Publicado en Vayaina Mag
Ojo de loca no se equivoca
Norma Plá tuvo que dejar la escuela en tercer grado para salir a trabajar. Del aula a la fábrica, los años trazan una línea sucesoria de trabajos de limpieza doméstica, maestranza y de cuidado. Hasta un kiosquito improvisado en el baño de un boliche tirando toda la noche entre los espejos que transpiran y reflejan boquitas pintadas.
Le preguntaron a Germán, su hijo, quién era Norma: “Una madre, una ama de casa, una trabajadora que se cansó, simplemente, y salió a luchar”. Si miramos rápido por internet y hacemos un picadito de notas, coberturas, perfiles de todos los tiempos, Norma era la que reclamaba por mejores jubilaciones; una jubilada que era radical pero que Alfonsín había decepcionado; la jubilada que enfrentó al menemismo, a pesar de haberlo votado en el 89 y luego arrepentirse; la que hizo llorar a Ruckauf y a Cavallo; la que le sacaba la gorra a la policía. La lista sigue con postales que hoy ya son icónicas.
No importa cuál sea la línea editorial, ninguna etiqueta impuesta sobre ella escatima los adjetivos que “la civilización” adora lanzar como flecha venenosa cuando el rebote inevitable de su indiferencia, banalidad u opresión empieza a respirarles la nuca: es ahí, ante la reacción política y organizada sin precedentes que ella promueve y representa, que Norma deviene a los ojos del resto en una jubilada conflictiva, problemática, egocéntrica, hambrienta de cámara, que nada le viene bien.
“Ojalá hubiera millones de locas como Norma Plá. Yo estoy en mi sano juicio y sé lo que hago. Quiero la palabra justicia. Ningún diputado, concejal, presidente ni Cavallo, ni etcétera, etcétera, conocen la palabra justicia. Y yo la quiero conocer acá, en mi país”, respondió en una sutil tercera persona, como le sale a los héroes colectivos hablar sobre ellos mismos. Tercera persona, calma y corazón, pero también el toque divino que llena a esa voz de propósito y enciende un gesto mayor, un giro histórico cuando los lamebotas del orden y poder acusan de loca a una mujer argentina.
En nuestro país la clasificación de loca actúa como sinónimo de madres y abuelas que tuvieron que salir de sus casas para transformar lo que hasta la irrupción de ellas no tenía nombre. Locas porque le dicen no al lugar y a las formas que de ellas se esperan, locas porque le dicen no al poder, a todo uso y manifiesto de poder. Las locas que paran la olla en los barrios, las que crían hijos bajo la presión de los canas desesperados por “emplearlos” o reventarlos, las locas que buscan a sus pibes de comisaría en comisaría, las que pasan los controles de pabellón en pabellón, las que esperan en los pasillos de hospitales, las que buscan a sus hijas, hermanas, amigas, las que buscan cuerpos y justicia, las que buscan a pura voz insumisa dignidad y a su vez la siembran. Las locas que enloquecen al orden, al mandato, al statu quo, por lo tanto, las locas que enloquecen a las que trabajan de parecer locas (sabiendo que en esa performance escalan y necesitan a las otras cuidándoles el rancho, limpiándoles el escritorio, dorándoles la perfo).
Norma admiraba a Hebe de Bonafini, la loca mayor, y a la madre de María Soledad. No sorprende: toda siembra trae cosecha, por eso ninguna lucha se pierde, o bien, ninguna loca se olvida de otra loca. Además, como suele ocurrir con todas esas locas, la rutina familiar se les quiebra ante un acontecimiento político, salen de la casa y en el camino se encuentran sin buscarse, se apoyan, y se les empiezan a adherir columnas de personas que reconocen en su andar una fuerza necesaria, contagiosa, redentora. Y entonces, lo inevitable: se unen. Desde la loca María Remedios del Valle a las locas de Plaza de Mayo, las locas de Plaza Lavalle, las locas de las Marchas del Silencio, las locas del Dolor, las locas del Paco, Argentina camina hacia el futuro a ese ritmo: las locas ofrendan su rol de madre/abuela, unen aullidos y no solo cambian la historia de sus familias y las de un país, sino que cifran la luz del mañana en sus pasos, en sus rondas, en sus acampes y huelgas, en todo su ser y hacer. En sus ovarios. Las locas perdieron todo, pero ganaron la forma política y terrenal de la vida eterna: parir miles de millones de herederos, volverse legado, faro, horizonte, estampita.
Mirá si voy a proclamarme nieta de las brujas que no quemaron cuando esa sola formulación —y claro, esas nietas— desconoce e ignora, banaliza y colorea a la altura de su causa de turno a las locas que parieron, criaron y alimentaron a esta Patria desde los barrios, los márgenes, los no lugares y los no nombres. Locura sin marco teórico, sin enunciado, sin marketing, sin ukelele y brillantina. Mirá si voy a proclamarme nieta de bruja siendo nieta de loca argentina: de ellas venimos y (nos) deseo ir siempre hacia ellas. Ahí donde dicen que el futuro será feminista, si hablamos de organización, de batallar por la emancipación y la justicia social, racial y económica, si hablamos de transformar duelos y realidades violentas, “amiga, date cuenta”: el pasado ya lo era, y lo era a una altura a la que no cualquiera llega, ni hoy ni mañana.
