#60 — Cosa fuerte

Hay cosas que solo tienen valor en su ausencia. Cosas, paisajes, personas, recuerdos, emociones. Hay ideas que solo son valiosas en su condición de ideas. Apenas intentamos concretarlas, apenas saltamos del pensamiento al boceto del papel, ni hablar de llegar a poner un pie en el asunto, los obstáculos nos advierten que esas ideas no estaban ahí para ser materializadas, solo estaban ahí para movernos. Ideas, sí, pero lo mismo con algunos paisajes, personas, recuerdos, emociones.

Hay alegrías que están ahí para decirnos que alguna vez fue posible sentir así, lo que no significa que el motivo de esa alegría tenga que darnos alegría siempre. Por lo general, la alegría es alegría en un determinado tiempo y lugar y ya no vuelve a repetirse ni en la ilusión de recrear las mismas condiciones, algo que sabemos imposible, pero, el punto es que no hay nada más irrespetuoso a la alegría que tuvimos que forzarla en el tiempo extenderla,, que querer vivirla como si ofreciera un hilo conductor, añadirle capítulos como si fuera una serie. Perpetuar la felicidad es una de las ideas más espantosas de la humanidad, solo superada por el espanto imposible de perseguir la felicidad. Un rasgo tonto y poco cordial con todo lo que involucra aquella que nos deleitó en otro momento: por qué empecinarse en quitarle el toque extraordinario, hacerlo mundo.

En cambio, la gloria de lo divino se nos manifiesta cuando aquello que fue todo tristeza, al fin, se nos revela indiferente. Es como darnos de alta, aprobar un examen que queda secreto para siempre entre el cielo y la tierra. “Y recordás una sentencia clara, muy clara: / «No vas a volver a morir» / Una vez más sabés / Que no vas a volver a morir”, escribe en “Someone Leans Near” la hermosa Toni Morrison. Me encanta ese poema y adoro ese “una vez más sabés”: cuando estamos listos para vivir es que estamos listos para morir y saber, una vez más, que no, que tampoco vamos a morir. No ahí, no en eso, no de frente a eso. Nunca es lo último que comemos lo que nos revienta el estómago, por alguna razón, quizás por falsa motivación, lo recuerdo cada vez que siento que algo está a punto de matarme.

No soy de las que creen que lo que no mata, fortalece. Lo que no mata se lleva algo de nosotros, es decir que algo irremediablemente muere en nosotros. Y esto tiene que ser así todo el tiempo. No hay mayor indicio de nuestro estar vivos. Eso que muere es como darnos un baño para quitarnos una resaca: es higiénico. Me muero de solo pensar en lidiar teniendo vivo lo que ya murió con lo que ahora está vivo: es un exceso. Nadie necesita tanta carne. Eso que va muriendo también nos recuerda, justamente, que no solo somos carne. Somos muchísimo más que eso y no tenemos idea. Llegamos a ese misterioso campo nuestro a través de estas muertes.

Tenía un amigo que durante una depresión que pasé me decía antes de cortar — era la época en la que se hablaba por teléfono de línea y uno podía jugar a decirle al otro: “ya sabés lo que te voy a decir, no?”, así que luego de muchas repeticiones, me lo decía yo misma — “barré, no dejes de barrer, no importa cómo te sientas, no dejes de barrer, no te das cuenta pero estar perdiendo piel, eso que parece polvo en el piso, es piel muerta, barrela, sacala”. Tenía este recuerdo bloqueado hasta que el año pasado me di la cara contra Papeles Falsos, esa (otra) joyita de la tremenda Valeria Luiselli, y ahí dice: “Estamos en proceso de perder algo. Vamos dejando pedazos de piel muerta sobre la banqueta”. Lo estaba leyendo en BookMate. Leí eso y automáticamente vino la voz del viejo amigo. Aún más en automático, tiré la tablet, me levanté y me puse a barrer. Barrí por horas.

