Publicada en Rosario 12 | 09/06/2025
La primera vez que pensé que podía vivir en Rosario fue el 25 de noviembre de 2006. No es una virtud de mi memoria tener la fecha tan presente, es una virtud del motivo que me trajo a la ciudad: el mítico Festival Buen Día se presentaba en Plaza Cívica. En un bondi que funcionaba como un sulky, esa misma mañana salimos de Palermo con Lucas Martí, Rosal, Los Latigos, Victoria Mil, Ama, y seguro me olvido de alguien. En esa Ciudad de Buenos Aires pos-Cromañón, más que una escena musical, esa breve lista acusa un armado de tiempo histórico totalmente territorializado por las condiciones en la que estaba ocurriendo la música y la vida social. Por supuesto, no eran los únicos, pero es una enumeración que refleja cierta composición de aquella nocturnidad cultural alternativa que tuvo que salir a buscar la luz en el túnel, aún a pesar de su propia oscuridad.
Cuando se dio ese viaje a Rosario yo ya llevaba un buen tiempo laburando con Martí. Él venía de separar A-Tirador Láser y en el 2005 estaba iniciando su camino solista “a lo Lucas”, con dos discos al unísono: Simplemente y Primer y Último Acto de Noción, tan sublimes como diferentes entre sí. Para aquel noviembre de 2006 ya había dado otro giro más en esa talentosísima manía de ir siempre por otra cosa, así que llegamos al Buen Día con el flamante y bailable Tu Entregador.
Con asistencia perfecta a sus presentaciones y una colaboración activa en el boca en boca para que más personas sepan lo que estaba haciendo, en ese nuevo comienzo suyo él vio en mí a una potencial manager, o algo así: la verdad es que le daba una mano con la agenda, con el ir y venir de las fechas, la prensa, y lo que era el uso de las primeras redes sociales (las que todavía no llamábamos así). Más que cambiarme la vida, la apuesta generosa de Lucas me dio una vida que me trajo hasta acá. Y para más, su profesionalismo hizo escuela de tal manera en mí que se me abrieron mil caminos, los que condujeron felizmente una y otra vez a Rosario. Y ya no solo por trabajos de comunicación, gestión o producción cultural, sino como autora y editora.
Pero también hubo caminos de placer y amistad que siempre me hacían volver. Pol Nada abría las puertas de su casa y su anfitrionismo era tan increíble que uno podía sentir esta ciudad —aún ajena en mi cotidianidad, pero que siempre estuvo cerca— en la palma de la mano. Así que más de un fin de semana con espíritu escapista solo tenía que irme a Retiro, tomar el primer micro que me trajera y caer, por ejemplo, en Café Berlín. Al amanecer, como quien se toma un taxi para volver a su casa, yo volvía en micro y en ese par de horitas imaginaba, de nuevo, qué lindo sería vivir en Rosario.
Los regresos estaban desbordados de gratitud, porque tenía plena noción que, más allá del trabajo o la diversión, en estos viajes había una formación sentimental mejorándome en todo, como sujeto social y como obrera cultural. No hubiera sido mi juventud la que fue ni sería yo la que soy hoy sin Rosario en mi radar. Sin su forma de construir y compartir espacio público, de mirar al río y, sobre todo, de dejarse mirar por el río.
Claro que hubo un momento en el que la fantasía de vivir acá mutó a ser un pensamiento en firme, un plan. Fue a partir del 2012, cuando me tuve que mudar del bajo Boedo y alejarme bastante de todo ese cordón sur en el que nací, me crié, crecí y, además, fundamental, marcó en mí una posición muy concreta en el modo que me paro en el mundo: no es solo un sur porteño (en el sentido más etimológico posible y no en jerga nacional), sino que es sobre todo estar ubicada en un margen al sur. Las razones de la mudanza ameritan otra nota y otro tono, pero dos claves: las distancias que, entre el tráfico y el pésimo funcionar del transporte público, se vuelven eternas aún siendo mínimas, y la vida inquilina, que obliga a perseguir el mejor departamento vía dueño directo. Entre el 2012 y 2021, año que dejé Buenos Aires, pasé por Villa Crespo y el límite exacto entre Barrio Norte y Abasto. Los últimos cinco años en la ciudad conviví con alquileres temporarios, y eso también es otra nota, otro tono, pero vale un asterisco: el tipo de convivencia que esto propone, sumado a un volumen urbano criminal (vivía a media cuadra de Av. Córdoba y Anchorena), me llevaron a ser un poco infiel con Rosario y a fantasear con mudanzas más extremas.
Luego de un paso por la ciudad capital, que suelo llamar con gracia y resignación “accidente”, finalmente el 19 de octubre de 2024 abrí la puerta de mi departamento rosarino. Y lo hice con un llavero de Newell’s, porque los porteños, al menos de mi generación y las que le siguen, en su mayoría entramos al fútbol rosarino por El Diego y Leo, pero debo decir que a pesar de todo el kit leproso con el que llegué, con cosas que me acompañan desde los 90, estando in situ el asunto futbolero cambia radicalmente, así que está un poco en crisis y confuso. Ya no digo que soy de Newell’s, pero tampoco me defino canalla. Igual, veo en eso algo hermoso, y agradezco a los amigos que sin hacerme rosarioplainning bancan mis tiempos. Porque creo que de esa crisis y confusión futbolera también uno va haciéndose de la ciudad que eligió. Más aún, de una ciudad que me eligió.
Hay un mito cursi que dice que si uno piensa tanto en ir a una ciudad es porque algo ahí lo espera. Yo no sé bien qué creer, todavía estoy haciendo pie, pero sí tengo una respuesta cuando me preguntan si ya lo descubrí: en Rosario me esperaba Rosario, y esa correspondencia es un montón, es más de lo que mucha gente está sintiendo hoy en sus ciudades o donde les toque estar, incluso donde hayan elegido estar. Por eso también escucho con atención a mis amigos rosarinos cuando me cuentan sus decepciones con su ciudad. Estuve ahí, los entiendo. Y a la vez, es muy grato ver cómo entre todos hacemos que ocurra una Rosario tridimensional: está la Rosario que puede ser, pero también está la de cada uno, y hay una más, mi preferida por estos días, que es la Rosario que hacemos juntos entre lo que ellos ven y lo que veo yo, entre su conocimiento y mi descubrimiento que les habilita a ellos un redescubrir propio. En ese intercambio, la ciudad formada se sigue formando.
