pidiendo separar la obra del artista. Las artes y los artistas ya no son un cuerpo, son el contenido que todas esas audiencias recibe y disfruta como quien se come una hamburguesa en la peor casa de comidas chatarras y de parado. Te sentís explotar en el momento pero al rato tenés hambre de nuevo.
Cultura de consumo/fast food y sensibilidad de cristal, separaron tanto la obra del artista que se olvidaron de la clave humana de la obra y de la humanidad del artista. La deshumanización de obra y artista convierte a ambos en productos: todo lo que quieren estas generaciones hambrientas e insaciables.
Cuando hablamos de estas generaciones no necesariamente hay que medirlas en edad, porque hay unos cuantos pendeviejos promoviendo esto mismo, así que me gusta llamarlas generaciones app. Porque son eso: consumidores que consumen a la vista de todos, fantaseando ser su consumo, definen su yo en ese consumo. Por eso, no toleran que otros no compartan sus gustos: ellos sienten el rechazo de forma personal.
Prenden el canal, reaccionan, se buscan dentro de la noticia, buscan ser la emoción de las canciones, ser el destinatario y también ser el embajador. Toda esta cadena alimenticia moderna expuesta a través de diferentes plataformas y formatos los termina convirtiendo a cada uno en el producto de las app y el consumo de otros. Trabajan gratis o por caramelos para las apps explotando la obra y la humanidad propia y de otros.
Ah, y se creen mil y se regodean en su especialidad. Juan José Becerra define a los especialistas como estúpidos que hablan de un solo tema, y a la hora de hacer pronósticos no pegan una. Becerra con b de blessed.
3.
“Vitamina N”, así llama Eliud Kipchoge al acto de decir no. La vitamina N es la que pone en valor no solo cada “sí”, más bien, la vida misma. Anne Boyer dice algo en esta dirección que es hermoso: “La muerte como negación requiere la vida como su único material, la cual, si se vuelve suficientemente baratas por las condiciones que inspiran la negación, puede hacerse preciosa de nuevo cuando es desplegada selectiva y heróicamente como un no”.
Minimizar el poder del no es anhelar la perpetuidad del apocalípsis, una eterna vida en estado procesal, desértica pero sin maná, porque es el no el que nos permite discernir entre cielo y tierra.
Pienso que los verdaderamente libres son los que pueden decir no. No a trabajos mal pagos, maltratadores. No a toda violencia, no a jerarquizar especies. No a trabajos bien pagos pero que no, simplemente no. No a permanecer en la cresta de la ola. No a relaciones violentas. No a la precarización en todas las formas en las que aparece y se multiplica. No al hype. No al mainstream. No a ser tu producto, no a ser tu consumo. No a ser la heroína del cuento. No a salvar la ciudad, el país, el mundo, porque en esa ambición quizás dejo de ver al de al lado, de dar el paso mínimo, de reconocer el gesto inmediato y necesario que le cambia el día a un desconocido.
No a tus consumos, no a tu forma de consumir. No a los algoritmos y focus group. No a ser tu bot. No a la no intimidad, no a la no privacidad. No al oído sordo y a los ojos que no quieren ver. No a estar en todos lados, en todas las mesas, con Dios y con el Diablo. No a la infantilización del mundo y a la mascotización de la infancia. No al arte performático ni a los posicionamientos políticos, sociales y culturales devenidos en estilos de vida cosmopolita. No a los kioscos. No a sacar provecho de la confusión. No a la estupidez. No a las consignas. No a las excusas para aligerar los no. No a los no light, sí a los no rotundos. No a la deshumanización, no a llenar captchas para dar fe de mi humanidad. No a los no a la harinas. No a volver finita mi lista interminable de no.
No a vos, gente que no.
Sí a la gente que dice que no, y no a la que te dice que sí para terminar en no por tus espaldas.
Pero también no al no de otros. De hecho, Boyer hace una lista larga de cosas a las que no, a algunos de esos no yo les digo sí, pero a otros, no. Sin embargo, la adhesión es total y puedo sentir una fuerza interior que abre a espadazos de luz mi pesimismo cuando leo en voz alta sus “no a todos los amontonamientos y paisajes deplorables fuera del poema. Es un no a las banalidades químicas y las guerras, un no al trabajo y los legalismos, un no a los arreglos miserables de la historia y a la tierra laminada por la codicia”. Todos esos no que me han llenado de soledad y dejado desempleada, triste, rota, en la ruina tantas veces retumban en mi comedor y en mis pulmones como la compañía más sincera de lucha y existencia.
Sí, y un millón x millón de veces sí, al no de Rosa Parks.
Marcuse pregunta “¿cómo puede [el individuo] satisfacer sus necesidades sin dañarse a sí mismo, sin reproducir, mediante sus aspiraciones y satisfacciones, su dependencia respecto de un aparato de explotación que, al satisfacer sus necesidades, perpetúa su servidumbre?”. No es casualidad que largo tiempo después de esta pregunta, su gran alumna y faro de todos los tiempos, Angela Davis, nos ilumine con esta reflexión que funciona de respuesta: «[Hoy] Resulta difícil separar capitalismo y deseo. Sin embargo, deberíamos tratar de desarrollar una conciencia crítica sobre las maneras en que, en parte, estamos implicados en la propia reproducción del capitalismo a través de la mercantilización de nuestros sentimientos.”
Dios creó al mundo y le dijo que no.
La vara está tan baja que decir no es también una forma de destruir/construir por fuera de las reglas más brutales del mercado. Amplificando lo que expresa Boyer, que se refiere puntualmente al poema del venezolano Miguel James, “Contra la policía”, el no justo “es un guardián amoroso del mundo”. Y de nuestra humanidad.

