Resulta ligeramente problemático ser el sueño cumplido de alguien. Es mucha presión y hay bastante margen para decepcionar.
Julieta Habif
Unidad mínima de familia es el primer libro de no ficción de Julieta Habif, que se suma a ese catálogo precioso de Vinilo Editora, siempre cuidadoso, detallista, sensible, pero de una sensibilidad agraciada, de esa que pone el ojo y el oído a otras cosas, o con otras formas de ver y oír sobre las mismas cosas de siempre. El libro de Juli no solo aporta sus propias luces y serendipias, sino que levanta la vara: pocas veces cerrar un libro trae consigo el abismo del ¿y ahora qué? ¿Cómo sigo? ¿Qué leo después de esto?
Al menos para los que tenemos cierta predilección por la lectura cultural, a la autora la tenemos muy en el radar. Lo que quiero decir es que no es el primer libro de alguien que nos es ajeno o desconocido, su escritura ya está instalada entre nosotros, y aún así siempre se nos presenta imprevisible. Una metaimprevisibilidad, un multiverso de imprevisibilidades: aún sabiendo que esto ocurre, oh, sigue siendo imprevisible. Y quizás en otro tiempo no, pero en este, que se escribe tanto corriendo atrás de la tendencia del día y para una tribuna endogámica, todos húmedos por ser polémicos y tira factos sin notar que están siendo cazados por su propia trampa, la imprevisibilidad es virtud. Si esa imprevisibilidad encima se mueve al calor de un espíritu que se nota curioso, hambriento y bien saciado de cultura general, con el talento de reconocer dónde hay una historia para contar y saber contarla, saber ordenar las memorias, de tener algo propio para decir pero de no temerle al silencio cuando no hay nada para agregar, bueno, esa imprevisibilidad deviene en un tesoro: y ahí, entonces, la escritura de Julieta Habif.
Esto no es solo una presentación de la autora ni elogio al paso, lo subrayo porque aparece como una marca que se desnuda por completo en Unidad mínima de familia. Un libro brutal, que quema y no se apaga. Al contrario: lo que se enciende se deja ahí, pero no para llegar a las cenizas, sino que se quema para alumbrar. Y ahí otro rasgo de la escritura de Julieta: la elegancia para narrar lo inenarrable y caer siempre de pie. Una elegancia que no sublima superioridad o frialdad, mucho menos distancia, porque se nota que hay una búsqueda en las palabras, y solo buscan las palabras los que no pueden hacer más que escribir. Cocteau decía que de un incendio salvaría al fuego, yo no sé lo que salvaría ella, pero creo que lo que Julieta salva en este libro es el poder de la escritura.
Un poder que viene en caída, porque hay escritura en abundancia y en esa misma abundancia está maltratada, bastardeada, hipermercantilizada, artificiosa, vacía, especulativa, cínica. Escritura sin cuerpo y con egos espectaculares. Entonces leer Unidad mínima de familia es leer y reencontrar un tipo de escritura hoy extraordinaria: la escritura que cuenta, que sabe de su poder (“en el principio era la palabra”), que se ríe de ese poder. Que se abre, que se expande, que dice y cuestiona, que no se toma muy en serio porque sabe que ya de por sí es demasiado serio lo que tiene entre sus palabras. “No sé qué es un libro”, confesaba Marguerite Duras, “Nadie lo sabe. Pero cuando hay uno, lo sabemos. Y cuando no hay nada, lo sabemos como sabemos que existimos, no muertos todavía”. Julieta debuta en la no ficción de largo aliento y uno la lee y sabe que lo que se lee es un libro. Por eso es una narración que vence al tiempo. Más aún: que libera al tiempo.
El punto de partida de este trabajo es el momento en el que a su madre le explota un aneurisma. Punto de partida y centro, pero el libro no es solo eso, también es otro montón de cosas igual de relevantes. El acontecimiento siempre desordena y por eso se lleva el título protagonista, es el instante exacto que nos cambia de estado, es imposible de olvidar porque es justo a partir de ahí que ya nada será igual más allá de cómo respondamos a lo acontecido. Por eso mismo, cómo respondemos es tan o más crucial, porque es en esa respuesta que se determina lo que sigue.
Entonces, aunque esa situación le cambia la vida para siempre, Julieta no descansa en el diario del lunes para contarnos la historia ni se devuelve al pasado como una excavadora de morbo y drama. Es sincera y cuidadosa con los recuerdos que nos comparte, y es generosa, intelectual y sentimentalmente hablando, con las lecturas que hace, con la forma que encara esta revisión, con esa voz en off que le agrega a lo que vivió y que conversa con la que fue en ese momento, con los que fueron todos a su alrededor en esos momentos, desde ahí para acá pero también desde antes que ocurra lo que le ocurrió a su madre.
Esta capacidad de lectura no solo revela capas y capas de pasados propios y familiares, esos pasados que no se saben bien cuándo comienzan, pero que a partir de ahí quedan en sus manos para ser finiquitados o transformados, sino que también, y esto me parece esencial, para dignificar aún más la muerte de su madre. Hablamos mucho de muerte digna como un derecho decisivo, la gesta burocrática nos termina robando toda la atención, y el agotamiento de abordarla también, pero la muerte es digna también por lo que hacemos con ella después los que acá quedamos: es digna porque hay vida después de ella, todavía incluso para el que murió.
