#76 — Sari, la inolvidable

   

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A veces tiene más poder el que se acuerda y a veces el que se olvida.
Julieta Correa

¿Por qué son tan lindos los caballos? es el primer libro de Julieta Correa, una joyita de esas trascendentales que no se pueden llamar simple y ligeramente libro del año. Punto valioso para Rosa Iceberg, una editorial que nos recuerda que las publicaciones pueden ser muy preciosas y memorables, sin ostentación ni máquinas de humo, cuando hay un proyecto, una dirección, un sentido justo de la estética y, sobre todo, del acompañamiento editorial incluso más allá de la publicación en sí. Detalles que no solo no son regla, sino que en este libro completan perfecto un match que con justicia poética está cosechando, más que flores, un jardín.

La protagonista de ¿Por qué son tan lindos los caballos? es Sari —“la que guarda los recuerdos de esta familia”—, la mamá de la autora y sus hermanos. Podemos empezar diciendo que Sari tiene buen gusto y ritmo para la conversación, pero no tanto en el sentido extrovertido o por pasión social, más bien por compromiso con las palabras y una facilidad atractiva de jugar con ellas. Hablado o por escrito, Sari es una caja de sorpresas que lanza remates, frases, expresiones, panoramas y versos que son disruptivos, poéticos, carnales, llenos de aura y de una claridad que revela una profunda intimidad con lo que ama, con lo que la conmueve, y como contraposición, con lo que no. No quiero que esto suene romántico. Profunda intimidad es un elogio, sí, pero es carísimo, tiene un horizonte casi inescapable de lidiar con las impiedades de lo cotidiano, porque profunda intimidad implica una insoportable lucidez, una insoportable capacidad de ver lo que el promedio no ve, lo que el promedio no escucha. Más aún, es ir un paso más allá luego de ver y escuchar donde otros hacen la plancha, es apreciar, honrar, glorificar, anhelar. Estás siempre más adelante, o más adentro, o más a los costados. No hay orilla nunca. Los lados B de esta lucidez que no escatima ternura siempre son filosos, tanto como para generar personalidades en huida. En huida del promedio mundano, porque la intimidad es, a su vez, todo lo opuesto a huir. En todo caso, hay una decisión de con quiénes y con qué lugares alcanzar esa intimidad.

Quizás por eso también Sari ama vivir en el campo. Toda su sensibilidad y cosmovisión alcanzan formas de libertad muy concretas, suaves y amables cuando está en relación con los animales y sus rituales, los cielos generosos, los tiempos y sonidos particulares de la no ciudad. Esto también se puede leer como los tiempos y sonidos particulares de lo no centralizado: toda la posibilidad de ser sin tener que moldearse a. Ah, las almas repudian todo encierro… y nada encierra más que la gran ciudad.

Con linaje familiar cargado de nombres protagonistas de la historia argentina y una vida estimulada entre España y el campo bonaerense, Sari creció codo a codo envuelta por climas culturales y abriendo su talento hacia la pintura y la ilustración. Y esto ya podría ser todo, pero hay más, mucho más, y no podemos asombrarnos, porque Juli lo dice claro: Sari es un tesoro, y ella escribe este libro con cierta desesperación de que ese tesoro no se pierda, de que nosotros la reconozcamos así. Como si nosotros no viéramos lo tesoro que es su madre a través de ella, que es otro tesoro. Y por eso me voy a permitir en este envío hacer mucho de lo que no hago nunca: ser absolutamente personal y decir que Juli es de esas personas que hacen bien.

Es bueno pensar en algunas contemporaneidades como un regalo, como un punch extra que Dios nos manda como fuerza sobrenatural —no vamos a creer en las lisas y llanas casualidades, no acá— para atravesar el tiempo en el que nos toca vivir. Es cierto que el laburo cultural, nuestro laburo, es bastante ingrato y abrumador, en su mayoría y casi siempre es también hipócrita, esnob, ruidoso, vampirísimo. También es cierto que las redes sociales son horribles y que en este país condenado las distancias pueden ser muy grandes, impuntuales, eternas, y las cercanías bien efímeras, pero a pesar de todo eso, o en el medio de todo eso, ahí está ella, y hace bien. Juli habla y hasta cuando insulta parece que bendice. Y tiene esa escritura hermosa, que ya le conocíamos y le «demandabamos» más, porque a los creíbles y con mirada llena de gracia siempre los queremos leer más, y ahora publica este libro que, en serio, a priori y hasta pensándolo en frío, es imposible de escribir de la manera en la que lo escribió, en la forma y con la presencia que lo encaró, sostuvo, cuidó. Pero ella lo hace posible y ese es el verdadero corazón del libro: que Juli todo lo resignifica. 

