Ni correctos ni incorrectos, heridos

Publicado en Polvo

“Creemos en el respeto por la expresión creativa”, respondió contundente el MET frente al pedido arengado por la neoyorkina Mia Merrill —“lady power” según su bio en twitter— de sacar de exposición Thérèse Dreaming, el cuadro de Balthus en el que la jovencita, en una pose de descanso, deja asomar su ropa interior mientras su gato toma leche.

“El Met está, tal vez sin intención, respaldando el voyerismo y la cosificación de los niños. Me conformo con que se advierta que es una obra que puede perturbar” fundamentó Merrill, que logró ser acompañada en su solicitud por 8700 firmantes.   

“Las artes visuales son uno de los medios más importantes que tenemos para reflexionar a la vez sobre el pasado y el presente, y esperamos motivar la continua evolución de la cultura actual a través de una discusión informada y de respeto por la expresión creativa” remató al ángulo el museo, recordándome como Federico Fellini definía, justamente, a Balthus: “es el guardián de un patrimonio simbólico en el que el tiempo depositó los sedimentos de la cultura del arte”.

Este pedido de censura no es un caso apartado, el juicio que conlleva el pedido y los alcances que logra tampoco. Pero vamos por partes, porque cuando el río de la corrección política suena, y prácticamente ya no deja de sonar, y choca con el río de la incorrección política, que lejos ya de tener vida propia vive en modo reacción y, por ende, no aporta sorpresa ni visión, lo que traen es la desnudez herida de un coro de sujetos nadando en sus microclimas narcisistas.

Los ángeles de Balthus

Balthasar Kłossowski de Rola nació bajo un cielo pisciano y parisino en 1908. Su infancia y adolescencia transcurrió entre artistas e intelectuales de elite. De descendencia noble, hijo de un historiador de arte polaco y de una pintora rusa-polaca, el terrible y autodidacta Balthus dio la nota desde muy temprana edad interpelando con talento irreverente a todo el entorno familiar.

“Todas mis figuras femeninas son ángeles. La gente piensa que es erotismo” explicaba ya consagrado y siendo el favorito de la mayoría de los coleccionistas y de sus colegas. Fue el primer artista con vida que llegó a tener obras en el Louvre como parte de la colección privada de Pablo Picasso que fue donada al museo, también fue uno de los artistas vivos más caros de su época.

Sus obras son, antes que nada, silenciosas (no mudas) y cálidas, reconfortantes bajo un aura que derrapa misterio, como si estuviera pintado el momento previo o posterior inmediato a un suspiro. Es en esta composición de elementos que Balthus genera desbordes de sensualidad, porque obliga a un mirar atento, sentido, degustando. Si los sentidos están de fiesta, como lo están frente a cada una de sus obras, el erotismo es inevitable y la incomodidad también. El arte, entonces, goza de buena salud.  

Si Mia Merrill hubiera leído el recomendadísimo libro Balthus. Meditaciones de un caminante solitario de la pintura. Entrevista con Françoise Jaunin (2010, Las Cuarenta) se hubiese encontrado con muchas respuestas a sus inquietudes y, tal vez, con nuevas preguntas que, incluso, le permitirían disfrutar la obra (y disfrutarse frente a ella).

En ese libro, Jaunin toma la definición de “ángeles” y le repregunta a Balthus si “para ser ángeles, ¿no tienen poses lascivas y voluptuosas que evocan más que nada el despertar de los primeros deseos?”. El artista, que responde con un doble “no”, le explica que “son posiciones de abandono propias de la infancia. La gente las interpreta de cualquier manera. Es su problema, no el mío. En realidad, lo que hacen es proyectar sus propias fantasías”, y no sin resignación concluye: “hay tanta confusión cuando queremos ponerle palabras a las pinturas”.

La era de la fatiga sensorial

Hay un tipo de confusión que suele ser vital en todo proceso, de hecho, hay confusiones que son la piedra angular de una nueva visión: a partir de las razones que convocan a un estado de confusión, uno se permite rever situaciones, pensamientos, básicamente actualizar “el software” propio (y es tan necesario, mi amor).  

