#42 — Ritmo y sustancia

La obra del artista Romare Bearden (Carolina del Norte, 1911) está marcada por el ritmo. Un ritmo territorial, otro musical y finalmente el propio. Un ritmo propio que es reflejo de tiempos, elemento de época y sobre todo, carne de su carne.

A pesar de su hambre autodidacta pasó por diversas universidades y centros de estudios. Si bien su vida está atravesada por el arte coqueteó con las ciencias. Se dio el gusto de ilustrar a Du Bois y hacer una destacada tira para un diario de Baltimore cuando apenas tenía experiencia. Escribió libros sobre el arte oriental y sus configuraciones espirituales. Luego de haber sido alumno de George Grosz en la Art Students League de Nueva York, en La Sorbonne de París coincidió e inició una amistad entrañable con Pablo Picasso, quien definitivamente marcó algunas de sus obras. Pero sus influencias también abrazan a Matisse y Diego Rivera. Sirvió durante la Segunda Guerra Mundial y la vivió con la desesperación y la urgencia de regresar a su tierra, no solamente para volver a su estudio, sino para ser parte de lo que la historia en ese momento demandaba. Fue un hermano que nunca faltó a las convocatorias de los movimientos por los derechos civiles. Era un enamorado del blues y del jazz. Fue un activo devoto del Renacimiento de Harlem y militó el no olvido de la vida y obra de aquellos hombres y mujeres que eran ignorados en cada libro de historia de arte. Así, se unió temprano al Harlem Artists Guild. Había llegado a Nueva York con apenas tres años junto a su familia, la ciudad lo inspiró a cada paso y él la adoró hasta su último suspiro.

Bearden fue un vanguardista por excelencia. Llegó antes a técnicas que luego replicaron grandes nombres, como Warhol o David Hockney, y que marcaron el nacimiento del pop y su extensión hacia lo contemporáneo. Y llegó antes por lo ya dicho, el ritmo. 

Sus procesos creativos estaban lejos de responder a los habituales que ofrecían las clases de dibujo y plástica, en esos encuentros él sentía que no se contemplaban sus pálpitos, su manera de mirar lo externo como manifiesto de un mundo mucho más profundo. Así que fue dejando atrás las fórmulas convencionales a medida que consolidaba su búsqueda y realización como si fuera un compositor. Pero no de cualquier música, y acá, de nuevo, aparece el ritmo, porque Bearden hace su arte materializando la transformación del blues rural al eléctrico, del jazz clásico liberando su espíritu hacia el free jazz. Es ahí donde sus obras no solo generan representación popular, también funcionan para entender la escena musical de aquellos años, especialmente entre las décadas del 40 y 60, para cuando el estilo del artista ya había sido tomado por varios y él empezaba a reformular su propio camino.

Si bien es especialmente reconocido por sus collages y fotomontajes, fue un muralista audaz. Siempre buscó las maneras de politizar la abstracción, de plasmar recortes realistas a partir de un ideario que invita a una mirada despierta, no ordinaria, que se permita nuevos pensamientos y una lectura detenida. Intuitivo y sensible, medió entre la tradición y la innovación, lo que parió una identidad artística que conmovió a pintores negros y blancos.

Su crecimiento sucedió a la par de la segregación, la lucha por los derechos civiles y el despertar revolucionario. Por lo que durante demasiados años su nombre quedó relegado, o al menos no ocupando el lugar nacional e internacional que el impacto de su trabajo había logrado. Pero fue también gracias a ese escenario que su retórica logra el peso que tiene y su voz se convierte en líder. En 1964 fue nombrado el primer director de arte del Consejo Cultural de Harlem, un destacado grupo de defensa del arte afrodescendiente. Ocho años después, se lo invitó a ser parte de la Academia Estadounidense de Artes y Letras.

Sus últimos años fueron ambiguos, por un lado, el goce de un reconocimiento tal que le permitía, al fin, vivir de su arte, pero, a su vez, la batalla con el cáncer. Falleció en 1988 en la ciudad de su corazón, Nueva York.  

Actualmente las retrospectivas que lo tienen de protagonista son moneda corriente, también su nombre suele ser una referencia visual para varios artistas del hip hop, incluso bandas como The Roots lucen su obra en tapas de discos. En esta nueva movilidad que difunde generosamente sus ideas hay una victoria colateral, caminos que irremediablemente empujan a un revisionismo que permite rescatar del olvido a otros tantos artistas que fueron comidos por el estallido pop y la hegemonía de los relatos. Porque, tal como Romare Bearden celebraba, el acto creativo es en sí una acción rehén de ideología, por más sutil que sea, por más inconsciente que suceda, la ideología es parte de toda creación, por eso es imposible pensar que una idea, cualquier idea, pero enfáticamente las que tienen impacto cultural, tenga inocencia política. Hacerse eco de este efecto inevitable y obrar en consecuencia permite una narrativa histórica más justa y, lo principal, o la mejor parte del asunto, una narrativa fértil, porque advierte a los nuevos que hay espacios ya ganados, que les pertenecen, y que toda oportunidad negada debe ser tomada o provocada como lo propia que es. Y esto último es una obligación para con los que pusieron el cuerpo antes y defendieron la continuidad de una tradición.