Publicada en La Agenda./
Una voz en off la presenta haciendo valer el peso de las palabras que elige pronunciar: “Mercedes Sosa, nacida en Tucumán, escogida la mejor voz de Argentina y del continente. Su deseo de cantar a la libertad para despertar la conciencia del pueblo latinoamericano. Una voz profunda, humana, potente, que se muestra suave y dulce para expresar el dolor y coraje de los oprimidos”.
Es 1980, el programa se llama Musicalmente y sale por RTSI desde Lugano, sureste suizo de habla italiana. Mercedes se dispone a dar una entrevista seguida de un concierto acústico. “Pienso que un artista popular debe diariamente, cotidianamente, ser responsable de ese título de cantor popular, que significa no tan sólo cantar con una bella, o más o menos bella voz, sino tener cosas mucho más profundas, estudios más profundos de literatura, el estudio de la vida misma. El artista es un hombre que vive en este mundo sufriendo las mismas cosas que sufren todos, un poco más holgada es su vida, pero de ninguna manera se puede olvidar de que hay gente a la que le cuesta mucho vivir”, dice nuestra Negra antes de dar paso a doce canciones acompañadas por la guitarra de “Colacho” Brizuela. Así, en la televisión suiza suena lo que en Argentina no se puede escuchar. En nuestra tierra, varias de esas canciones están censuradas o marcadas. Mercedes no está de gira, está a la mitad de su exilio. Aunque no lo sabe, ese tiempo empieza a descontar su regreso a casa.
Volvemos al futuro, aunque también ya sea pasado, y nos paramos en 2023. Hace más de diez años que no se publican textos de largo aliento sobre la artista popular argentina por excelencia, pero esa racha está a punto de romperse. Es diciembre, la democracia cumple 40 años. A poco de llegar a los cien libros publicados, Gourmet Musical Ediciones reivindica la fecha con el lanzamiento de Y un millón de manos que me aplauden. Mercedes Sosa y la vuelta de la democracia. El autor es el periodista Facundo Arroyo, conocido por ser un ángel guardián de nuestra música popular.
Si el aniversario democrático perdió protagonismo por el calendario electoral, la coyuntura directamente lo devoró. Pero Arroyo se dio el doble gusto de tener su propia conmemoración y, sin querer, nos acercó motivos y aliento para que todos podamos renovar los votos con esta democracia que tanto nos costó conseguir. Apenas unos meses antes de la salida de su libro, Cafrune, un documental de Julián Giulianelli, llegó a CINE.AR. Facundo fue parte del equipo de investigación.
Es inevitable el diálogo entre el documental y el libro. Hay un hilo que une ambas obras y se sostiene y refuerza en la relación personal de los protagonistas, en sus carácteres políticos y, lo que me parece más precioso, en el amor a esta Patria, a los pueblos que la hacen y a esa cantidad de historias que, de no ser canciones populares, se perderían como se van perdiendo las lenguas. Cafrune y Mercedes son dos espíritus desobedientes, y esto no está escrito en presente, es la escritura de lo eterno.
Una Argentina vista a través de los ojos de los artistas populares es un país con lugar para todos los argentinos. Voces llenas de lo que fuimos, de lo que somos y de lo que podemos ser si no nos negamos la argentinidad. Voces llenas de folclore y federalismo que nos exhortan a no desconectarnos de lo que nuestra tierra, a lo largo y ancho, dice. Música popular como fuente de vida. El artista popular de esta clase parece extinguirse pero no, de nuevo: se inscribe en lo eterno.
Mercedes y Cafrune, con su historia en común y sus destinos particulares, provocan una representación comunitaria que evoca cuerpos sociales, políticos y culturales. Ninguno de esos cuerpos nos despojan del cuerpo personal, en el que llevamos nuestras historias familiares y los aullidos íntimos, el registro sentimental de nuestra vida con ellos sonando de fondo. Libro y documental abren un punto de encuentro corporal que no es solo poético, es urgente y vital. Porque ahí estamos: argentinos siendo argentinos, hablando de cosas argentinas. Si el folclore acorta las distancias del territorio, el artista popular nos acerca espiritualmente a través del territorio.
Ahí donde muchos apuestan a refundar el ideario nacional, los artistas populares nos advierten que lo único que debemos refundar es nuestra relación con ese ideario. Esto es hoy un desafío contracultural, lleno de verbos, tierra fértil, fuego y carne. En esta dirección, Facundo recupera una bandera de Fernando Cabrera: “a veces el futuro está en el pasado”. Mi versión criolla: cuando otros van, el folclore fue y vino mil veces y de desobediencia en desobediencia. Sin más, Cafrune desobedece al invitar a una joven Mercedes a Cosquín y, al cederle parte de su tiempo, la historia de la música cambia para siempre alrededor del mundo.