Cuando aparece esa “tristeza hasta la muerte”, como la define Jesús poco antes de ser crucificado, y en definitiva, esas tristezas y esos procesos en los que un poco morimos porque es lo que necesitamos para ser vivos nos ponen en ese lugar, la ducha y el orden se vuelven milagros. En uno de los momentos que lo fueron preparando para lo que estaba por vivir, María de Betania le lava los pies a Jesús con “medio litro de nardo puro, que era un perfume muy caro”. Sin ningún conocimiento técnico, siempre me gustó hacer un antes y después entre ese momento y el siguiente: el anuncio de la resurrección lo recibe María Magdalena, quien junto a otras mujeres se había acercado a la cueva con especias y ungüentos para limpiar y embalsamar el cuerpo. Pero, no solo que el cuerpo no estaba: el cuerpo no merece ningún apego. Lo que limpiamos, en esas tristezas y resurrecciones, es el espíritu.

Cuando terminé de barrer, volví a Luiselli. Y ahora también vuelvo a ella, exacto desde donde la dejé: “, palabras muertas sobre la mesa; olvidamos calles y oraciones repasadas con tinta. Las ciudades, como nuestros cuerpos, como el lenguaje, están en obra de destrucción. Pero esta amenaza constante de temblor es lo único que nos queda”.

En su poema “Spirituals”, Langston Hughes cuenta una escena movilizante y describe, a través de la naturaleza, estructuras sólidas buscando “una cosa firme en que apoyar mis manos”. Pero esas estructuras, también tienen un movimiento que solo es explicable desde lo divino. “Las olas se elevan / desde el peso muerto del mar”, dice en unos versos. Las olas son puro temblor, arrastre, inminencia, imprevisto, pero la base permanece ahí, y Dios controla que el mar se mantenga en su lugar aun a pesar de su inmensidad y fuerza, de sus abismos, de la elevación de sus olas. “Canta, oh Señor Jesús!”, proclama el poeta.

No sé si hay algo más contundente que el mar para recordarnos nuestra finitud, nuestra pequeñez, nuestra fugacidad. Es en el mar, en su horizonte, que suponemos los bordes de la tierra: no podemos caernos. Nunca estamos — siendo cuerpo — tan cerca del cielo como cuando estamos frente al mar. No, ni en un avión entre nubes. El poema de Hughes destaca que los árboles y las montañas están sobre tierra. El mar también, pero su tridimensionalidad nos permite olvidarnos de eso. Pero hay más decir en el mar de lo que nuestro lenguaje puede abarcar. En Una guía sobre el arte de perderse, Rebecca Solnit recuerda “la creencia de muchas tribus de la costa de que las almas de los muertos se dirigen hacia el oeste por el mar y la descripción de la muerte como el punto en el que el río penetra en el mar”. Los árboles se mueven por el viento, las montañas por la fe y las olas por las almas.

Cinco sirenitas llevan a Alfonsina, vestida de mar. Ramirez y Luna parecen también reconocer esa cercanía entre el mar y el cielo: “Sabe Dios qué angustia te acompañó / Qué dolores viejos calló tu voz / Para recostarte arrullada en el canto de las caracolas marinas / La canción que canta en el fondo oscuro del mar / La caracola”. En el nudo de Spirituals, Hughes dice “Oí cantar a mi madre cuando la vida la hería”. La canción repetía: “voy a subí a mi carruaje un día”. Nuestros poetas le preguntan a nuestra poeta “qué poemas nuevos fuiste a buscar?”. Siempre que escucho esa obra de arte que es esta canción me la imagino a Alfonsina respondiendo asqueada de la poesía. Estás en el mar, puerta del cielo, el poemario por excelencia, la poesía más brutal de todas. Por eso, siguiendo la huella de las tribus, todas las almas pasan por el mar.

El poema de Hughes termina diciendo “Canta, oh madre negra! / La canción es una cosa fuerte”. Tan fuerte que las olas se elevan y se tragan toda la poesía. Hay algunos poemas que solo se escriben para llevarlos de alimento al mar.