El negro más lindo del mundo

   

escrito por:

Publicada en El Eslabón — Edición impresa del 10/05/2025 | Redacción Rosario 15/05/2025

Con la pausa atenta y la gracia que lo caracterizan, Román contó que fue la hija la que le avisó lo que se estaba diciendo de él. La anécdota, que no es más que el diálogo entre un padre y su hija, confirma una idea que él mismo agitó hace ya un largo tiempo pero que sigue en el aire por lo irrefutable: “tener poder es que la gente te quiera”.  

Acepto que entra mucha subjetividad en la posibilidad de definir qué es querer. Pero creo que podemos coincidir en encontrar algo de cuidado en el querer. Y digo algo porque tiene que ser armonioso, inteligente, sensible. Porque el cuidar a lo loco, crudo, anárquico, en nombre del querer, puede ser el principio del descuido. A veces querer es también saber que llegado un determinado momento hay que dejar que el otro la choque un poco. En otro sentido, el cuidado que puede definir el querer nunca se trata de condescendencia, de ocupar o evitar la experiencia del otro, de permisividad plena. 

Me animo a decir, pensando en voz alta sobre esta hoja, que el cuidado de querer pasa por lo que estamos dispuestos a perder por ese otro —o eso otro— y, justamente, en reconocerlo como otro, externo a mí. No es yo, no se trata de lo que a mí me gusta, interesa, acostumbro, deseo ni de lo yo quiero dar, sino de lo que ese otro necesita y en las formas que lo necesita. Por eso, también este cuidado del querer nos interpela tanto y desafía aún más: ¿cuántas veces querer es simplemente cuidar lo que queremos de nosotros mismos?

“Nunca van a parar, pero vos trabajá tranquilo que sos el negro más lindo del mundo”, le dijo la hija a Román frente a las declaraciones de violencia racial que disparó un tal Anello. Riquelme dijo que no lo conocía, que sabía que era un periodista. Bueno, yo ni eso, creo que es la primera vez que lo escucho. Así que fui a Google a buscar méritos y, oh, sorpresa, no hay un solo resultado que lo favorezca. O sea, no es que fui a buscar un Premio Pulitzer, imaginaba que en la búsqueda encontraría un desierto sin luz alguna, pero al menos un mérito, una noticia en la que se hable bien de algo que haya hecho o algún gesto social, amistoso, familiar que lo pueda correr un poco de lo que ese recorte gritón me había presentado. Pero no. Nada. Como una profecía cumplida, una vez más: los meritocratas nunca tienen méritos ni noticias por talento, obra, sudor de trabajo y una entrega que no se preocupa por la pérdida, sino por algún tipo de bien común que reconoce a algún otro posible. 

Pero en este caso hay algo más para enmarcar el molde del que está hecho este sujeto al que tanto le gusta hablar del color de piel: lo persiguen denuncias de todos los colores por violencia de género, por antisemita, por deber la cuota alimentaria de sus hijos, por no reconocer a una hija, y anda a saber cómo sigue la lista.

Lo que sí podemos saber muy rápidamente, a simple vista, sin demasiado análisis, es que esos gritos desesperados en un medio de comunicación (de los que ya no esperamos nada y aún así siempre decepcionan un poco más) por recibir atención, por mostrar una hombría, raza e intelectualismo superior encubren mucho más que la obvia fragilidad masculina, la que tiene en sobredosis. Esa sobreactuación y odio racial exacerbado hablan de una impotencia abismal, una impotencia que es el opuesto exacto a lo que Juan Román Riquelme expresa y representa: Anello es el impotente al que nadie quiere. 

La primera evidencia es el entorno mismo del programa. Muy mal cuidado por la producción pero también por sus colegas. Rodeado de tipos —tal como suelen ser estos programas que reducen el deporte al fútbol y el fútbol a los huevos, y tal como suele ser la vida ¿social? de esta clase de sujetos, que solo andan con tipos—, ninguno lo paró, lo frenó, ninguno intentó cambiar el tema. No estoy pidiendo peras al olmo, no digo esto porque esperaba que alguno lo corrigiera y exhibiera lo ridículo e indigno de su papel; es muy probable que estén de acuerdo, o que al menos no dimensionen la indignidad (propia ni de su colega). Solo digo que ningún machito de esa mesa salió a cuidarlo un poco ni a cuidar al programa. Tampoco me sorprende: deben ser de los que creen que está bueno que hablen de vos, bien o mal, que todo es publicidad. Soldados del bait, pero el bait traducido como noticia basura son ellos mismos.

