La pintura del chileno Luca De Risio invita a mirar, incluso a escuchar algo que parece decirse casi en silencio. Un hombre le muestra a un niño una ¿figurita? ¿estampita? de Diego. Los dos se están mirando a los ojos. Pero Diego, desde la figurita y bajo la luz más clara de la escena, como siempre, porque la luz ama a la luz, bajo ese halo orgánico, mira hacia el frente. Y sí, como siempre hizo, hace y seguirá haciendo: su mirada sostenida no solo dio vuelta órdenes, rompió el tiempo.
El hombre sostiene su imagen de forma delicada y esa delicadeza que se desprende de su cuerpo robusto no desentona. De Risio se funda en los cuerpos obreros para presentarnos a su hombre, a lo soviet, simil propaganda peronista, o bien, santorista. El niño, en cambio, es importante que permanezca por fuera de toda configuración estética. Y de la ideología de las estéticas. No para conceptualizar de forma lavada, no para hacerlo un comodín que cae bien en cualquier narrativa, no, al contrario: el niño está muy bien definido en tiempo, cuerpo y espacio. Le están contando algo que tiene que saber porque es parte de su construcción.
Es el niño al que Diego invita no tanto a soñar, sino a creer. Es el niño que vive en una especie de Disney prometido por Diego, el que acontece bajo la verdad que él fundó y defendió: el fútbol es de los niñxs del mundo. Lo que otros ven como once millonarios corriendo atrás de una pelota, el hijo y ángel guardián de los potreros lo entiende perfecto: mientras haya una pelota, un niñx jamás va a estar en soledad. La pelota como juego, pero como lenguaje y puente para salir al encuentro de otros. La única manera posible para la gran mayoría de mortales, a su vez, de salir al encuentro con otros mundos.
Incluso, la pintura de De Risio funciona perfecto si la pensamos, también, siendo el mismísimo Diego niño viendo su futuro en manos de su padre. Alguna vez contó los sueños que Don Diego tenía y no llegaba a entender del todo, hasta que los vio realizándose. Es que entender la vida con un niño que rompe su tiempo no está en los manuales de paternidades. “Yo crecí con amor”, “soy un hijo de una casa en la que mandaba el amor”, “sigo siendo tan feliz como siempre pero cambio todo lo que tengo y todo lo que soy para ver entrar a mis viejos por esa puerta”, por solo citar algunas de sus expresiones en las que sostenía la idea de familia. Al Diego de los altibajos no le faltaban “sus nenas” ni “la jabru”, desde afuera es fácil acusar que le sobraba entorno, solo él conoce la más absoluta soledad en la que quedó desde muy niño y de la que siempre habló. Lo que sí podemos asegurar es que a Diego niño-adulto-héroe-mártir le faltaban “mis viejitos”. Pero “mis viejitos” es un gran posicionamiento bajo el pulso del Diez.
La idea de familia en Diego siempre está asociada a sus padres. Cuando sus padres ya no estuvieron, Diego la traslada a algunos de sus equipos, no a todos, no todos merecieron ese lugar, y siempre, absolutamente siempre, a la gente. Aunque no a toda la gente, porque no todos merecen ese lugar.
El pueblo maradoniano es el pueblo sin nacionalidad ni ideología ni religión y sin camiseta específica, mal que les pese a muchos: es el amor a él como fuente de agua viva y punto de encuentro. El Diego como bandera de amor, porque así lo criaron Don Diego y Doña Tota, pero sin Don Diego y Doña Tota no hay familia más que la de las multitudes que lo aman y aceptan desinteresadamente. Multitudes que lo aman porque lo aman y no porque lo necesitan. Es ahí que acontece el Diego que se configura más bíblico que ningún otro, y así lo vimos vivir los últimos 20 años: una tarde, Jesús estaba rodeado de multitudes que desbordaban hasta de los árboles, todos escuchaban atentos sus parábolas y algunos, claro, querían tocarlo. Los discípulos le avisan que María, su madre, y sus hermanos querían verlo. Y Jesús, que estaba ahí en su salsa, honraba su propósito mayor, el que solía recordarle a María: tu hijo no es tu hijo. Entonces, cuando los discípulos le advierten que su madre y hermanos lo quieren ver, Jesús responde “todos ellos son mi madre y mis hermanos”.
