Panorama Negro es una publicación del Centro Cultural Contraviento. Su primer envío fue editado por Andrés Mainardi. Participé al calor de lo negro y la música: Lo negro prevalece.
Lo negro prevalece
En algún momento de la historia, sin importar cual sea esa historia, habrá un tramo, un fragmento, un lapsus que parece interrumpir la música negra y devolvernos el color conquistador: el blanco que todo lo que toca blanquea, el blanco que en intervenciones profundas apropia, aunque ese acto a veces no se distingue bien y se relativiza, cuando no banaliza, y se lo ve en todas partes.
Las delgadas líneas que marcan las fronteras de las convivencias culturales, de los mestizajes sociales, de las consecuencias imperialistas, colonizadoras y expulsivas de los capitalismos tardíos no son meramente medibles en lo que vemos blanco o negro, tampoco grises ni marrones: las delgadas líneas tienen el color de todos los colores porque son las historias políticas de los cuerpos que las portan.
Todas las músicas negras han pasado por ese mismo encuentro interventor con lo blanco, pero todas también han vencido. Todas las culturas populares han pasado por los mismos procesos y han vencido. Y no porque esa intervención blanca en lo negro deje de ocurrir. Cuando hablamos de vencer hablamos de prevalecer. Más temprano que tarde la cosa se acomoda y lo negro prevalece.
No se pudo tapar por siempre que el rock nació de una mujer negra y un hombre negro. Divinos y agraciados, la “mapaternidad del rock” la conforman Sister Rosetta Tharpe y Little Richards y sus respectivas cruces, que son las mismas: negritud y elecciones sexuales no permitidas para su tiempo, su religión e incluso para su raza, de la que siempre se esperan madrazas sacrificadas y padres libertadores, mejor todavía si son mártires. Aunque acá también encontramos un desdoble: todos quieren negras y negros fuertes y bravos, desobedientes, hasta que esas virtudes dicen en voz alta lo que ya no es tan cómodo oír. Lo que evocan es mucho más concreto que una poética de la sublevación, de la justicia social, económica, racial.
En nuestra contemporaneidad lo vemos con artistas, con las representaciones y referencias de la cultura hip hop que no pudieron ser corridas del centro y hoy no solo son los grandes protagonistas sino que ya son distinguibles del entretenimiento del rap. Un rap siempre lleno de estribillos pegadizos que romantizan la vida y el positivismo, que hablan de independencia económica y lo hacen con la visión del emprendedurismo. El lugar del rap como industria de entretenimiento es el shopping y el punto más alto del boliche de moda, su habla es pura rima y su pseudorebeldía el “causismo” que entra en una consigna elástica, que hoy pueden usar unos a favor del aborto y al siguiente otros contra las vacunas, músicas convivientes de blancos con ganas de ser negros y negros con vida de blancos.
La cultura hip hop no solo es la música que lleva en su interior toda la historia afroestadounidense ni la que pone a levantar los puños en las manifestaciones populares. Es el ensayo de la coyuntura y la poesía que profetiza ese tiempo que termina en la manifestación popular y la lucha organizada. Un día fue “The Black is Beautiful”, ahora es “Black Lives Matter”. En la cultura hip hop se vivifican las memorias políticas, se “cranean” y vuelven cuerpo los enunciados, pero nunca habrá un decir transferible.
Marquemos territorio y plantemos bandera en lo nacional: la cumbia con el ukelele puede sonar en Cabo Polonio y llenar algunos centros culturales y teatros, pero ninguna de todas esas caras aparecen en los altares barriales. Incluso el avance de la “cumbia cheta”, que siempre toma el sonido de la tendencia, facilita el resurgimiento y la expansión de los clásicos, despierta una nostalgia que devuelve la atención a la cumbia villera, la santafesina, la norteña, la sonidera, un volver que irremediablemente hace crecer. Porque la “cumbia cheta” no representa a la cumbia aún ocupando espacios representativos de la cumbia, entonces el representado histórico sabe perfectamente dónde ir a buscar.