Se dice que cuando nuestros padres se mueren ya no hay una casa a donde volver. Eso mismo se puede aplicar a todas las partes que se desarman cuando la familia nunca se logra constituir, aunque haya padre, madre, hermanos, perros, gatos, auto, parrilla, patio, pileta, etcétera. No tener dónde ir (no tener esa casa de familia) es como vivir en huida. Pero crecer tal vez sea entender que no tener dónde volver implica, en todo caso, no huir, sino irse de ese caos, darse la oportunidad de otra cosa. Entonces irse así también es llegar: llegar a nuevas formas de tener siempre donde volver.
Creo que por eso uno de los clímax del libro es el pasaje en el que Julieta cuenta que encontró la receta de arroz con pollo que hacía su madre. Una receta puede ser perfectamente un lugar donde volver. Más aún: EL lugar. “No sé a quién se la escribió. Es una de las cosas más tiernas que leí, y necesito de algún modo reflejar lo tierna que era mi madre. A pesar de los nervios y la queja permanente, era simpática y tierna. Era buenísima. Ser su hija es un gran honor, a veces me olvido. Lo recuerdo, sin embargo, cada vez que releo la receta”, escribe Juli antes de compartirla tal cual aparece en el papel encontrado. Por si todavía hay quienes no creen en la eternidad, la muerte queda atrás para siempre y la vida se dignifica (no porque retoma, sino porque se renueva) en su cumbre de vitalidad cuando, por ejemplo, en este caso puntual, ahora cada lector haga esa receta. La receta termina con un “Quedas rebien, a todos le gusta. Suerte, SIL”. El arroz con pollo nunca será igual para los lectores tocados.
Siendo un libro breve, Unidad mínima de familia concentra toda la profundidad posible y no hay una sola página que no sea en esa misma medida una lectura de placer. No hay contradicción ni relativismo en esto. En todo caso no llego a darme cuenta si esto es a pesar de todo lo que toca o, justamente, por todo lo que toca y la disposición con la que Julieta empuja el libro como un soplo de vida. Por donde pasa la muerte, la finitud, las preguntas sin respuesta, la autora hace explícita la vida. Y esto no es motivacional ni un canto de victoria de manera predeterminada. Me gusta mucho como lo dice ella: “Por supuesto que la vida sigue, aunque de a ratos se sienta que vivir empeora las cosas, y sigo en ella porque no soy tan lúcida ni tan valiente ni estaba tan perdida como para desertar. En líneas generales, todas las vidas son un cúmulo de imperativos, un inventario de hay que. Y todas toman la conquista de cada uno de esos hay que como si eso fuera avanzar. Moverse. (…) Pero yo creo que, a veces, la idea de que uno se está moviendo es ilusoria. A veces uno no se está moviendo, solo está siendo funcional. Supongo que lo que quiero decir es que en ocasiones resulta la única terapia posible y efectiva. Pero otras, cuando estoy triste y cansada, creo que justamente ese es el problema. Cenar ñoquis, maquillarse, elegir qué ropa se va a usar: que la vida siga es el problema”.
Leer a otras voces hablando de sus familias es un túnel que arremete para encontrar partes de la propia familia. Aprender lo que no supimos solos pronunciar, entender, reconocer. Perdonar, aceptar y ya, sin más. Perdonarnos, aceptar y ya, sin más. Ojalá a tiempo, pero si no… Leer a otras voces hablando de sus familias para no sentirnos solos entre tanto fantasma y juicio, vergüenza, carga. Para poder quitarle peso a la indiferencia. Es increíble que la indiferencia que pueden despertarnos nuestros círculos más cercanos pese tanto. Como si en un punto ese peso sea la forma en la que dejamos de ser indiferentes: el peso como un grito sanguíneo.
Leer a otras siendo hijas, hijas de esas madres. Todas las madres la madre. Tanto se ha escrito de la relación entre nosotras y parece siempre poco, no alcanza, porque la complejidad en el lazo es absoluta, pero no es lineal. Tal vez nada sea más variable que la relación hijas y madres, madres e hijas. Hijas siendo madres de nuestras madres cuando ni siquiera podemos ser sus hijas. Siendo malas madres, malas hijas y nulas amigas de ellas porque no queremos ser nada de eso. Leer a otras para reconocer lo que no se puede decir porque en nuestro radar existencial no hay noción de cómo decirlo, digo: hay un no poder decir que no tiene que ver con el pudor, formalismo o el querer evitar el juicio ajeno y la culpa propia. Realmente hay una imposibilidad. Pero la imposibilidad se abre en mil posibilidades leyendo a otras: con sus silencios, entrelíneas, con sus ritmos, con sus particularidades. Todas esas postales que se multiplican entre los padres y madres de ciertas generaciones, desafíos que van de generación en generación, al poder verlas a través de otros nos quitan lo especial, el drama, la cruz individual.
Leer a Julieta para contagiarnos de su sabiduría dulce, humilde, redentora, que nos recuerda que sí, finalmente, a los padres se los entiende, pero solo hay una manera de hacerlo y esa manera es tarde. Entonces, leer a otras para no estar tan solas en la impuntualidad y reconocer que todavía nos quedan otras formas de crear un donde volver: ahí, donde un libro es un libro, porque existimos todavía, y eso no es poco.

