#68 — Mujeres argentinísimas 

   

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“El campo tiene una manera de hablar única que hermana territorio, personas y animales. Palabras que se han transmitido de generación en generación, sobreviviendo a pesar del tiempo gracias a las manos, los oficios, las reuniones en torno a la lumbre, los encuentros por las calles, las sillas al fresco”, escribe la española María Sánchez en su (hermoso) libro Almáciga: Un vivero de palabras de nuestro medio rural. Y aunque tal vez no la conozca, exactamente entre esas líneas sucede la obra de la entrerriana Mildred Burton, que hizo del surrealismo una apuesta a presión de la relación entre lo humano y lo salvaje. Que no permitió que su esquizofrenia la definiera y eligió pararse frente al mundo con una declaración de gusto y advertencia: “soy argentinísima”.

Lo salvaje, a priori, desde la mirada humana, es eso allá afuera de uno, hasta que, de repente, no está tan fuera de uno. Y tan solo basta un de repente más para reconocerlo en uno. Lo salvaje, Burton mediante, no nos dice que también somos eso, nos subraya que —ante todo— somos eso, y también todo lo demás, que nos camufla, pero lo salvaje siempre está ahí sabiendo que de un momento a otro vamos a volver a ese estado “natural”.

La artista, que jamás se desentiende de su hábitat y hace pintura y gracia del Litoral, juega en el borde: ¿y si la naturaleza y eso que mal llamamos desastres naturales fueran la verdadera civilización? Miro la obra de Burton y reconozco una pulsión que domestico a diario (o me domestica a mí para ser parte del mundo): ¿y si la civilización no tuviera nada que ver con el orden humano, sino con el orden divino? El orden divino es desordenador por excelencia. Sí, puedo decir que el relámpago avisa que viene el trueno, la nube oscura nos advierte la tormenta. Sabemos leer esas señales, pero no podemos con otras que espejan lo mismo en nuestro lenguaje, en nuestras escenas de la vida cotidiana. Lo que nos complica aún más para comprender la otra pauta del orden divino: cuéntale a Dios tus planes y jugará a los dados con ellos. Eso es un orden pero su final es la improvisación total para nuestra posición, es el caos. En cuanto uno cree entender el lenguaje del cielo y de las señales, todo se desbarata. El desbarate nos pone salvajes. La realidad es salvaje. Cuéntale a Dios tus planes y él hará lo único que hace desde el principio: desordenar. Batir los dados, ponerlos a chocar, lanzarlos sobre la mesa, big bang y escala servida. Big bang y la obra de Mildred Burton, pero también su vida.

Como no la podían mantener domesticada, decidieron casarla con un militar. En sus palabras: “subastada y adquirida”. El casamiento y la maternidad fueron cambiando el paisaje de su obra. Aparecieron las botas, las literales, las milicas, las botas como mandato aplastando su libertad, las botas signo del machismo y la instrucción familiar. Y para más, la realidad nacional: un golpe, 30 mil compañeros detenidos desaparecidos. Presentes, ahora y siempre.

La subastaron y adquirieron pero nunca pudieron quitarle su humor, su compromiso y su poder confesional con elegancia y ejercicio crítico. Un ejercicio entre yaguaretés y moscas, entre serpientes y ceibos, flores y broches de ropa, y de repente, big bang: frutas de sangre, ratas, mutilaciones y silencios. Big bang y colaboraciones con las locas de Plaza de Mayo, pinturas hablando de Malvinas. Gloria y memoria para esos pibes que no olvidamos, que como en los 80 y 90 volvieron estos días a los colectivos y trenes: allá en el tiempo pedían monedas para comer, hoy piden respeto. Que no vuelvan esos tiempos: ninguno, ni los 70, ni los 80, ni los 90. Lo único que ilumina en esas décadas es la música y ya la tenemos para siempre. 

El cuadro más poderoso de la Burton en este sentido es “La madre del torturador”. Una mujer vestida de negro y cuello blanco, a mí siempre me dio estilo religioso porque me recuerda a la directora de mi colegio que vestía exactamente así, hasta en el peinado. El detalle que quebranta la realidad: esta dama luce una cadena de oro de la que cuelga un dije, más que dije, un tesoro de la tortura, un dedo.

