#41 — Chica en guerra

“No seré la única reportera en París, pero sí voy a ser la única fotógrafa mujer, a no ser que llegue otra en paracaídas”, le escribió Lee Miller a Audrey Withers, directora de Vogue Londres. Y así, a finales de agosto de 1944, la musa por excelencia del surrealismo y la amante libre que todas las figuras culturales soñaban domesticar salía a cubrir la guerra con la idea clarísima, una vez más, de hacer historia.
Habían pasado varios años del encuentro callejero que le cambió la vida. En una típica escena de hallazgos inesperados, un editor de Condé Nast quedó deslumbrado por su belleza en el momento exacto que la salvaba de ser atropellada por un auto. Ese encuentro accidental la llevo directo a las tapas de Vogue.
Miller sabía que su belleza le abría puertas y también sabía que esas puertas se cerrarían fácilmente, sin embargo contaba con la fortaleza, la ambición y el talento para abrirse paso en un mundo claramente masculino.
Hija de un fotógrafo, su relación con la cámara fue totalmente “inevitable, natural y un refugio”. A los 7 años había sido violada por un amigo de su familia. El padre, a partir de ese momento y hasta pasada la adolescencia, la fotografió desnuda para que ella pudiera reconocer, reconectar y reconciliarse con su cuerpo. Estas sesiones eran todo un ritual que ocurrían con ella bañándose.
“Sé que parecía como un ángel en el exterior, sé que así me veía la gente, pero yo era como un demonio adentro, yo había conocido todo el sufrimiento del mundo desde que era muy pequeña”, confesó alguna vez.
Uno de los que se rindió sin reparo a sus pies, dándole además un lugar único de confianza creativa, apuesta que terminó haciéndolos crecer a ambos de manera trascendental, fue Man Ray. Fue una de las mujeres que más retrató, fue clave en las piezas más reconocidas y, como si fuera poco, fue gracias a ella que llega a la técnica de solarización. Miller era una bomba de inspiración para él, y funcionaban en una perfecta correspondencia porque ella también se mostraba receptiva a sus enseñanzas y se animaban mutuamente a nuevas aventuras para expandir sus límites. Si bien fue Man Ray quien le abrió las puertas de París, el combo sensual que habían logrado constituir los volvió a los dos sinónimos de aquella bohemia y vanguardia parisina, quedando el cuerpo de ella como la imagen maestra de aquel tiempo, apareciendo fotografiado e intervenido de todas las formas posibles.
Cuando logró mover las fichas necesarias para poder cubrir la guerra, abandonó el departamento de Man Ray y fue por ese nuevo capítulo en su vida junto a otro de sus amantes, el fotógrafo David E. Scherman.
El registró bélico de Lee Miller expone toda su irreverencia y su espíritu animal, con una presencia cien por ciento dedicada que se ve reflejada en la cercanía sin igual a cada uno de los hechos que le tocó retratar. Esto le valió arrestos por meterse en zonas de combate o locaciones prohibidas, y también censuras por el horror explícito que se animó a capturar. Así, Vogue Londres se convertía insólitamente en uno de los medios con la cobertura más brutal, sobre todo de Dachau y Buchenwald.
El 30 de abril de 1945, Miller y Scherman llegaron al departamento de Prinzenregentplatz, 27, (Munich, Alemania). Una dirección más de tantas si no fuera que ese era el domicilio de Adolf Hitler. Mientras que ese mismo día el Führer se disparaba en la boca, ella llenó su bañera, acomodó perfectamente los elementos del baño para que no queden dudas donde estaba y la razón por la que estaba ahí: sus botas sucias justo adelante y centradas, un cuadro de Hitler atrás, una escultura al costado increíblemente parecida a ella, el vapor sobre los azulejos y su cuerpo asomándose de la bañera posando para Scherman. Si bien él trabajaba para Life, la fotografía fue para Vogue con el epígrafe perfecto para no romper el clímax logrado por la imagen, en el que es imposible no ver su propia historia: “Me limpiaba de la suciedad de Dachau”. Antes de retirarse del departamento, y posiblemente sin conocer las noticias finales de Hitler y Eva Braun, fotografiaron varios objetos y durmieron una siesta en la cama matrimonial.
Picasso, Ernst, Henry Moore, Jean Cocteau, Chaplin, entre otros, también se unieron a ella mezclando obra, súper acción y romance. Eran tiempos de orgías casi en modo performático y de tríos perfectamente constituidos, el amor libre ya aparecía integrado con la vida familiar. Lee Miller se casó dos veces, primero con Aziz Eloui Bey (1934/1947), de quien se separó para casarse con quien estuvo hasta sus últimos días, Roland Penrose, padre de su único hijo, Antony. Es él quien cuenta que los mejores recuerdos familiares que tiene de ella son con las visitas de Man Ray, “mamá era realmente feliz cuando estaba con ellos dos juntos, y entre ellos no había competencia, compartían el amor que ella sentía sincera y enormemente por ambos”.
La relación madre e hijo merece un capítulo aparte. La fotógrafa volvió de la guerra sumergida en una depresión que parecía incontrolable, no pudo escapar del alcoholismo y su adicción a los sedantes no tenía límites. Se volvió una mujer triste y violenta. “Le dolía el paso de tiempo, hablaba solamente para herir, su violencia oral era realmente brava. Si hubiera usado esa misma potencia para conversar hubiera sido todo más fácil. Por ejemplo, ni mi padre ni yo sabíamos de su violación, recién luego de que falleció nos enteramos. También nos pasó con cosas que vivió mientras cubría la guerra, escondió muchísimo material que la dañaba y que encontramos al abrir todas esas cajas misteriosas que guardaba. Realmente llevaba en su memoria demasiado horror”, escribió su hijo.
Sus últimos años no fueron en paz, la mayoría coincide en que luchó tanto contra el cáncer como con dejar atrás el pasado, queriendo ser simplemente Lady Penrose, una mujer que se dedicaba a la cocina gourmet y a escribir sobre recetas. Ya no quería ser vista por sus amantes ni amigos, sentía que había perdido su belleza, pero cuando estaba sobria seguía encantando sin igual.
“Le sigo contando a todo el mundo que no he malgastado ni un minuto de mi vida, la pasé maravillosamente, pero, en el fondo de mí misma, sé que si tuviera que volver a vivir sería aún más libre con mis ideas, con mi cuerpo y con mis afectos”, le escribió en una carta a su marido en uno de sus últimos viajes.
Falleció en 1977 en su campo inglés después de fumarse un cigarrillo.