Pongamos nombres y caras: mientras que L-Gante se apura a negarse como trapero, “soy cumbiero”, Emilia Mernes, Tini Stoessel y Nicki Nicole son las caras de la cumbia del género urbano, esa etiqueta que vino a englobar todas las estéticas y músicas que hasta no hace mucho a todos les daba alergia, porque “eso no es música”, es (¿era?) “cosa de negros”. Decir que ellas, Rusherking, Tiago PZK, entre tantos otros y otras, son las caras de la cumbia urbana es mucho más que decir que son las cumbias de las ciudades gentrificadas, es subrayar con luces de neón que son los muñecos soñados por los dioses de la gentrificación. Carreras y estéticas fabricadas a medida de un cuento que necesita de sus protagonistas angelicales, sensuales, bellísimos hasta arder.
Esto no niega los talentos, al menos en el caso de Emilia, Tini y Nicki, que son talentosas a pesar de lo que la industria y sus equipos hacen de esos talentos. Porque el talento en sí casi nunca significa nada y el éxito menos, ni siquiera sirve para tener razón. Hay tiempos en los que el permiso que damos sobre nuestros talentos y el éxito cosechado confirman la errática, cuando no la tragedia. Como dice un fundamento chino recordado por Pascal Quignard: “la música de una época revela el estado del Estado”.
Las historias se suceden y todas nos llevan al negro como punto de origen, con sus respectivos clímax postreros de quiebre (blanqueamiento) y resurrección (el negro prevaleciendo). Por eso la repetición del patrón nos permite también saber de antemano que llegada esa intervención blanca estamos solo frente a una ruta que se abre a dos caminos. Nada demasiado grave, aunque esos momentos traigan multitudes de voces, especulaciones y confusiones, y sí lo suficientemente agotador como para convencer a cualquiera de lo poco que vale invitar a ver todo el trayecto y salir a disputar las banderas que honran a los que parieron y/o hicieron grandes a esas culturas. Una disputa que se presenta perdida.
Pero las disputas que se nos presentan perdidas, vale lo mismo para las batallas, no están en esa condición por falta de razón, fuerza, pulsión; se nos presentan perdidas porque son disputas (y batallas) que damos frente a gigantes. Los mismos gigantes que provocan esa intervención. Bah, todos los gigantes, un gigante: el poder blanco, la mano del mercado que de invisible no tiene nada y de blanco lo tiene todo. Esto no significa que la cultura protegida no tenga un mercado. No hagamos reír a Kendrick Lamar, Damas Gratis, Dillom.
Sobran personas que podrían estar haciendo otra cosa y ganando igual o más de lo que hoy ganan pero eligen seguir en la suya, a su ritmo, en su ejercicio cultural y político, buscando otras glorias. A pesar de las excepciones históricas y de los tiempos que corren, la cultura popular desordena y de ese desorden florecen héroes colectivos, o más que eso, comunidades que hacen red y escriben con voz propia sus leyendas. A veces, incluso, contra el deseo de los propios protagonistas. Mientras que de la industria del entretenimiento, también con sus excepciones, irremediablemente florecen los individualismos, se cosechan los estereotipos y se salva el statu quo.
Aún así, hablar de lo negro y la música es en algún momento hablar de lo blanco aún cuando sigamos viendo negro. Lo dice mejor Stokely Carmichael: si hay un negro en una posición de poder —negro en toda la dimensión de lo que implica ser negro y con todas las capas temporales, geográficas, culturales y contextuales de esa negritud—, debe haber una atención y una visión más aguda, porque la ocupación de ese lugar no necesariamente trae conquistas de espacios, más bien, trae utilizaciones y revela algunas tensiones de las tantas que permanecen ocultas en esa inmensa complejidad que es lo racial.
La historia de occidente es una historia basada en la estructura racial, una jerarquización que si bien va mutando guarda en su interior su razón de ser. Un presidente negro no significa una era posracial, la mujer negra en la función pública no implica una política interseccional, ni hablar que muchas mujeres, en la más amplia concepción de la construcción mujer, no implican una política antimachista. Todos los fascismos pero también todos los progresismos necesitan su figurita: mi amigo judío, mi amigo negro, mi cupo femenino, mi no binarie.