Fotos cortesía de la editorial

¿Por qué son tan lindos los caballos? recupera los últimos años de Sari, fallecida hace apenas unos meses, a partir de un largo proceso que se inicia con un brote, justo en el primer tirón de la pandemia, y tarda en llegar a ese puerto seguro del diagnóstico adecuado: demencia. «Se empezó a decir ‘fingir demencia’ como sinónimo de hacerse la boluda. Yo creo que la demencia es nuestra. Que la madre enferma es algo que nos está pasando a nosotras, y todo el resto de las tragedias similares (miles) me desconciertan. Pero compartimos la demencia para fingirla. Es lo mejor que se puede hacer. Hasta que no se la finge más. Llega», escribe Julieta.

Y ahora me voy a desdecir: está mal decir que recupera, porque el libro está escrito en vivo y en directo, en la actualidad de lo que se va viviendo. En ese desorden de la vida tal como se la conocía hasta ese punto, la autora recurre a los diarios que Sari escribió cada año, desde siempre hasta incluso la previa más próxima a su brote, y desde ahí sí recupera algo, que es mucho más que el habla de su madre, que salir al encuentro último de su voz y mantenerla parte del aire. Recupera esa manera de ver y escuchar extraordinarias, de pensar, sentir, de hacer mundo, de ser parte de su propio mundo en su propia escritura. En paralelo, recupera la manera en la que su madre la ve y escucha, la piensa, la siente, la reconoce a ella haciendo su mundo. Ahora es Juli la que trae más mundo a la escritura (y no escritura al mundo). Este acto canta una victoria en la resistencia a todo olvido y termina siendo una ofrenda, porque esos cuadernos de Sari acusan toda una vida de registro que pareciera preparada para este momento. Juli se pregunta si su madre se pensaba escritora, y yo me atrevo a decir que su madre sabía que Juli iba a ser la escritora que es y será, pero principalmente la escritora de ella y de su condición de inolvidable. Herencia, legado, otras formas de amor incondicional y de permanecer juntas para siempre, y ya no solo en sus casas, sino en miles. Como leemos en alguna de estas páginas: la escritura como compañía. Y a esta altura de la historia, sin dudas, como bálsamo para las relaciones madre hija, tan complejas, tan excesivas en la ausencia o en la falta de diálogo, en el que a veces las palabras no están aún todavía estando. Entonces, la escritura y sus mil oportunidades.

Una vez reconocida la demencia de Sari hay características de su personalidad y mucho que no se entendía de su forma de actuar en el pasado que empieza a caer en su lugar, a tener un sentido determinado. Lo que se ordena —lo que recibe nombre— hacia atrás, desordena el presente. Y esa vorágine de la nueva realidad va desembocando en nuevas formas de relacionarse entre hermanos, hermanos y madre, hermanos madre y resto de la familia, hermanos madre familia y mundo. Juli habla del perdón como otra forma de duelar. Si la escritura hablara nos diría que nació para eso: como posibilidad única de duelar a una madre y todo lo que esa madre guarda, lleva, trae, soporta, trasciende.

En esta cadena de resignificancias que no tienen fin, lo imposible se hace posible también porque la sola posibilidad de escribir —duelar— anuncia la resurrección. Juli duela y resucita al mismo tiempo. No hay mayor manifiesto de la resurrección que el poder proclamar la vida después de la vida, y hacerlo con esa conciencia de futuro. Juli proclama porque busca las palabras que su madre pierde no para romper el silencio, sino porque comprende que no importa cuánto pierda Sari, los recuerdos están en ella, y están vivos.

Entonces lo que podría ser un duelo en la finitud es movido a la vida, que sigue, que nada la detiene: el recuerdo es más fuerte que la demencia, el amor es más fuerte que la muerte. Lo que debía ser desolador se corta a espadazos de luz con un humor exquisito, elegante, pesado como pesa todo el amor: «—¿Dónde estás, demente? —le pregunto a la gata. —Acá —me dice Sari». Y lo que debía ser impotencia por lo que empieza a faltar es un registro profundo para los que se convierten demasiado pronto en los padres de sus padres, pero también para los que llevan una vida al borde, bajo la inminencia de una salud mental que titila. Un libro sobre la falta de palabras en una madre nos da palabras a todos en diferentes roles, quizás, a uno mismo en todos esos roles y lugares.

Las preguntas que no nos hacemos, ya sea por miedo, pereza, chatura, imposibilidad, por dolor, ¿Por qué son tan lindos los caballos? se las permite todas. A algunas las quiebra, a otras las estruja, pero nunca las omite, mucho menos las niega. Nos gusta el silencio, y sabemos que sin silencio, por ejemplo, no hay música, pero cuando solo hay silencio, y ese silencio es impuesto e inevitable, fuera de nuestro deseo y control, la pregunta —por más filosa que sea— nos devuelve la vida, nos trae de nuevo a este lado donde todavía podemos practicar algunas respuestas. Aunque más no sea responder “no sé” a los “¿Por qué son tan lindos los caballos? ¿Por qué hay tanta belleza en el mundo? ¿Por qué lo olvidamos a veces?”, aunque más no sea para responder entre suspiros “desde ahora, nosotros tampoco, Sari” a su comprometido, fiel y desafiante “Pues yo no lo olvido”.