Tamara Kamenszain empieza su libro Chicas en tiempos suspendidos citando a Georges Didi-Huberman: “Estamos ante un tiempo que no es el de las fechas”. Este libro fue escrito durante la pandemia, lo leí cuando salió y me gustó, no me mató. Su escritura es maravillosa, pero hay algunas condescendencias de género que me incomodan un poco. Ahora, para sorpresa mía, volví estos días y me emocionó. Le pude poner palabras a las imágenes que se multiplicaban en redes, todas esas mujeres argentinas en trenes y colectivos levantando la voz. Poniéndole cuerpo a este desorden que atravesamos, eso que acá varias veces llamamos desierto, y que, a su vez, nos muestra cierta estructura inalterable: la fuerza de las argentinísimas. Me gusta pensar que tenemos ese nosequé porque tenemos madre y Patria, me gusta más no saber ni querer saber qué fue primero: la madre o la Patria, tenemos una porque tenemos otra? No importa. Tenemos.  

Si al principio era la palabra, la palabra como matriz, Argentina al principio fue María Remedios del Valle. Mujer no, según el canon de la época, negra tampoco, solo parda. Pero hoy podemos decirlo con toda la fuerza de esa que fue al principio, porque por algo lo que crea e inicia es la palabra, la palabra que dice, llama y honra: mujer negra, mujer afrodescendiente, María Remedios del Valle, Madre de la Patria. 

Fundamental en las batallas por la independencia, empezó ayudando a los soldados lavando su ropa y curando heridos. Perdió a su esposo y a dos de sus hijos, uno del corazón, en el campo de batalla. Insistió para que la dejaran salir a pelear hasta que lo logró. Estuvo en primera fila y al mando. Fue azotada y humillada en público durante nueve días. Fue prisionera y se fugó. Estuvo siete veces en capilla, esto significa estar a punto de ser fusilada. Cuando todo pasó, las autoridades no la reconocían como militar, era “la parda”. Vivió durante años como mendiga hasta que, en la búsqueda de su pan diario, de ir moneda por moneda pidiendo en la calle, se cruza con el general Viamonte, quien no puede creer que esa mujer sea ella y esté en la condición que está. Al encuentro, el general exclama: “Madre de la Patria!”.

Este encuentro derivó en una larga pulseada que duró años y sumó varios ninguneos. Viamonte no se dio por vencido nunca y sumó a otros grandes varones de la época y testigos. Todos exigían reconocimiento militar y humanitario, no solo para que le den la pensión a la altura de su labor, sino para que quede registro de su rol, cargo y de cómo todos la llamaban: Madre de la Patria. Fue Rosas quien la reconoció, por eso, sus últimos años decidió llamarse Remedios Rosas, sin saber que en este acto volvería a sufrir un largo silencio. El gaucho apuñala al negro, Argentina reescribe su historia blanqueada y niega su madre. Recién en el siglo XXI vuelve a escena y los últimos años cobra relevancia. Falta, falta mucho, falta tanto que parece que falta todo. Pero no: tenemos, somos.

A lo largo del libro, Tamara persigue una sensación: lo que empezó como poesía termina como novela. Recupera la palabra poetisa y la asocia a nuestras abuelas. La mía escribía poemas hermosos y los recitaba mejor, siempre con un pucho en la mano, con la boca arrugada como Tita Merello, tenía una relación íntima con la poesía de Alfonsina porque estaba enamorada del mar, un amor que me contagió, creo que por eso mis mejores veranos, toda mi infancia y gran parte de mi adolescencia, fueron con ella. Hoy mi abuela está en las olas de Santa Teresita, en el cielo y en mi corazón. Y también en mi escritura: me dicta. Y yo le leo y le cuento lo que escribió Tamara: “Las palabras son todas nobles hasta que se les pega el virus del estereotipo / poetisa era noble / hasta que se la usó para despreciar / a nuestras propias abuelas / las grandes versificadoras del amor”. Las abuelas, en este acto de justicia, descansan en paz. Pero también reviven, sobreviven y viven en paz. 

Estela de Carlotto tiene 93 años, cuando no está con bastón, está en silla de ruedas. Esta semana viajó a Córdoba. Muchos dicen que fue a hacer Patria, yo veo a esa versificadora del amor que no hace más que ser, no hacer. Estela es la democracia. En Estela todas esas mujeres, madres y abuelas, hermanas, hijas. En Estela todas, Remedios Rosas también. Sin Estela ninguna, nadie. 

Escuchaba a Sobrero explicar su voto a Massa: “cómo miro a los ojos a Norita si no voto a Massa cuando hay un fascista del otro lado?”. De nuevo, un varón que proclama su reconocimiento a otra mujer y lo grita a los cuatro vientos porque no puede creer cómo la realidad trata lo que esa otra hizo, hace y hará más allá del tiempo. Porque Norita es la democracia. En Norita todas esas mujeres, madres, abuelas, hermanas, hijas. En Norita todas, Remedios Rosas también. 

