Publicada en La Agenda./
El 23 de enero de 1989, el MTP asaltó el Regimiento de La Tablada. Según informaciones que manejaban, era inminente un golpe de Estado y querían evitarlo. Con el amanecer de fondo y al grito de “Viva Rico, viva Seineldín”, insinuando un levantamiento interno que —desconcierto militar mediante— les facilitara el avance, los 46 miembros del MTP entraron al campo en un camión de Coca Cola. El combate desatado, recordado como uno de los más violentos y desiguales, se extendió hasta el día siguiente. El saldo fueron 29 militantes del MTP, 7 miembros del ejército y 2 policías muertos, y 4 militantes del MTP desaparecidos.
Este año se cumplieron 35 años y Lucas Martí esperó la fecha conmemorativa para el lanzamiento de su nuevo trabajo, El sonido de lo que nadie quiere ver, Vol 1: Asalto al Regimiento de La Tablada. Tal como asoma en el nombre, esto será una serie de discos que revisarán diferentes acontecimientos, pero era necesario empezar por este hecho, “porque me acompañó toda la vida”.
Con su don creativo y bajo una órbita sonora fantástica, Martí revisa lo ocurrido a lo largo de ocho tracks, de forma cronológica, climática, con una producción de alto vuelo y sampleando recortes periodísticos. Desde el motor en marcha en el “Inicio de la operación” al “Final de la batalla (Teatro del horror)”, los casi 22 minutos quedarán entre lo memorable del año y me animo a decir de nuestra cultura musical.
Esos recortes, resultado de una búsqueda dirigida entre viejos VHS propios grabados de la televisión y otros caminos de investigación, ponen a brillar el amarillismo de la prensa. Apenas sobre el final del disco podemos oír fugazmente la voz de Gorriarán Merlo. Fue una decisión prescindir de sus voces para mantener el misterio sobre ellos y no interferir en la imagen que construyeron los medios. La representación de la cobertura impacta por su versatilidad y desbloquea una nueva forma —necesaria, vital, enriquecedora— de hacer memoria.
La búsqueda de fidelidad se repite en las bases musicales. La producción musical es tan fiel que es un viaje directo al inicio instrumental de las películas argentinas, de Rambito y Rambón a Los reyes del sablazo. En mi mente tengo una escena casi genérica, planos que arrancan en la bola disco y terminan en un sillón acharolado circular, con Olmedo y Porcel tomando whisky con hielo, rodeados de las chicas más lindas de la década. El siguiente plano podía ser en cualquiera de sus aventuras, siempre escapando del disparate. Música fiel a una época en la que esas mismas chicas hermosas, en otra dimensión, entraban a una cabina con australes voladores y el mismo efecto ponía a volar los vestidos blancos. Esos australes, antes de terminar el programa, valían la mitad. Pero nadie te quitaba lo bailado de haber sido una Marilyn, aunque sea inflacionaria, por un rato.
Cine y televisión, pero también la marca del sonido Moura, la fuerza del envoltorio musical producido por Lucas es que llena la escucha de todo lo que nos formó sentimentalmente a los que tuvimos infancia entre la primavera y el invierno alfonsinista. El contraste de las inminencias y las heridas abiertas, el abismo que esperaba a las familias asalariadas y al sueño democrático al doblar la esquina, pero con la posibilidad siempre abierta de que un trencito de la alegría te rescate a mitad de cuadra.
Por eso, voy a insistir en el nivel de la producción porque no puedo escribir con letras en luces de neón para resaltar lo suficiente lo élite que es este trabajo. Inédito para la música argentina, y un poco más allá también, podría ser el disco soñado por cualquiera de los principales y emblemáticos productores de la cultura hip hop, esos que plantan bandera de haber hecho lenguaje histórico y reivindicatorio de sus causas a partir de la integración de las músicas, los sonidos, las batallas, los discursos de sus héroes reales y los de la ciencia ficción que se tuvieron que inventar porque ninguno representaba a su comunidad.
El sonido de lo que nadie quiere ver no solo no tiene nada que envidiarle, sino que podría poner a correr a cualquier álbum instrumental, de beats o de historias, de Pete Rock a The Alchemist, pasando por esa cumbre gloriosa que hace Madlib y su Quasimoto, MF DOOM, ni hablar la forma de historizar de RZA. Lucas nos muestra algo esencial y en un momento musical fundamental: es posible hacer una obra de arte así, 100% argentina, a la que accidental, pero también acertadamente, le pone el nombre de “música documental” para sortear las demandas del lenguaje definitorio.
Y hablando de lenguaje, me gusta mucho que me haya hablado de fantasía para presentar este primer volumen, no solo porque parte de la desgracia de esta época es la literalidad, sino porque convoca lo fantástico a través de elementos reales y nos salva del ejercicio crítico enviciado y la solemnidad del revisionismo. Lo lúdico no solo no le quita a Lucas lo lúcido, más aún, lo reafirma y lo vuelve sublime.