A diferencia de María, ja, Doña Tota y Don Diego siempre supieron lo que trajeron al mundo. No hubo esposa, amante, amiga, amigo, doctor ni hijos que terminaran de entender y saber quién era ese hombre. Y él lo sabía y lo advertía, aun cuando lo crucificaban. Pero es un bálsamo saber que siempre lo supo porque quiere decir que hoy nada le llama la atención y su familia sigue siendo su familia y ahora también, la gran masa en la que vive, es festejado y honrado.
También, el artista chileno podría estar presentándonos al Diego adulto hablando con el Diego niño: las miradas se cruzan en ese tiempo que él mismo desafía hasta romperlo y continua en un perpetuo presente, pero en esa escena, se regala un instante para jactarse de hacerlo siempre de una sola manera, mirando de frente y siguiendo el propósito: “Soy un privilegiado, pero únicamente porque lo quiere Dios. Porque Dios me hace jugar bien. Me hizo nacer la habilidad. Por eso me persigno siempre que entro a una cancha. Me parece que estaría traicionándolo si no lo hiciera”.
La obra de Luca De Risio tiene unos cuantos años. Cuando la conocí, lo que primero me conmovió fue el sentido de transmisión, no solo en su ideario popular, más bien como condición de conversación, una conversación en la que uno sabe que está entregando a otro algo precioso, un poco propio, otro ajeno, algo universal, pero que tiene mucho de uno y para uno. Tal vez por eso, al hombre lo alcanza cierto halo de esa luz que cae sobre la imagen de Diego, pero el niño queda bajo sombra, una sombra que en nuestro observar va oscureciendo más y más. Aunque algo brilla allá en el fondo entre pinceladas color sol.
Si bien no hay nada puntual que revele el lazo entre sus protagonistas, mi lectura fue obvia y cerrada: un padre le cuenta a su hijo acerca del hombre más hermoso del mundo. El niño le presta atención al padre, no a la foto, hay expectativa y un cuerpo tan receptivo como camaleónico con la escena. Porque queda bajo una sombra irremediable que marca cierta distancia hacia todo eso que el padre le cuenta y que aun sin haberlo visto, él no perderá la oportunidad de ver de otras formas. Porque el Diego jugador, ese que el niño no vio, fue apenas el inicio de la historia de amor, y los que no lo vieron jugar pudieron verlo ser el que fue, es y será: el hombre más hermoso de este mundo haciendo lo que siempre hizo, hace y hará. Mirar de frente.
Volví a la obra después del 25 de noviembre del 2020 y la escena es otra. El niño ya no es niño. Ahora el niño aquel es el hombre que le cuenta a su hijo acerca de Diego. Repite la historia y ese repetir hoy construye más que una tradición futbolera, es un lenguaje familiar y un lazo social por encima de toda regla (oh, y justo en una época que se rige por los no pactos sociales). Ese repetir eterniza y lo confirma vivo bajo una ética irrenunciable: somos lo que hacemos con los legados que se nos presentan. Pero algo más, porque esos legados no son gratis, entonces: somos lo que aprendemos de los héroes y las tragedias que todo héroe trae bajo el brazo. Aprender es la esperanza posible de no repetir tragedias. Aprender es la esperanza de no abonar a la carnicería humana.
No llegamos a este mundo en un tiempo cualquiera, teníamos que estar acá y ser contemporáneos a Diego: no importa a qué Diego, vimos el Diego que teníamos que ver, recibimos y concebimos a Diego en nosotros tal como nuestra existencia en un mismo tiempo con él necesitaba y necesita. Todos esos Diegos se necesitan entre sí. Tu Diego favorito junto a mi Diego favorito tejen una verdadera red social. Y ese legado de Diego es nuestro, no solo por lo que la Biblia diga acerca de nuestros nacimientos y los tiempos predestinados en este mundo, sino porque el mismísimo Diego lo quería así: jugaba para su mamá, pero nos decía que de volver a nacer haría todo lo mismo porque le daba alegría a la gente, “y yo soy de la gente”. La felicidad más correspondida de la historia: él nos hizo felices y nosotros a él.
En un mundo y un tiempo que adora hablar de futuro, y es lógico, porque es un mundo y un tiempo con muy poco para decir, igual que el futuro, el mañana descansa en la falsa profecía que lo acomodó como sinónimo de algo positivo por el solo hecho de estar por delante de hoy. A ese mundo y tiempo que construye un mañana como luz al final del túnel, De Risio le mostraba la sombra bajo la que quedaban los que no vieron a Diego jugar, y cómo esa sombra se convertía en una profunda oscuridad para el día después de su partida de esta tierra: para los que no lo verían a Diego ser el hombre más hermoso del mundo y mirando de frente por ahí.