Yendo un poco más y saliéndome del programa, me aventuro a decir que fuera de ese estudio tampoco lo quiere nadie, porque ese historial de denuncias que carga así como habla de una conducta de enojo con la vida sin retorno (y es entendible, imaginate vivir con toda esa impotencia cuando tu discurso está atravesado por el mandato de la potencia masculina), también habla de la falta de una voz que le diga, como le dice la hija a Román, “tranquilo”. Y que en un acto de amor correspondido la tranquilidad no sea algo buscado, sino algo concebido: el tranquilo de ella habla de la formación sentimental que la rodea, la tranquilidad de Roman en sus actos, declaraciones, lecturas, habla de cómo se deja seguir formar sentimentalmente por los que lo rodean y quieren bien —a pesar de los años, de lo campeón, de lo “todo” que puede construir otra idea de poder y autoridad—. 

Pero los miserables impotentes no tienen a nadie que les diga “tranquilo” porque no quieren tranquilidad, quizás tuvieron, seguramente tuvieron, pero ya no. Pienso en esto que escribió Octavia Butler (una mujer negra que, siguiendo la doctrina riquelmista, es súper poderosa): “La gente está provocando incendios porque está frustrada, enojada, sin esperanza. No tienen poder para mejorar sus vidas, pero sí tienen el poder de hacer que otros estén todavía más infelices. Y la única manera de probarte a tí mismo que tienes poder es usándolo”. Esto, que parece aplicar a todo el mood libertario (por si no era obvio, Anello lo es, así que su enojo no solo es racista, nazi, espectacularizado, también es operación política), aparece en La Parábola del Sembrador, una obra sublime del afrofuturismo (futurismo negro, negro, más negro, negro contracultural, negro sabio, negro revelador y subversivo). Publicada en 1993, acontece, casualmente, por estos años nuestros.

Cuando el presidente de Boca declaró “tener poder es que la gente te quiera” estaba hablando del Diego. Otro negro y villero. Dos negros villeros orgullosos de serlo que se dispusieron en el mapa local y rompieron frontera en el mapa global haciendo una descentralización épica: cuando la gente habla del Diego, habla de Fiorito, cuando habla de Román, de Don Torcuato. Si fuéramos Keith Richards podríamos lucir una remera que diga Who The Fuck Is la París de Latinoamérica? 

Carlitos Busqued decía que al Diego lo odiaban porque no le perdonan que no haya sido el negro de ellos, que Diego siempre eligió ser, primero, el negro que es, y luego, el negro del pueblo. El Diego de la gente. Con Román pasa algo similar, rechaza toda idea de poder que no sea la del querer y a la vez se banca quedar en el medio de otras tantas disputas de las otras formas literales, finitas y oligarcas de poder, porque sabe que lo que él representa —negro, villa, asado, amistad, familia numerosa, pulsión, cumbia al palo, etcétera— es un clavo en el pie de la historia argentina, y en su disposición espiritual y política (como cosa, o más aún, etimológicamente hablando) es un freno a los que creen que todo se puede comprar. El Diego y Roman son el recuerdo permanente del no, tal vez el único no que sus opositores reciben, un no que rechaza pero también advierte que no todo se compra. 

La distancia entre los dos 10 es una de las tragedias argentinas. Pero para los que siempre creímos que aún en sus diferencias había mucho amor, Román lo confirma todo el tiempo, y no solo porque reconoce a Diego como el más poderoso de todos en su perspectiva del querer, sino porque encarna el legado maradoniano en su máxima expresión, de orígen a la cúspide, en sus caídas, levantadas y renacimientos y, sobre todo y ante todo, frente a los miserables de siempre. Román encarna el legado maradoniano con la frente en alta porque se constituye de y en todo eso que el blanco ignorante —y el ignorante suele ver a todos de su condición, pues no conoce otra cosa— llama negro para poder mirar a los ojos a cualquiera y, sin mosquearse y sabiendo que nada puede contradecirlo, decir: soy un pibe normal, vivo en un barrio normal, tengo color de piel normal. Lo normal de Juan Román grita a los cuatro vientos ser uno más, uno del montón. Aunque no lo sea por historia, por talento, por capacidad de discernimiento, por poder (en su idea de poder).

Pero sí todos, o muchos, muchísimos, somos Juan Román cuando él dice cosas como estas: amo a mi país, doy la vida por mi club, los clubes son de los socios. Cuando se postula un pibe de barrio y abraza la idea de los clubes en relación con sus barrios, cuando abraza la cultura argentina, cuando se involucra con la Memoria, la Verdad, la Justicia. 

Y así, el negro más lindo del mundo no solo trabaja tranquilo, sino que también nosotros, bastante huérfanos de representaciones, encontramos en él una voz y los gestos que nos honran. Que honran una posición política en el mundo, una forma de vida y convivencia, pero también la historia negra de un país que no asume su identidad, que no reconoce la belleza de esa identidad y que, en consecuencia, ignora todo lo que se pierde, todo lo que se le escapa, por creerse algo que no es, que no será, y que debería agradecer y defender no serlo.