Jellyfish, de Carlos Godoy

Nota publicada en Estación Libro

“¿Quién nos metió esa idea de que la vida es buena y hay que vivir mucho y disfrutarla?”, escribe Yakie mientras espera la siguiente toma de Misoprostol. Sí, la protagonista de esta historia está interrumpiendo su embarazo, y continúa -en la medida que puede-, escribiendo un diario que comenzó tres semanas atrás, en el momento que el test diera positivo.

Yakie tiene 19 años y vive en Almagro, es una estudiante universitaria que sueña con ser una escritora consagrada. Hija de una dramaturga reconocida con quien vive y de un padre ausente -que deposita dinero en una cuenta para que ella viaje oportunamente a Europa a visitarlo-, mantiene una relación con Tomi sin ningún tipo de aspiración sentimental. Él es un estudiante crónico de Comunicación, también es poeta, y con sus 32 años a cuestas, depende de su madre para poder cubrir sus cuentas. Rápidamente ella nos dejará en claro dos cosas: la adolescencia mental y abrumadora de él, y que el atractivo que la une es sexual, indicativo clave de que la relación no es para nada simple ni banal, y que está bastante cargada de complejidades que, incluso, trascienden al uno del otro.

Hasta acá podría ser una historia más, pero estamos hablando de la novela Jellyfish – Diario de un aborto (Tusquets, 2019), que está lejos de perderse en la generalidad y que se destaca notablemente por cada una de las definiciones que la componen. El logro es de Carlos Godoy, el escritor cordobés que hace peso desde su lugar contemporáneo y reafirma la costumbre de ofrecer finas lecturas políticas a través de su obra literaria, en esta oportunidad irrumpiendo entre las zonas cómodas de las corrientes de época que insinúan que los hombres no pueden involucrarse en ciertos temas que tocan a la mujer, como si los hombres no fueran parte del problema, y también de la solución. Las dos rayitas rojas aparecen en la vida de Yakie al mismo tiempo que en Argentina se inicia el debate por la legalización del aborto, momento en el que Godoy arranca a escribir. No solo es una novela testimonial, es un documento de contrastes entre los realismos y ficciones -aunque la modernidad fáctica los vuelva irreconocibles- que mantuvieron en vilo al país a lo largo del 2018 sin más definición política que la de ganar terreno en una agenda que trasciende la feminista, y que, como toda agenda pública, está golpeada por un Estado que retrocede a pasos agigantados. Narrado como un diario en primera persona, la voz de Yakie se siente genuina, irreverente y brutal, sensible e íntima, por momentos se vuelve insoportablemente incómoda y por demás magnética. Hay todo un relato alrededor del eje abortivo que roza una y otra vez con lo ensayístico que funciona como una deep web, y de ahí sale su mejor voz, la más edificante y sensual, que es su voz política, la que no cae nunca en personalismos y nos invita a una maratón de reflexiones lúcidas y enriquecedoras que podemos coronarla en la siguiente expresión: “las personas que vivimos en países tercermundistas vivimos en la ilegalidad”.    

Un par de días antes de tomar el Misoprostol, Yakie visita a su psicoanalista y le dice: “No me siento culpable por abortar. O sea, abortaría mil veces”, y si bien es cierto que este diálogo puede perderse en la fuerza total del texto, esta línea es un clímax de emancipación que al fin contradice a esa expresión moralista y regularizadora que reza que “ninguna mujer va a abortar feliz en su decisión”. Estamos hablando de escenarios sociales y culturales con posibilidades, y de situaciones dadas dentro de los márgenes del consentimiento, sectores que pueden permitirse pensar y direccionar el deseo de la maternidad, por lo que no hay en estos casos mayor revictimización y aleccionamiento que el de culpabilizar la decisión del aborto.

Yakie se explaya en terapia sobre algo que ya nos había contado los días anteriores cuando, desbordada por el desprecio que Tomi comenzó a despertarle de manera inmanejable, concluye que había algo más profundo que resolver a partir del aborto, y que es a las situaciones a las que exponemos nuestro cuerpo y cómo lo vinculamos con lo que hacemos. Cuando ella dice en terapia “Me siento culpable por todo lo que me lleva a abortar que es, básicamente, que soy una idiota que se embarazó de un idiota con el que nunca tendría un hijo” está recordándonos que el cuerpo no siempre es nuestra decisión, incluso lo dice más literal en otro momento del diario, cuando concluye, catártica y cínicamente, que sin sus deseos sexuales sería una chica seria y exitosa. Más allá de lo orgánico y anatómico, no se puede hablar de maternidad deseada si moralizamos, estigmatizamos, diagnosticamos, normativizamos o dramatizamos la pulsión. Lo que nos advierte Yakie no es menor, y es que el aborto -enmarcado en estas particularidades de clase y situación- te obliga a revisar de tal manera quién sos que “te desmoraliza (…) se lleva partes tuyas, algo de vos”. Y no, no se refiere a que se lleva la maternidad ni al ideario verde o celeste, se refiere a esa unicidad íntima, a eso que no podemos adjudicarle a lo político, porque de hacerlo estaríamos cruzando un límite totalitario, haciendo propio el cuerpo ajeno.  

En definitiva, no todo escenario de aborto implica una víctima y un victimario, en esa particularidad no menor es que pone la atención Godoy, quien aporta entre las páginas un valor extra distinguiendo que para ganarle a la clandestinidad se necesitan herramientas y conocimiento. Así, Jellyfish emerge de la mera experiencia lectora para volverse instructivo y/o un manual de uso, difundiendo información detallada y necesaria de tal manera que el diario de Yakie se vuelve también indispensable en la urgencia y ausencia del Estado, y como recorte histórico de los tantos que dejarán esta antesala hacia la legalidad.