Publicado originalmente en Awrora
Portada: La indiferencia de Blonda Bugs, de Mildred Burton (1981)
Nunca es suficiente cuánto hablamos de lo precarizados que estamos mientras lo estemos. De hecho, desde mi propia precarización, creo que se habla muy poco. Aunque se hable un montón, aunque —como nunca antes— la conversación más extensa, sostenible, profunda, honesta, diría hasta desesperada, sea lo tan precarizados que estamos.
Algo que vengo notando de manera muy unánime —no porque antes no ocurriera, de hecho es el padecimiento crónico del freelancer promedio, solo que ahora se amplificó— es cómo los últimos días de cada mes ya no se habla de llegar sin un mango, tal vez por la obviedad que ya resulta. Ahora, como un precalentamiento grupal, se habla de la odisea que será tratar de cobrar los días siguientes cuando el nuevo mes arranque. Se convirtió en todo un deporte de riesgo intentar cobrar entre el 1 y el 5 (fecha que suele ser límite en el pago de alquiler, préstamos, etcétera), o al menos antes del 10 (fecha límite en el pago de expensas y estándar de muchos impuestos).
A las malas, injustas, simbólicas y/o estancadas pagas, sin paritarias a los que les toque y con desconfianza sobre los presupuestos que enviamos los que estamos de alguna forma organizados, hay que sumarle la espera incierta y ansiosa. Lo incierto, ni toda la angustia que va acumulando, no creo que necesite mucha explicación.
La ansiedad sí me interesa ponerla sobre la mesa con todas las palabras posibles: porque uno planifica y se ordena, uno trata de mantener las cuentas al día y de no retroalimentar un clima de estrés, pero si la plata (que es de uno, porque lo acordó, pero que también es parte de los beneficios que uno con su trabajo produce) no llega, no hay planificación que valga. Si quedaste con plomeros, electricistas, con amigos para salir, si ordenas tu calendario de acuerdo a tus changas, a la facturación escalonada, o lo que sea, porque qué tanto dar explicaciones, la planificación deriva en ir cancelando lo que no podrá ser porque los cobros no llegaron. Visto así podría pensarse que es una desorganización personal, pero la precarización laboral y todo el destrato que de ella se desprenden desorganiza la vida social. Parte de la vida del trabajador, el que a su vez sigue cumpliendo con el trabajo, pero no puede continuar con su vida. Lo que se corta al cortarse la cadena de pagos es el funcionamiento de una sociedad.
En tiempos en los que tanto se habla de libertad, una manera honesta y concreta de pensarla, sin romanticismo ni heroísmo, es marcar que hay libertad cuando uno puede elegir si quedarse o no en los lugares que no cumplen los acuerdos ni los tratos, ni hablar si entran otras formas de violencias. El trabajador no tiene libertad para elegir irse, aún cuando se va de un lado para caer en otro en similares condiciones.
Como si estas postales fuera poca cosa, hay más en esa dinámica de no cobrar en tiempo y en forma: la espera que uno tiene que procesar antes de reclamar (o al menos hacer recordar), no sea cosa que encima el que paga se ofenda y no te pague más (toquemos madera los que todavía no pasamos por esto) o se ofenda, incomode o queje. Cuando al fin se dice “ey, tengo que cobrar”, lejos de sentir que uno asiste a un principio de solución, la realidad es más bien contraria, o incluso ajena: lo que se siente es ridículo. ¿De verdad tengo que reclamarte que me pagues esta mierda? Y si encima se abre un loop de mails, llamados, mensajes, seguimientos, excusas, proyecciones, el aumento de incertidumbre y ansiedad se reafirma en lo agresivo de la práctica. Porque el silencio siempre es una posibilidad de respuesta y el ninguneo es una práctica efectiva.
Digamos entonces como cosa básica que la precarización no es solo laboral si a mis horas de trabajo le tengo que sumar el tiempo de espera y de llamados/mails, la energía, la paciencia, audacia, elegancia y simpatía para al fin lograr cobrar mis honorarios o salario. Pero también digamos que resulta más profundo el asunto: no es solo precarización laboral si toda la dinámica me hace entrar en crisis con lo que elegí hacer. Lo voy a dejar en forma de pregunta: ¿cuántas veces al día se tienen que recordar que el problema no es la escritura, el periodismo, la gestión cultural, la edición/corrección, el diseño, (el trabajo que sea), si no la precarización, si no la poca puesta en valor que proponen los que están en los lugares de decisión? La precarización no es solo laboral si parte de lo que hago se trata de hacer visible mi trabajo y hacerme visible yo como trabajador/a frente a la invisibilidad que impone el otro al trabajo que hago y al trabajador/a que soy. Ahí se rompe un acuerdo, pero también todo lazo social, y para los que trabajan en el campo social, político y cultural, también se rompe toda posibilidad de ver realizado mucho de lo que proponemos desde nuestros trabajos y proyectos.
El punto es que algunos no lo toman como un acuerdo ni un lazo. Esa idea de “dar trabajo” no necesita ser explícita para ser la columna vertebral que sostiene la relación del que tiene que pagar con el que tiene que cobrar. Se puede no caer en el desprecio explícito del “dar trabajo” y materializarlo en gestionar el pago como un favor que se hace. Entonces acá también entra en discusión que no solo se trata de hacernos visibles, sino de recordar que nuestros honorarios/salarios no solo se tratan de lo que nos toca hacer y hacemos, sino que principalmente de cómo lo hacemos, y más aún, de lo que sabemos y de la capacidad para crecer que presentamos.
