Texto extendido del publicado por Página 12 (18/08/2025)

Hace unos meses, Mamita Peyote anunció la salida de su tercer álbum, Territorio Peyote. Solo pronunciarlo ya nos abre un sinfín de caminos, porque la materialización cultural del largo proceso creador, a conciencia o no, en armonía o tensión, siempre dialoga con su tiempo. No solo para dar registros, sino para extender su eco. Una obra cultural —a diferencia de una producción creativa— nace y no lo hace como se dice por ahí “de un repollo” —o en el caso de la producción creativa, por ejemplo, podemos reemplazar repollo por tendencia, o algoritmos, si queremos ser más epocales—. La obra cultural tiene en su interior un pasado, de mínima, inmediato, que responde a la escucha del pulso creador. Pero también puede adelantarnos algunas pantallas hacia otras esperanzas, lo que no es poco en este juego de la vida que a veces parece perdido.

Que Territorio Peyote nazca en un tiempo que habla de “calle online”, una conceptualización que se presenta con prepotencia a pesar de la ingenuidad que porta en su nominación, ya es un gesto de por sí, porque nos invita como primer suspiro a volver al viejo y preciado mapa. El mapa con todo su esplendor: su peso político, su testimonio cultural, su biografía social. En los mapas los territorios aparecen como un cuerpo con todo el pecho inflado y abierto, con toda su descentralización a flor de piel, no solo acusando existencia completa, sino proclamando ciudadanía, comunidad viva. Mal que pese para algunos, en el mapa estamos todos; también lo que esos algunos fantasean con tapar, desplazar, olvidar, multar. Pero Mamita Peyote parece ver y escuchar lo que el mapa dice (pide, reclama) y lo transforma en una oportunidad única para que no nos quedemos solo en lo simbólico, sino que salgamos a la consumación literal y total de lo que el título del álbum nombra y ese mapa condensa.

Este nuevo disco está conformado por diez canciones que cumplen el sueño de la portada propia: cada una tiene su arte de tapa, y cada arte de tapa es una obra original de diez diferentes artistas plásticos rosarinos. Una aventura colectiva que, de nuevo, podría quedarse ahí y ya ser muy distintiva. Pero no, los Mamita siguen viendo oportunidades de territorializar y no las dejan pasar: esos artes de tapa ya están saltando de su digitalidad a las paredes de diez barrios rosarinos.

De portada a mural barrial, si en esta definición de exaltar los barrios no hace ni falta decir cómo el mapa se desordena y bambolea, nos queda subrayar que el hilo que sostiene esta superaventura está marcado por las bibliotecas populares. Ellas, más que ser el punto, son el corazón que encuentra y enciende al máximo el proyecto, que ya no es solo el lanzamiento del tercer disco. Porque si bien ahora estamos vivenciando cómo Territorio Peyote muta en la Gran Kermesse Peyotera, lo que se está construyendo tiene que ver con lo que esas bibliotecas sostienen cada día pensando en la sociedad del mañana, en el adulto que puede ser el pibito que hoy no sabe qué responder al “qué querés ser cuando seas grande”. Pero también sostienen al adulto que no tiene qué responder cuando se habla de la infancia. Si los mapas fueran una edificación, sin dudas serían bibliotecas públicas y populares. Son el lugar para todos. “Son tus ideas las que cuentan, y una biblioteca te puede ayudar con tus ideas. (…) La biblioteca es la respuesta”, decía Ray Bradbury, no para soltar algo cursi a ver quien lo atrapa, sino porque nunca olvidó que ahí se refugió, se formó y se salvó mil veces, y aún ya consagrado seguía yendo: “los profesores inspiran, pero la biblioteca te satisface”.

Entonces, La Gran Kermesse Peyotera funciona como un nuevo imaginario, para que cada uno encuentre su aventura y vea todo lo que puede hacer si une fuerzas. Entre los que disfrutan de la complicidad con la gente de las bibliotecas, los libros que van y vienen, los que cocinan, los que dibujan la Rayuela en la vereda, los que saltan a la soga tratando de evitar los pelotazos, los que se quedan a upa, los que corren de un lado a otro, entre todos esos niños y adolescentes están los futuros feriantes, bailarines, muralistas. Por supuesto, los futuros bibliotecarios, lectores y escritores del futuro. Y sin duda, también están por ahí los Mamita Peyote del mañana: porque los proyectos colectivos son así, más o menos sabemos cuándo empiezan a gestarse, pero nunca hasta dónde y cuándo pueden llegar. Por eso resultan tan deserotizantes y mediocres los signos de época: la inmediatez, lo superficial como única posibilidad, las entrevistas sordas, el resultadismo instantáneo, el mal chiste extendido, la construcción de ideales exitosos que en su liviandad se vencen antes de que se puedan festejar. Nada nuevo bajo el sol: todo es vanidad y correr tras el viento. En el sentido opuesto, acá estamos festejando el recordatorio primigenio: comunidad y cultura funcionan un poco como el qué nació primero, el huevo o la gallina. No hay una sin la otra.