Lejos de esa vitalidad tenemos la confusión a la que hace referencia Balthus que, a su vez, parece inocente con la que vemos hoy a diario, impermeable, lo cual es coherente en un mundo infantil, caprichoso y fugaz como el nuestro.

Resulta insólito tener que decir algo tan obvio: el mundo y sus creencias han cambiado muchísimo, y se hace uso de esos cambios sin procesarlos, apropiándoselos en vez de transformarlos, esa cultura que vuelve todo descartable o reemplazable infantiliza las vinculaciones. La modernidad es una máquina de acumular, pero no de procesar. Una sociedad que no distingue deseos de necesidades —lo que rebaja al deseo a un estado ordinario— no termina nunca de estar a la altura de lo que sus propias voces exclaman.

Ciertos temas exponen todo esto de manera arrasadora. Ya es un milagro leer opiniones que no confundan sexo con sexualidad y, a su vez, con género; desde hace un tiempo a esta parte el género y la elección sexual, además, se convirtieron en una especie de valor, de cualidad, tomándose, también, como si fuera un rasgo de la personalidad.

Naturalizamos que se le dé cuerpo de “denuncia” a meros escraches virtuales. En esta ola vemos cómo no se distingue abuso de acoso y cómo ambos se banalizan por no poder distinguir que, en ciertos casos, ni más ni menos, uno conoce gente de porquería y/o mediocre, combinación que hace estragos; y también pasa —de hecho, pasa la mayoría de las veces, por algo cuando sucede lo contrario es todo un acontecimiento— que las citas no salen como deseamos, que no todas las relaciones son para ser, o sea, puede fallar (mucho) pero no es violencia de género que eso suceda. Esas experiencias, esas vivencias personales, que sí son frustrantes y agotan, y no hay dudas que pueden ser de mucho dolor, tampoco son reglas, no son causas colectivas, muchas ni siquiera deberían ser notas periodísticas (la era digital que nos contiene es muy generosa en espacios, velocidad y oportunidades de expresión.

Dicho todo esto, en los casos que realmente sí hay violencia, del tipo que sea, las vías hacia donde se lleva esas situaciones convierten lo grave en una catarsis más. Así, también vemos a una modernidad que acumula escraches que luego nadie recuerda. Ni Mia Merrill debe recordar que terminó el 2017 queriendo censurar un cuadro y acumulando firmas.

¿Por qué todo sucede tan rápido y banal? Porque si hay un mal in crescendo en este mundo es la fatiga, no física ni intelectual, sí emocional, o para ser más exactos podemos hablar de fatiga sensorial; por supuesto que la fatiga emocional/sensorial termina afectando a la física y, desastrosamente, a la intelectual.

Tu polémica adolescente 

Podemos dividir a los protagonistas de todo este show en cuatro grupos: el feminismo mainstream (team “el futuro es feminista”, “lesbianizate”, etc.), el feminismo crítico (el que pierde su agenda por salir a responder o señalar lo que hace el mainstream), los hombres que se autodeclaran feministas y los hombres que se “alinean” con el feminismo crítico.

Si es ridículo el hombre que sale a gritar a los cuatro vientos “soy feminista”, es doblemente ridículo el hombre que se presenta cercano al feminismo crítico y hace lecturas tan forzadas que se ven las hilachas por doquier, sobre todo en la obsesión por fragmentar al feminismo para amoldarlo a su discurso que —más directo o menos directo, más “genuino” o más “polémico”— en su conjunto es misógino y no resiste análisis: un hombre desde su computadora le dice recurrentemente a las mujeres qué hacer, y cómo, cuándo, dónde, con quiénes. Ok, next.   