Y podemos ir un poco más allá para seguir desglosando algunas de las muchas capas de la precarización, porque ya ni siquiera se trata de hablar de guita. Es hablar de algo que dio tantas vueltas posibles como para quedarnos carentes de habla: y ojo acá, puede parecerse pero no hay ahí ninguna impotencia. La precarización produce agotamiento, pero ese agotamiento también da la vuelta, todas las vueltas, y puede producir otras cosas. Y no, no necesariamente buenas, simpáticas. Como dice Octavia Butler, cuanto más quemado está el individuo es cuando más ganas tiene de mostrar su propio poder, el problema es que esa quemazón dirige mal el uso de ese poder.
Con la ausencia del habla recuerdo lo que escribió Edouard Louis en su breve y fatal Quién mató a mi padre: “La historia de tu sufrimiento tiene nombres y apellidos. (…) La historia de tu cuerpo es la historia de esos nombres que se han ido turnando para arruinarlo. La historia de tu cuerpo acusa la historia política”. Lo que me hace entrar en relación directa con la enorme novela Algo que pase pronto, de Agus Espasandín, que ya leímos/recomendamos por acá, en relación a cómo es el cuerpo el que expresa lo que ya no podemos expresar nosotros a razón de nuestra precarización y todo lo que conlleva. Louis y Agus hablan del cuerpo de dos trabajadores, un padre y una amistad muy especial. Cuerpos que no olvidan el lazo social, aunque se los haya ido despojando y por eso encarnan todo el peso del tiempo.
Entonces, ya no es solo una cuestión de precarización laboral ni de precarización de la vida toda, sino de todo lo que se va rompiendo y ocurre más por lo bajo, más silenciosamente, porque es más difícil de cuantificar y de representar, pero también de prevenir y reparar, o mismo de curar y sanar cuando la enfermedad se hace presente. Tal vez el que engloba todas las posibilidades sea la sensación de cansancio extremo. Sin embargo, ¿cómo se le pone habla al cansancio? O bien, ¿cómo se escucha el cansancio del otro? Un otro que, en estos tiempos, cuesta ver.
En nuestro contexto, que el cansancio no sea algo consumible, que no tenga forma posible de ser contenido, no solo se convierte automáticamente en un tabú, sino que se lo reemplaza hablando de voluntarismo: exactamente lo que no necesita el cansancio. Un cansancio que no es físico, que no es de horas de sueños. Un cansancio que motoriza una mente que no para porque todo es incertidumbre y ansiedad. Y el trabajo, que debería ser un poco el ordenador, es el que toca todos los botones para incrementar esos efectos y causas.
Pienso ahora que tal vez la conversación ya no es de guita porque esa conversación pasó a ser sumamente íntima y torturante: tenemos una voz interior que está haciendo cuentas sin parar. Cuentitas de mierda. Hace unos días, en unas asambleas de trabajadores de diferentes áreas de la cultura, alguien me decía que se soñó en terapia, a la que ya no va porque no puede pagar más, preguntándole a la psicoanalista si pagaba el monotributo o la luz, si compraba algo acá o se iba hasta allá, sacando cuentas de bondi a ver si le convenía ir hasta allá por si necesitaba acercarse con un taxi de viaje muy corto, para finalmente terminar preguntándole si compraba algo esta semana o no compraba nada y se arreglaba con lo que tenía. Un pensamiento caracol metido en un sueño, que lo devuelve a un espacio de cuidado/tratamiento de salud mental, al que ya no puede asistir porque no puede pagarlo. Me pareció una fotografía muy justa de eso que tiene de todo menos estática, que no va creciendo como bola de nieve, sino que va agudizando la cabeza como una alarma que tarda mucho en apagarse. Primero es ruidoso, luego insoportable, hasta que se vuelve funcional al sonido ambiente. Cuando finalmente se apaga, es el silencio lo que suena. De nuevo, lo que termina acusando historia es el gesto posterior. Todo pasa, sí, la cosa es cómo quedamos después de. Y sobre todo cómo somos con los otros en el durante y el después de todo eso que pasa/pasó.
No tengo final para este envío. Tal vez rescatar como para redondear esta idea última lo que pasó el lunes con las mañanas de Radio Con Vos. La lógica de los medios ya las conocemos, pero sigue siendo importante y distintivo cómo el compañerismo hace la diferencia. Como hace la diferencia visibilizar los destratos, traer al aire a los que no salen al aire y la están pasando mal. Saber ocupar los lugares que nos tocan y hacernos cargo de algo. Poner la cara, poner palabras, aunque no podamos resolver ni evitar, lo que se va rompiendo por lo bajo puede encontrar arreglos cuando tenemos esos gestos.
No es lo mismo que se pierda la mirada humana y trabajadora del otro a que sea lo que se destaca, lo que ordena las formas en las que nos relacionamos, lo que se pone por delante de cualquier proyecto que tengamos. Fue muy genial ver a las estrellas de la radio hablando de lo muy maltratados que fueron algunos de los despedidos que trabajan del otro lado del aire. Que algunas de esas estrellas también hayan recibido recortes y elijan correrse, salirse todo el tiempo del centro, para recordar que hay otros pasándola mal en serio, y no solo por un despido, sino por la forma, y que hay otros no despedidos que también la están pasando mal no solo por las formas, sino por la precarización laboral, salarios horribles y pagas que llegan a destiempo.
Entonces, no sé cómo terminar este texto pero de todas formas vuelvo al principio una y otra vez: nunca es suficiente cuánto hablamos de lo precarizados que estamos mientras lo estamos. Ojalá en algún momento nos escuchemos y la escucha nos lleve a otro lado.