La cultura no es transformadora como acto psicomágico ni una comunidad es representación de bien común por solo ser comunidad. Transformación y comunidad no son términos propositivos per sé, esa tendencia neutralizadora (demagógica) es parte del problema porque se desentiende de los efectos del, valga la redundancia, los desentendimientos. Para que la cultura sea toda esa herramienta que suele describirse que es, bueno, primero tenemos que salvarla y recuperarla de la demagogia; segundo, hay que crear actos concretos que no sean mero efectismo, que encuentren dentro de toda la expresión de entretenimiento la posibilidad de trazar alternativas de pensamiento, de despertar imaginaciones que quebranten la desazón y crueldad de las desigualdades estructurales. Hay que desafiar el contexto, interpelar la época.

Fotos Instagram/MamitaPeyote

Y en esto, Mamita Peyote está en su salsa, es una banda soñada para encarar algo así, pero lejos de quedarse en ese sueño, ya vemos, tienen los pies acá, entre nosotros. Un “entre nosotros” muy realista, de esos que no abundan, porque si algo sabemos es que todo “nosotros” requiere ir a pérdida. Principalmente, pérdida del yo. Es desde ahí, o recién ahí, que nacen todas las historias y se escribe la gran historia. Que la invitación a asistir a este posible “entre nosotros” ocurra en los barrios profundiza estas ideas, porque esas calles no siempre son amables (la poca amabilidad de nuestras calles siempre habla del estado del Estado, un habla que no siempre es escuchada). Y esto también hay que decirlo si queremos salvarnos de la demagogia: el barrio tampoco es propositivo por el solo hecho de ser barrio. Y esa es tal vez la primera herida que como ciudadanos descubrimos a medida que vamos creciendo.

Pero también esas calles son nuestro primer contacto íntimo con la idea de Patria. Por eso importa tanto una propuesta que invita a rever lo cotidiano, y en esa revisión acercalo para encontrar lo extraordinario. La música, que es la posibilidad suprema de entender la realidad por otros medios, de recuperar lo que se borra, es también una buena aliada cuando la compartimos a cielo abierto, cuando bailamos no solo siguiendo el ritmo, sino reescribiendo lo que esas baldosas ven de cada uno de nosotros cada día. Más aún: cuando prestamos atención también a ver cómo los otros escuchan esa música, cómo la bailan, cómo viven eso que suena. Podemos volver a vernos o vernos como nunca antes a partir de las diferentes conexiones posibles con la música sonando a cielo abierto en una fiesta barrial. Podemos entender a esos otros que nos resultan tan desconocidos aunque vivamos puertas pegadas.

El derecho a la ciudad por momentos parece una utopía, pero este proyecto nos recuerda, justamente, que la ciudad (que empieza en nuestro barrio) es un derecho. Ese recordatorio nos deja a la utopía servida en bandeja. O bien, en la puerta de casa, a la inversa de lo que dice Galeano, ella viniendo a nosotros: no escapemos como ella haría, ja. Se habla mucho de ocupar el espacio público, entre otras razones, para reconstruir el lazo social. Pero no hay recomposición posible sino hay reciprocidad. Con esto quiero decir: Mamita Peyote sale al encuentro y se deja encontrar, no invita a los vecinos de cada barrio a participar, sino a ser protagonistas, y no solo del Territorio Peyote, sino de sus barrios. El protagonismo es multitudinario.

La Gran Kermesse Peyotera arranca temprano con los preparativos, aunque desde las semanas anteriores ya se palpita. Es un planazo familiar, y las veredas llenas de familias confirman esa obviedad. Pero también es el momento de sacar a relucir todos los talentos. El Territorio Peyote despliega a todas las luces los principios de la comunidad organizada (¡oh, utopía, vos de nuevo!): a los feriantes tradicionales, desde los que nos bendicen con sabores hasta los que nos asombran con sus artesanías, se le suman los vecinos que honran la vieja y preciada economía de dones. Las postales son a todo color y hay mucho de improvisación, de oportunidad, de descubrimiento: desde peluqueros y peluqueras a los que enseñan a andar en skate o en bici, los que hacen manualidades, los que juegan al ajedrez esperando que se hagan los choripanes. Payasos y malabaristas por donde mires, el piso devenido en mesa de dibujo. Y por supuesto, los que van calentando el escenario con covers, temas propios, improvisando acordes, los que llegan con sus tambores, las columnas de danza con las polleras llenas de vuelo. Los más curiosos esperan entre mates y pastelitos bien cerca del telón que cubre el mural.