No le temen al viento
La aparición de los jubilados como movimiento de resistencia y de oposición fue disruptiva e histórica de verdad. No como se miden las disrupciones actuales, a través del lente transgresor de —siendo generosa— los ochenta, ni con la ordinariez que los últimos años tildan de histórico a todo. Ordinariez y narcisismo: creyendo que LA historia empieza con MI historia.
Gran parte de esa disrupción y potencia histórica del movimiento de los jubilados viene por la capacidad de organización e irreverencia de Norma. Que Norma sea —sí, en presente— sujeto y objeto político se debe a que fue una gran lectora política, social y cultural. Lo confirma su desobediencia: ningún buen lector es obediente, ningún buen lector es activista del sí fácil, de correr atrás de la foto efectista o la gloria momentánea. Todo buen lector sabe que la experiencia lectora no se trata de leer libros. Vivencia mata marco teórico, rabia mata lenguaje condescendiente.
Los jubilados con Norma a la cabeza fueron los primeros en salir a cortar calles, a hacer acampes extendidos y ollas populares abiertas en las plazas. Enfrentaron policías, represiones, detenciones. Fueron la antesala piquetera, con la que luego supieron juntarse, así como también llevaron su fuego sagrado a cada frente opositor que se abría.
Jubilados violentos no solo es uno de los primeros hits de Illya Kuryaki and the Valderramas, sino que es el primero dedicado al movimiento y sus andanzas vanguardistas. Hay un refrán que maldice al enemigo deseándole vivir un hecho histórico; este tema es el efecto opuesto, la bendición de los que agarran al vuelo, no solo el momento sino, sobre todo, el trasfondo, y saben qué hacer con eso. La música atestigua mejor que cualquier periodismo de época.
Como a espadazos de luz, unos adolescentísimos Dante Spinetta y Emmanuel Horvilleur capturaron para siempre el espíritu insumiso y la campaña que buscaba deslegitimar la lucha: “Jubilados pensionados / Ya no pueden más / Rezagados con sus manos / El gobierno tirarán / Corso Gómez delirando está / Y el geriátrico El Solcito va a estallar / La vieja Pingüino / Juanca toma vino / Ramón el cabezón / Y el turco bon o bon / Por las calles rondarán / Porque son jubilados violentos”.
Esta canción es también una de las pocas menciones a la condición de Norma, que era pensionada. Sí, la jubilada más famosa del país no era jubilada, no podía serlo: toda esa vida de trabajo no fue nunca registrada. Hay que decirlo con todo el peso de las palabras: para el Estado argentino esa mujer no era trabajadora.
“Yo veo las fotos de mi abuela, veo videos de ella y en primer lugar pienso que parecía una mujer muy mayor y no llegaba a los 60 años. Eso es producto de haber laburado de tan piba, en trabajos tan sacrificados”, dijo en una entrevista Jesica, su nieta. “La historia de tu sufrimiento tiene nombres y apellidos. […] La historia de tu cuerpo es la historia de esos nombres que se han ido turnando para arruinarlo”, escribe Edouard Louis para concluir que nuestros cuerpos acusan la historia política.
Volver y ser millones
“El desprecio al anciano es un fenómeno netamente contemporáneo”, reflexiona Marta D. Riezu luego de recordar lo que dice Gregorio Luri: “se les permite ser figuras entrañables, pero no de autoridad”. Pienso en esto mientras veo que todo el arco político —y todo es todo, también los que les gustan a ustedes, lectores— cae en esto, ya sea por desprecio directo, literal, como por condescendencia, esa otra forma de desdén, como diría Bioy. Igual que en los 90, es abismal la distancia que hay entre los discursos de una clase política despojada de luz y los distintos testimonios de los jubilados.
Y a su vez, es conmovedor ver que todos los testimonios actuales entran en diálogo perfecto con los que levantaban la voz en los noventa. La evidencia de la siembra y la cosecha: ellos eran los jóvenes de aquel tiempo criados o creciendo bajo la invitación de Norma que repetía en cada micrófono: “Vení, viejo, vení a luchar, no te quedes en tu casa”. O esgrimía la explicación de lo trascendental en la oración más simple: “Si me aumentan a mí, te aumentan a vos, viejo”. Con mayor o menor indiferencia, la tele de fondo de toda cena familiar noventosa eran los viejos y viejas que se negaban a ser llamados parias, pasivos y exigían ser tratados, ante todo, como trabajadores. Pero también como ciudadanos y, acá su as bajo la manga frente a los devotos del mercado, como consumidores no solo de remedios, también de entretenimiento, goce, ocio.