Pero esa oscuridad no es definitiva y las pinceladas color sol no traen una esperanza vana: tenemos el trabajo de que todos sepan que Diego existió. Y mientras podamos contarlo, Diego está vivo en nosotros. No en herencias, no en cementerios cerrados, no en marcas registradas, no en apellidos, no en credenciales relacionales. Ni siquiera es un recuerdo cerrado: muta porque Diego vive en el caos popular, en el calor de los cuerpos que levantan su bandera no solo para alentar al fútbol, sino para reclamar justicia, libertad, paz. En los cuerpos tatuados con su cara no bajo el pulso de celebrar al mejor jugador de la historia, sino con la misma convicción con la que él se tatuó al Che.
El hombre en musculosa con su cuerpo trabajador y su frente en alto exhibe la estampita del Diego es hombre pero puede ser una mujer. Debe ser una mujer. Es una y millones de mujeres. Porque el Diego mismo es él solo todos los millones que Evita prometió ser. Lo mismo ocurre con el niño, debe ser y es niña: la necesidad del lenguaje (ese patear la pelota), como toda necesidad, es derecho. Y es deseo. Y es para todxs.
La escena tiene pausa pero no quietud. Es la pausa del nudo de una historia que continúa para siempre. El nudo es el momento de transmitir, un transmitir que hoy es perpetuo sin olvidar el trauma de toda transmisión, y por eso en la escena hay silencio: como nos dice Barthes, justo es lo que me atraviesa lo que no puedo pronunciar. Transmitir es mucho más que decir. Y es una posición ética en esta historia de amor: no se habla, no se dice, se da testimonio de todo que fue posible aún en lo imposible mientras muchos por ahí lo entregan, otros se lavan las manos y están quienes lo niegan tres veces.
El Diego en la pintura De Risio es también el momento en el que vemos llorar a esos hombres que no lloran, a esos padres que no expresan sentimientos pero que una tarde agarran una figurita y nos cuentan una historia que nos aburre. Pero crecer es darnos cuenta que esas historias paternales que nos aburrían eran la manera en la que ellos podían decirnos todos los te quiero que no les salían, de darnos algo íntimo, suyo, muy suyo, seguramente desconfigurado bajo el pulso del recuerdo y muchas veces sin marco teórico: no es solo lo que Diego hizo o dijo, sino lo que ellos estaban haciendo cuando Diego lo hizo o lo dijo y lo que les significó. Y eso es un elemento de nuestro ADN: único, no porque somos genética y divinamente hablando únicos, sino porque cada uno de nuestros Diego es único.
El Diego de la Gente es también El Diego de la Gente por lo que nosotros estábamos haciendo cuando él dijo o hizo. Nosotros somos nosotros por lo que Diego hizo, dijo y por lo que le costó ese decir y hacer. Por lo que gozó de poder pagar ese costo para darnos sonrisas, que no es lo mismo que hacernos reír como en un circo. La sonrisa política y cultural siempre como resultado de un pago que cargó a su cuenta, a su cuerpo y a su alma. Aún cuando podía evitarlo. Pero el verbo evitar no es el verbo del Diego.
Y eso también lo heredamos como parte de este vivir después de él, más allá de él. Diego, inevitablemente Diego, siempre Diego: momento, ansia, encuentro, anhelo, gloria.
Este aniversario espantoso llega en un contexto mundialista: algo insólito, porque jamás vivimos un mundial en esta época. Me gusta leerlo en clave Biblia también ahí: Dios no puede glorificarse si no pasamos por el desierto.
Tal vez nos toque pasar este desierto por él, para él y, sobre todo, con él.
Porque es nuestro.
Porque él somos nosotros.
Porque vive.
Porque la historia continúa (que no es lo mismo que el show debe continuar) y nuestro capitán — oh, capitán, mi capitán — ya está escribiéndola para levantar las manos al cielo y enviarle un besito.
De lo que estoy segura es que mañana seremos muchos millones, y no solo argentinos, sentados en un sillón levantando su figurita y dando testimonio. Que el testimonio no aplaste al único heredero que ilumina, que es el futbolístico, porque si Diego está mirando de frente para salvarnos, también lo está para decirnos hijos de puta si no alentamos y por pura pulsación terminamos sentados en la misma mesa de los buitres de siempre.
“Siempre voy a estar donde haya una camiseta Argentina”.
A tu gloria, mi amor.

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(*Le llega carta documento de las herederas en 3, 2, 1…*: fuck the police)