(La foto de la portada es de la web de Sonia Basch, ilustradora y diseñadora de la portada. Acá pueden ver + fotos y el proceso).
“Quería no tener nada que hacer, pero sobre todo, no tener que hacer nada que no quisiera” es lo primero que nos cuenta la protagonista de Que pase algo pronto, la primera novela de Agustina Espasandín. Luego de trabajar “durante meses y meses sin parar en distintos rodajes como asistenta de producción y a veces de dirección”, juntó “la plata suficiente para aguantar” y parar. No hablamos de tomarse vacaciones, de un descanso o año sabático, hablamos de una decisión más desordenada, experimental: “Ahora que el tiempo es todo mío, que no hay actividades ni horarios a los que acompasar el resto de un día, y lo que queda por delante se puede parecer tanto o no a lo anterior, veo cosas en donde antes no veía nada”.


Lo que va a empezar a ver la protagonista de esta historia es el lado B de salir a disputarle el control de su tiempo al mundo. Porque ese tiempo, que ahora es todo suyo, que ya no pertenece al mandato productivo ni a la aspiración utilitaria, choca con los ajenos: con los tiempos laborales de sus amigos, que no pueden ir a probar sus recetas recién horneadas por estar en sus trabajos, los tiempos emocionales y sentimentales de las relaciones en su más amplio catálogo, los tiempos burocráticos, los climáticos, los tiempos de los cuerpos, de los secretos y de los silencios, es decir, de las palabras y de las impotencias que estas conllevan.
Ahí donde Lacan nos dice que “toda demanda es una demanda de amor”, y a nosotros nos queda ir confirmando que toda demanda es una demanda de tiempo, una vieja canción de Lucas Martí cantada por María Ezquiaga desafía: “no hay códigos de amor cuando no hay tiempo”. Estas asociaciones inciertas se agigantan al ritmo de la canción que elige Agustina para avanzar en su novela, una epifanía musical en la voz de Miguel Abuelo, el poeta mayor que reza: tu dolor es amor transformándose en mundo. ¿En cuánto tiempo nuestro dolor se puede transformar en amor, y en mundo? ¿Cómo transformar algo —el tiempo— que es una carrera que va a pérdida? Desde que nacemos entramos en descuento: ¿será que el tiempo en realidad no se transforma en nada y solo está ahí para transformarnos a nosotros? Hay algo en estas páginas que huelen a eso, pero no se quedan ahí.
Disputarle el control de nuestro tiempo al mundo es una disputa de sincronicidades armoniosamente imposible: hay principios porque hay finales. Hay milagros porque hacemos el espacio para recibirlos, suena hermoso pero es doloroso: hay que dejar atrás, dejar ir, hay que seguir, aprender a olvidar y a recordar en dosis justas. Aún en ese absurdo que pone a convivir nacimientos y muertes: hay vida porque hay muerte, y viceversa. La promesa de la vida eterna: todo duelo trae un nacimiento bajo el brazo. La calma nunca antecede a la tormenta, la sucede: “las cosas cuando está nublado se van animando”, leemos en una de las conversaciones más preciosas de la novela. El cielo nos trae la luz primero y el ruido después, cae el agua que arrastra, limpia. La tormenta irrumpe sobre nosotros y algo se desahoga arriba pero, sobre todo, adentro. A medida que la tormenta crece, en la protagonista “crece otra cosa, una mezcla de entusiasmo, de resurrección”. Espasandín crea su propio libro de Eclesiastés y en lo subterráneo construye una novela profundamente kafkiana.
Es muy interesante ver cómo la escritura encarna todo esto. Podría ser muy tentador llenar las páginas de acción y aventuras con una protagonista que busca tener todo el tiempo del mundo a disposición de sus ganas, sin embargo, la autora elige otra cosa: planos lentos, zoom sobre lo indecible. El aburrimiento, la desidia, la incertidumbre, el éxtasis y el terror, todo se vuelve palpable. Una escritura inteligente y generosa que nos permite conocer a la par de ella los escenarios y las personas con las que va atravesando estos días libres de trabajo y cómo se van modificando en su elasticidad. Con la misma elasticidad que nos involucra en la confirmación de lo fatal: las posibilidades del tiempo están totalmente atravesadas por nuestras posibilidades económicas. El uso de nuestro tiempo habla de las desigualdades que enfrentamos, dónde empiezan nuestras libertades, dónde terminan nuestros latidos. El tiempo como otra forma de saber quiénes somos para el mundo, que no es lo mismo que saber quiénes somos.
Algunas asociaciones libres, libres de algoritmo, o bien, el viejo y preciado unir con flechas cuando algunos elementos entran en diálogo y te permiten rever diferente lo ya conocido, repensar por otros medios:

1— Hay un cartel que se repite en varias de las cocinas de The Bear, una serie que por debajo de lo obvio y de las primeras impresiones es sobre el tiempo en todas sus formas y consecuencias. Ese cartel reza, desafía, reta “Cada segundo cuenta”. En la segunda temporada hay una conversación entre el espectacular personaje de Richie y la chef Andrea Terry en la que se nos dan pistas del origen de la frase, pero lo importante acá es otra cosa.