A Octavia Butler le cuestionaron siempre el uso de la ciencia ficción para problematizar la realidad en función a que sus principales lectores eran negros. La pregunta que más le hicieron en su vida fue: “¿de qué les sirve esto a ustedes?”. Dejando de lado el supremacismo de creer que todo lo no productivo en ciertos sectores es ocio inútil, por no decir vagancia, la respuesta de la Butler aplica si reemplazamos (o complementamos) la perspectiva racial con cualquier otro escenario que implique disputas sociales, culturales, políticas: “¿De qué les sirve cualquier forma de literatura a las personas negras? ¿De qué sirve la reflexión sobre el presente, el futuro y el pasado que ofrece la ciencia ficción? ¿De qué sirve su tendencia a advertir de peligros o a considerar formas alternativas de pensar y hacer? ¿De qué sirve su análisis de los posibles efectos de la ciencia y la tecnología, o de la organización social y la dirección política? Los mejores ejemplos de ciencia ficción estimulan la imaginación y la creatividad. Saca a lectores y escritores del camino trillado, de la estrecha senda de lo que «todo el mundo» dice, hace, piensa, sea quien resulte ser «todo el mundo» ese año”. Podemos establecer nuestras propias bases refundacionales a partir de este acuerdo, un acuerdo que, para más, a lo largo de su discografía, sin enunciados hacia fuera, inevitablemente orgánico, Lucas Martí promueve. Ocurre que esta vez lo hace de forma explícita, porque la realidad no siempre necesita más realismo.
Partiendo de la idea de que todo ya fue inventado, lo que nos queda es descubrir nuevas formas de combinar lo que nos fue dado. Pensar fuera de la caja, llamar a otros a pensar fuera de la caja, hacer contactos visuales, sonoros, hacer memoria fuera de la caja, porque los tiempos extraordinarios requieren que nuestra presencia e involucramiento también sean extraordinarios. Tal vez de esta forma descubramos que es una trampa creer que todo lo pasado muere frente a los avances. La fotografía no mató la ilustración, la tele no mató al cine, las series no matan las películas, el ebook no mata al libro, la música por stream no mata al vinilo, ni al cd, ni al cassette. La música no muere, al contrario, más que nunca, viven las músicas. Los mismos que se apuran a sepultar todo esto luego celebran su regreso, pero lo que vuelve es una atención de mercado. La realidad es que eso permanece y es que hay una enorme pereza, un ligero desligarse de responsabilidades y labores en esa resignación que se lamenta que todo murió. Esto no quita que todo vaya a morir, y nosotros también, pero mientras que haya vida no podemos permitirnos ir repitiendo consignas que nos alejan, en el peor de los casos, de las salidas de emergencia que todavía hay.
Sin quererlo, la discografía de Lucas Martí nos saca de ese lugar cómodo porque Lucas tiene ojos para ver, oídos para escuchar, sensibilidad y mente brillantes para asimilar, traducir y compartir. Hay una canción de Lucas para cada momento y esto no atenta con otra verdad: siempre el mejor Lucas es el último. Y siempre Lucas es lo nuevo. Un espadazo de luz que poda todo lugar común, que pone en jaque a toda pereza, que saca nuevos collages y cosmovisiones de su galera. Porque pone su entendimiento a disposición de su creación.
Cualquiera del futuro que quiera conocer las batallas y desamores, los slogans y las irreverencias, las desobediencias y aventuras de la Argentina y sus juventudes, de los 80/90s hasta que nos dé el tiempo en este siglo, tendrá las respuestas en el catálogo musical de Martí y una experiencia sobrenatural envidiada: a la bienaventura de descubrirlo, para ese momento, sea el siglo que sea, Lucas también será lo nuevo.
El año pasado, entrevistado por Martín Graziano para Radar, el artista contó que no acumula material, “ahora mismo no tengo ninguna canción, pero si agarro la guitarra hago una canción porque sé cómo hacerla. No me importa. Si no tengo un decir, no me voy a poner a hacer nada”. ¿Hay acaso algo más contracultural que quedarse en el molde en este tiempo ruidoso y baitero hasta encontrar la palabra, el sonido, la idea, la expresión necesitada y su devenir obra deseada? ¿Hay acaso algo más “música para nuestros oídos” que la armonía de romper el silencio solo cuando hay algo para decir y sino cuidarlo, cuidarnos? Hay un acto de amor en no agigantar la sobreinformación.
El próximo volumen de la serie no tiene forma ni fecha, descansa en esa tranquilidad de saber que será cuando deba ser. Lo único que podemos dar por seguro es que nos volverá a sacudir todas las narrativas instaladas que se nos van pegando y seremos testigos de lo único que se repite en él: un Lucas mejor, siempre mejor.