Todos sabemos quiénes son los negros y quiénes son los blancos más allá de lo que vemos. Cómo se condicionan las lecturas, los escenarios, las comprensiones y reconocimientos cuando la tensión racial entra en juego. Aun cuando la regla estructural nos susurra que negro siempre es el otro, la vida misma nos ubicará pronto en el escalón de negros que nos toca social, cultural y económicamente frente a otro que por estas disposiciones es más blanco que nosotros en perspectiva.
Negros pueden ser Diego Maradona y también un pibe rubio de ojos verdes al que todos conocemos como El Polaco. Si cada país tiene sus particularidades, la configuración de lo negro en Argentina se puede agrupar en tres claves. Primero, en clave con la clase social. No hay nada más argentino que racializar la clase (los pobres son negros y todo negro siempre es pobre) mientras que lo que se extranjeriza es la raza, es decir que negro no solo es el otro, sino lo lejano, trasfronterizo. La intimidad racista y la xenofobia: el pánico y la sospecha, y no solo al otro, sino, y sobre todo, a no ser uno ese otro. Señalar antes de ser señalado. Segundo, en clave con la ideología: el peronismo es negro. Y todo lo que sea asociado al peronismo será negro. Tercero, y como manifestación sublime de las dos comprensiones anteriores, todo termina unificándose en las costumbres, hábitos, en las diferentes expresiones de lo popular que más temprano que tarde termina siendo señalado como una amenaza a la civilización: desde hacer asados con el parquet del comedor a cómo se festeja un gol, pasando por el choripán, la gorrita, las zapatillas, el corso, el baile, el auto caro en vez de la casa, el celular último modelo en vez de… Siempre hay un “en vez de” cuando se trata del goce del negro. El acto insolente, el despilfarro que todos cometemos, porque lo valemos, cobra otras lecturas cuando el otro es negro.
“Es en el acto mismo de hacer música, en su condición performativa, donde se constituye gran parte de ese poder que tantas veces invocamos para consolarnos, animarnos o alegrarnos —entre las más diversas opciones, anímicas y/o espirituales, que le atribuimos a la música—”, escribe Berenice Corti y parece sentarse en una mesa dulce a conversar con Amiri Baraka: “La música de los negros es esencialmente la expresión de una actitud, o una colección de actitudes, acerca del mundo, y solo secundariamente sobre el modo de hacer música”. Los dos escriben esto en textos de jazz, música negra por excelencia. Ella en su libro Jazz argentino. La música “negra” del país “blanco” (2015), él en su artículo El jazz y la crítica blanca (1963).
Baraka continúa su idea así: “El músico de jazz blanco entendió esta actitud como un modo de hacer música, y la intensidad de este entendimiento produjo a los grandes músicos de jazz blanco, y los sigue produciendo”. Y hay una epifanía ahí que asoma incompleta y me gusta hacerla literal a pesar de ser una pregunta abierta: ¿los blancos entendieron esa actitud negra o reconocieron que su lugar —en distintas condiciones— también es el de negros? Negros en la significancia fanoniana, bajo el manto de los tercermundismos unidos, negros en sintonía con Steve Biko: negro es el explotado. En el trabajo de Corti esto se puede pensar y visualizar mejor, porque la convivencia de lo blanco y lo negro en nuestro país tuvo tensiones, un genocidio y formas de historiar, de hacer memoria, de reconocer y hasta de hacer presente ese genocidio y esas tensiones muy diferentes a las norteamericanas.
Es a través de los estudios culturales y en especial de los estudios musicales, porque cuando las músicas se pronuncian es imposible negarles su condición, que lo negro prevalece. Las músicas de la Argentina negra vencen, resisten, se vivifican. Al borrado histórico, a las voces silenciadas, a los viejos mitos eurocentristas y a la fantasía ignorante de la Argentina blanca se le escaparon —y aún se le escapan— lo que se narra para siempre desde los ritmos, la poesía, los cantos y los coros, los bailes, el arte registrado de los cuerpos negros en movimiento creándose un lugar de encuentro y confiando en el calor de los tambores, de sus voces, de su horizonte. Las músicas cuentan, dan testimonio, siembran futuro. El único futuro posible, un futuro negro, negro que ilumina, negro que prevalece con la mano de todo lo negro arriba, arriba.