Por otro lado, está la incompletitud e insostenibilidad que genera la exigencia actual de tener que verlo todo a través de una mirada de género, lo que nos hace deambular en un escenario irreal porque claramente es inaplicable. En parte, porque esa mirada de género se presenta, además, tuerta, solamente contempla la propia mirada, sea de la línea que sea, ignorando una cantidad para nada menor de certezas que quedan fuera de su alcance. Y esto no significa que hay un “versus” entre las certezas propias y las ajenas; parte de la madurez de una persona es poder asimilar —con su adultez bien integrada— que la razón propia no implica la no razón de una otredad.  

Tampoco es llamativo que los cuatro grupos se parezcan tanto entre sí, los extremos funcionan así, y aparecen potenciados, a su vez, por el narcisismo moderno que garantiza su alimento diario a fuerza del impacto que puedan obtener en las redes. La modernidad también acumula, entonces, notas y opiniones que apuntan a que las mismas diez personas de siempre aplaudan “a los propios” y a que las mismas otras diez personas repudien a “los otros”. Otro tipo de narcisismo, la zona cómoda, cuidar “el quiosquito”: next reloaded.   Podemos decir que el indispensable “menos es más” de la arquitectura sería para la escritura el “si no tiene nada bueno para decir, mejor no diga nada” (bueno, para la vida toda, claro). Lo único bueno de no callarse partiendo desde el sentido de “polemizar” —porque si algo es notorio es que atrás de la postura obsesiva de “incorrección política” hay un adolescentismo no resuelto pidiendo atención— es que deja ver quién es realmente el que escribe; lo que se dice habla más de uno que de lo externo, y ahí vemos cómo los personajes terminan comiéndose a la persona o, bueno, la persona termina mostrándose tal cómo es a través de un personaje “polémico”. Esto no es periodismo ni crítica, mucho menos transgresión, pero en este “millennialismo” sí lo es (besito a la pipa de Magritte y compasión con Fogwill y Bioy Casares, no tienen la culpa de los que fantasean ser sus herederos y están rengos de caerse en cada baldosa floja).

La palabra de moda es empoderamiento. Pero para empoderarse hay que discernir, y para discernir hay que dejar la fatiga sensorial atrás.    

Contra los moralizadores del arte

Para terminar, y este es el gran punto en cuestión, que no quepa dudas que si estamos hablando entre nosotros de acciones y reacciones feministas o de corrección e incorrección política es porque estamos a salvo materialmente hablando. O sea, lo hacemos desde una comunión de sillones clase media para arriba y con la vista que desde esos sillones alcanzamos a ver por nuestros ventanales. Nada de todo esto visibiliza ninguna problemática real, los sectores vulnerables no están enterados de lo correcto o incorrecto ni se conmueven al grito de “¡vamos las pibas!” o “siempre con las putas”. Y que yo me conmueva con Balthus, vea gozosamente las películas de Polanski y Woody Allen, mueva la cadera al ritmo del hip-hop más burdo, etcétera, no me hace víctima ni culpable ni cómplice.

¿Por qué aun con las cartas claras sobre la mesa necesitamos tomar estas noticias superficiales y salir a ajustar tuercas? Porque, aunque todo parece ser un absurdo legitimado y funcional, en términos culturales resulta importante subrayar cuantas veces sea necesario que se peca de elitismo y despolitización, pero también de espíritu demodé.

Si tu polémica o revolución es anular/burlar lo que te molesta o interpela, disimular/negar lo que se siente, moralizar el arte, revisar el pasado desde los paradigmas actuales, si es aferrarte a tu autodefinición de lo que sos y hacés y es juzgar al resto por si toman o dejan esa autodefinición, si es alimentar una libertad que se siente “libre” por hacer lo que se quiere, entre otros tantos vicios con los que nos escupen a diario, no quiero pecar de spoiler pero tu polémica o revolución está perdida antes de empezar porque carece de pulsión. Y como primero se empieza por casa, lo que está perdido es el propio deseo. Concluimos, entonces, que la modernidad acumula, también, las distracciones necesarias para no hacer carne esa pérdida, y acá volvemos al principio de la nota: el mundo cambió muchísimo, las sociedades se transformaron poco. Y el estancamiento tiene un clímax: empantana.