Estos recuerdos que contarán el día de mañana la Rosario de hoy ya ocurrieron en la presentación de Bailar, que fue el 22 de junio en Biblioteca Pocho Lepratti, con mural de Mel Romero (y el Pocho con alas en su bici como testigo y siempre faro: grafiteado, banderín, remera, también mural, y desde las mils formas que alguien puede seguir tan vivo y ser millones); en Biblioteca Cachilo —el 6 de julio—, con el tema Conjuro y el mural de Soledad Cassini como estrellas; en la presentación de Maldito, muralizado por Flor Balestra y Noke, en Biblioteca Fontanarrosa el Día de la Bandera; y el 3 de agosto en la Biblioteca J. B. Alberdi, con el tema Luces y el mural de Leo Serial. El 17 de agosto salió Picante en la Biblioteca Popular Empalme Norte, con el muralismo en manos de KemaKraneo. Agosto se despide el mismísimo 31 en Biblioteca Casa Arijón al ritmo de Coraza y los pinceles de Jorge Molina. En septiembre las citas son dos: el 14 la gira barrial llega a Fisherton, a la Biblioteca Popular Gastón Gori, con un mural de Dimas y la canción Buya como ofrendas; y la gesta inolvidable finaliza en la Biblioteca Popular Casa Luxemburgo, el 28, donde se presentará Backstabber con mural de Shuli Rober (y puede que se sume otro muralista más).

Y justo frente al chasquido del aceite friendo, además de pastelitos, empanadas, tortas y otras ricuras, pensaba mucho en una frase de la escritora y poeta neerlandesa Gerda Blees, que escribe en su premiado libro Somos luz, publicado por la editorial rosarina Serapis con una traducción muy dedicada de Micaela Van Muylem: “Una sociedad que ya no honra su pan de cada día comienza a perder la relación con la realidad”. Con una escritura muy novedosa y agraciada, la novela —inspirada en un hecho real— nos cuenta la historia de un grupo de personas que en nombre del amor, en busca de la iluminación y de una posible evolución espiritual empiezan a dejar de comer. El alejamiento de la comida, a su vez, viene acompañado de un alejamiento del afuera. Esa espiritualidad vacía, con sobredosis de cliché y eufemismos —digámoslo con todo el peso de la palabra: espiritualidad capitalista—, es el inicio de una ruptura social que se va profundizando hasta los distintos finales fatales que viven los personajes. Antes de esas fatalidades hay miles de señales y formas de poner en relieve lo que esos discursos promueven, el tipo de individualismo que construyen.

Como contrapartida pensaba en el pan como centro de mesa, la mesa como centro de encuentro. En ese pan que se parte al medio para compartir, dar paso al perdón y traer la salvación. Veía esas reposeras haciendo ronda mientras pasaban muchas cosas a la vez, pero ahí, en ese círculo, la conversación no la interrumpió nada, y el mate tampoco. Por eso pan y mesa también tienen que ver con nuestro territorio: cuando dejamos de mirar al vecino, cuando dejamos de honrar nuestra condición de sujeto social, empezamos a perder relación con la realidad. Perder la relación con la realidad es perder la posibilidad de perdón y salvación. No hay espiritualidad posible si dejo de mirar a mi vecino, de mirar mi cuadra, de caminar el barrio: esto no es una idea pacifista lineal. La historia de la humanidad se funda en el encuentro, desencuentro y el choque con los otros, ni las victorias ni las derrotas, ni la amistad ni la enemistad, son definitivas. Pero sí hay algo que parece medio definitivo y definitorio: para cada momento hay un fuego que reúne, un alimento, un tambor, una danza que se comparte para celebrar, para duelar, para escuchar. Ahí estamos a través de los siglos: en ronda a pesar de todo. Porque la conflictividad, que no solo no es una connotación negativa per sé, sino que hasta incluye la idea de celebración, es lo que mantiene viva a la cultura comunitaria.

La Gran Kermesse Peyotera es ese recordatorio ancestral, si se me permite la exageración, que nos llega justo a tiempo (crucial, de mucha prédica y poca práctica de lo que se predica), y cerrará su gira con un gesto más. A la altura de lo que fue construyendo en este paso a paso, la presentación completa de Territorio Peyote será en el Anfiteatro Municipal H. de Nito, con shows de apertura internacionales, Skaparapid y Rosa Spark, y también de los artistas barriales. Porque, al final, lo que siempre está cerca es el barrio, por algo la gentrificación nos lo quiere sacar.