Ellos conversan mientras pelan una buena cantidad de champiñones con dedicación artesanal. Richie quiere saber de qué sirve ponerse a pelar así unos hongos, la respuesta parece revelarnos el valor de un detalle, “así cada comensal sabrá que alguien dedicó mucho tiempo a su plato”, pero cuando pregunta por qué lo hace ella, jefa y dueña del restaurante, la respuesta manifiesta algo más: “Me gusta empezar el día de esta forma, me ancla. Creo que el tiempo gastado en esto es tiempo bien gastado”. Esta escena podría ser tranquilamente un pasaje de Que pase algo pronto, la pensé a través de varias páginas pero le quiero hacer justicia al momento exacto en el que se me presentó, cuando Agustina escribe: “Qué es emplear, me pregunté, qué es el empleo, por qué ‘emplear’ se aplica solo al tiempo que, invertido, da dinero. (…) hacer del tiempo libre un experimento, sería una forma de carácter, un modo de capitalizar, de hacer del empleo de este tiempo un capital de otro tipo”.
2/ Un personaje clave de la novela es el sepulturero. Me gustaría decir entre comillas lo de personaje, me tienta poner el sepulturero en itálica. No me decido pero se los cuento igual porque no es una tensión menor, esto también habla de la escritura acertada de Agustina.
La protagonista se entera bastante tarde de un cuadro de salud que él enfrenta. En ese contexto: “Le pregunto por qué no me contó, por qué nunca me dijo que estaba enfermo y por qué nunca se trató. Sus motivos son ajenos, están a años luz de lo que yo pueda entender pero son los que imaginé: la vida, el trabajo, el dinero, seguir hasta donde dé. Una cadena de sinsentidos o de todo el sentido posible, no lo sé”. El nudo de la lectura me lleva directo a lo que escribe Edouard Louis en el genial Quién mató a mi padre: “La historia de tu cuerpo acusa la historia política”. La expresión es aún más amplia y fuerte, y sé que ya la cité en otro envío, en verdad, la cité en muchas notas y charlas, muchas más veces de lo que quisiera, pero es que cifra (o descifra) todo: “La historia de tu sufrimiento tiene nombres y apellidos. (…) La historia de tu cuerpo es la historia de esos nombres que se han ido turnando para arruinarlo”. Habla del cuerpo de su padre, más aún, antes que padre, del cuerpo de un trabajador. El trabajador encarna la desigualdad del tiempo.
3/ Termino volviendo sobre lo que mencioné como la conversación más preciosa de la novela, que es la que ocurre entre la protagonista y su vecina. La señora vive con su marido. “Están jubilados, eso lo sé porque se ve que son mayores y porque su ritmo no se parece en nada al del resto, al de correr para que las pequeñas tareas de la vida entren en el tiempo que sobra después del trabajo. (…) pienso que esa frecuencia en la que están es una especie de estado nuevo, un estado de disponibilidad, como de levedad constante que comienza, o al menos eso me gusta imaginar, cuando se deja de trabajar, y que inaugura, a su vez, una forma totalmente nueva de estar en el presente”.
Difícil escribir esto el día después de un asado grotesco en el que nuestra clase política se juntó a decirle por otros medios al pueblo (y muy en especial a los jubilados) “si no tienen pan, coman torta”. Escribo esto esperando que terminen como María Antonieta. Pero, a pesar de ser difícil, también está bueno escribir esto porque lo más seguro es que no seamos los jubilados del futuro como dicen los carteles que intentan interpelar a los que miran a otro lado. Todo parece indicar que a donde vamos no existirán las jubilaciones. Pensar en esto desde ya, ponerlo en la mesa (sin asado, sin pan, sin torta) no es dramatizar ni paniquear, es entrar en la discusión con una doble mirada: sí, la de defender, disputar, la de tener en cuenta lo urgente, esto es saber que se trata de garantizar las comidas y la nutrición correcta (no es solo comer), del acceso a medicamentos, a una atención médica gratuita y de calidad, que se trata de una disputa que cruza todo el entramado público, burocrático, administrativo y, sobre todo, visiones y posicionamientos políticos de crueldad, en un sistema que cree que sobra gente. Pero también es urgente hablar de la calidad de vida y del derecho a vivirla en condiciones justas, pacíficas, con todo lo básico garantizado, y por lo básico incluyo el descanso y el entretenimiento, el paseo al sol, la ronda del chinchón, la siesta y la trasnoche, el madrugón y gastar la vereda. Garantizar la vida viva hasta que el cielo ponga el punto final.
El 22 de julio, María Pía López tuiteó: “Las luchas más importantes son sobre el tiempo: la edad jubilatoria, la jornada máxima de trabajo, reconocimiento del trabajo doméstico, derecho a vacaciones, descanso y ocio. Es para despojarnos de nuestro tiempo que estos tipos gobiernan”. Comparto, y agrego: toda lucha nace de lo que oprime y violenta, pero se hace sostenible, se multiplica y se contagia, es decir, se amplifica, suma adhesiones, siembra para futuras luchas, desde la esperanza. Una esperanza política, no color verde. La esperanza política es la que sabe que el tiempo va a pérdida pero no la lucha, es decir, no existe lucha perdida: la lucha siempre está sembrando, de mínima, entre otras tantas capas, nuevas condiciones de lectura y futuros luchadores. Tu lucha es tiempo transformándose en un mundo nuevo. Entonces, me quedo con esto de Marta D. Riezu, a un abismo de nuestra realidad pero —sombra terrible de Martin Luther King voy a evocarte— I have a dream: “Sueño con mis ochenta años rodeada de libros, cartas pendientes en el escritorio (¿seguirán existiendo los buzones?), una nevera con queso y fruta, una ventana con horizonte desde donde vea el olivo que compré en 1988, silencio y calles limpias”. Sueño con todos los ochenta años viviendo esa otra forma de estar presentes. Una forma que, según lo que vemos hoy, definitivamente tiene que ser nueva.