En los 70, Caetano Veloso se lamentaba de que ya nadie tenía nada para decir. Yo te creo, hermano. Pero no necesitamos a nadie porque siempre tenemos un pasado que dice. Por eso sigue existiendo, por eso no se desintegra ni se pierde a medida que avanzamos en el tiempo. Y en este tiempo, el pasado no solo dice, también nos permite una subversión dulce: buscar allá un signo, un gesto, una forma, un espacio, un “algo” que, como dijo alguna vez Horacio González, se le escape a la globalización. Ahí, recuperar el habla, el llamar a las cosas por nuestros nombres. No porque esos nombres argentinos sean una verdad absoluta o sagrada, sino porque son el nombre de nuestro hablar. Y el hablar argentino habla de un país de pasiones al borde del abismo, haciendo pie en la punta del mapa.
En esa habla habitan hasta los silencios que necesitamos hoy para sanar lo que rompe y deforma la sobreinformación, todo lo que suena igual, todo lo que nos convierte en turistas o ciudadanos del mundo en nuestras propias calles, con nuestro consumos y hábitos, frente a nuestras propias causas. En algún momento nos volvimos desconocidos. Pero toda patria, toda comunidad, toda cultura, todo lazo social que quiera sobrevivir a ese futuro —el que se presenta posible solo a través de eufemismos— debe encontrar hacia su interior esa semilla de mostaza “inglobalizable” para poder multiplicar panes y hacer vino del agua para que donde haya una canción, nazca una peña.
Y un millón de manos que me aplauden es esa semilla de mostaza. Dedicado a una madre y al cuadro en el living de la casa familiar, parte del lenguaje materno para recorrer La Plata en busca de las últimas huellas de Mercedes antes de exiliarse. Exiliarse siempre es irse, por cierto, de la tierra y habla materna. En esa búsqueda, deliberada y amorosamente, Facundo tributa por igual a la artista como a la ciudad que lo vio y ve crecer. Este doble comando se repite con cada perspectiva que toca: desde los viejos fanzines a las distintas aventuras y castigos del oficio de periodista, los viejos amores y las amistades de siempre, las fuerzas generacionales, sus lecturas, complicidades y archivos, todo lo que ya no está pero permanece en alguna memoria. La escritura es generosa porque cada recuerdo importa y cada testimonio trae una historia de supervivencia. Facundo no escatima su sensibilidad ni su amor a lo que cuenta, lo comparte en la línea de lo que decía Silvina Ocampo: escribo para que otros amen lo que amo y que prevalezca la vida. Entonces, hay victoria (vida) en poder reunir tantas voces anónimas e historias perdidas y que todas queden bajo el perfume de los claveles que le llovieron a Mercedes en su regreso a los escenarios argentinos.
No es la primera vez que se escribe sobre estos tiempos, tiempos de Mercedes y tiempos argentinos, pero lo que hace a esta publicación un tesoro es el lugar en el que se pone el autor para guiarnos en el rearmado de los acontecimientos. El regreso de Mercedes acá está presentado de tal forma que nos permite presenciarlo y traerlo de nuevo a esa medida de lo que sucede en lo eterno. Porque, valga la redundancia, volver a la vuelta de Mercedes es que todos volvamos a tener un despertar democrático y que ese despertar nos signifique volver a casa y encontrar lo nuestro. Cuantas veces sea necesario.
El clímax del libro podría estar en lo que sucede en los conciertos del Teatro Ópera, hay detalles y perlitas arriba, abajo y a los costados del escenario. Invitados de lujo y anécdotas reveladoras al tono de la época. Pero no, la joyita está en el testimonio de Martín Raninqueo, músico platense y ex combatiente de Malvinas. “Cómo puede ser posible que la historia argentina tenga, en su tejido social, personas que la atraviesan de manera tan transversal”, se pregunta Arroyo y no olvida a nadie: “así como están las víctimas de Cromañón que eran hijos de desaparecidos”.
Raninqueo tiene una historia que empieza como la de muchos, como la del autor del libro, una madre que presenta a su hijo la música de Mercedes, y termina como la de nadie. Nadie que se volvió muchos y son parte del habla argentina. En febrero estaba en el Ópera viendo el regreso de la artista, cuenta que “había mucha juventud. Esa mirada te hacía sentir que éramos parte de algo. Estábamos saliendo de las trincheras del rock y estábamos llegando acá (…) momento bisagra. Eso se palpaba”, y en abril estaba en Malvinas, en una guerra. Antes de partir, le pidió a su madre que le compre el disco que eternizaba esas noches de verano en las que La Negra empezaba a volver, estaba por salir en cualquier momento; “Sobreviví a la guerra y cuando volví, vi a mi vieja abrazando el vinilo de Mercedes Sosa. Ese que representaba el fin de la dictadura, la vuelta de la democracia, la sepultura del exilio”.
Martín ya estaba en casa, La Negra también. Con ellos, toda esa gente que, escribe Facundo Arroyo, buscaba en la voz de una cantora la libertad definitiva. Y sí, esperan por nosotros en ese jardín de habla y claveles blancos y rojos porque la canción sigue siendo de todos.