Y en Hebe, en Taty, en las que se fueron sin recuperar a sus nietos, sin saber dónde están sus hijos, sus hijas, sus maridos: en ellas, nosotras. Por ellas, nosotras. Por ellas y con ellas las que hoy tienen que salir a contar lo que vivieron en sus tiempos detenidas en esos campos de concentración malditos. Los que resignificamos, porque el linaje de las versificadoras del amor se pone a resignificar el horror que ellas pasaron. Me río cuando las jovencitas dicen que son hijas o nietas de las brujas que no quemaron: acá somos hijas y nietas de Remedios Rosas, de Evita diciendo que llegó la hora de la mujer que elige y vota por su Patria, siempre primero, somos hijas y nietas de las Madres y Abuelas de Plaza de Mayo. No necesitamos brujería ni magia. Tenemos fe. Somos linaje de fe. Salimos a la batalla sin saber pelear pero sabiendo lo que necesitamos saber: de dónde venimos. Tenemos, somos.

Cuentan que en una charla, la Burton, ante la avanzada de unos caballeros que querían interrumpir su relato, dijo: “Yo convivo con lo terrible y con el miedo. Vivo sola en una casona terrorífica de la Boca. Creo que vivo siempre cerca de un abismo que al mismo tiempo me atrae. Antes tenía miedo de caer en ese abismo, pero después de ciertas cosas que me tocó vivir aprendí que no hay abismo en el que pueda caer salvo aquel al que yo decida saltar. Me ocurrieron cosas tremendas pero soy resistente. Yo me solazo en ese mundo terrible”. Como la Madre de nuestra Patria, nuestra artista perdió dos hijos (tuvo cinco).

Las mujeres argentinas como mujeres políticas, nacidas de una Capitana afrodescendiente, reconocidas como tales por la Abanderada de los Humildes, educadas en la lucha y en el amor al prójimo por pañuelos blancos, palomas, locas de la Plaza, somos mujeres, como apunta Tamara, que no escribimos para convencer a nadie, “por eso la poetisa que todas llevamos adentro”, ah, nuestras abuelas, “busca salir del clóset ahora mismo / hacia un destino nuevo que ya estaba escrito / y que al borde de su propia historia revisitada / nunca se cansó de esperarnos”. Nos perdimos una charla hermosa entre Tamara y la Burton, que dice: “Todos mis cuadros nacen de un relato anterior, que escribí previamente. Siempre me gustó escribir y varias veces voy a buscar ideas para un cuadro en esos apuntes: tengo más relatos que pinturas. La literatura me interesó desde chica. Mi gran amiga de toda la vida fue Luisa Mercedes Levinson. Ella siempre decía que si hubiera sido pintora habría pintado mis cuadros y yo le decía que de haber sido escritora, habría escrito sus libros. Nos sentíamos iguales, gemelas”. 

Abro un paréntesis y me salgo de Argentina. En el año 2002, Lisa See viajó a Hunan, provincia sureña de China, para llegar al fondo de lo que luego se convertiría en El abanico de seda, una novela histórica que, en realidad, es una pieza de belleza y sensibilidad absoluta. Porque todo lo que empieza en poesía termina en novela.

Basada en la relación de Lirio Blanco y Flor de Nieve, la novela nos invita a descubrir el profundo mundo del Nu Shu, un sistema secreto de escritura silábico y milenario exclusivo de mujeres, acunado en dicha región, que surge como una vía de escape al sistema de opresión al que eran sometidas, que las excluía, incluso, de aprender a leer y escribir, mientras que los hombres, para más, gozaban de su propia escritura, Nan Shu. 

Si bien El abanico de seda transcurre en el siglo XIX, el origen del Nu Shu data del siglo III, y recién fue descubierto a principios de 1980; durante todo ese tiempo, salvo las mujeres orientales que mantuvieron la tradición, nadie supo de su existencia. Traídas al mundo para parir, eran educadas para estar prontas a casarse, aun siendo unas niñas. Sus actividades se limitaban a ser soporte de las casas y en muchas de las regiones no accedían a ningún tipo de educación. Entre los pocos aprendizajes garantizados que tenían estaba coser y bordar. Además, eran sistemáticamente aisladas, primero a fin de lograr la máxima concentración en su camino hacia el casamiento, ya casadas, se las separaba de sus familias y pasaban a ser objeto de la familia del esposo y la agenda que sus costumbres impusieran.

Lo que los hombres no imaginaron fue que a partir de esas pocas herramientas que les dieron, no sólo encontrarían la forma de comunicarse entre sí, sino que irían mucho más profundo, invitándose unas a otras a una transformación compuesta, en principio, como red de contención, consuelo, catarsis, para luego, finalmente, construir su propio mundo de intimidad, vinculación y exploración femenina y humanista.

Los caracteres del Nu Shu están basados en un sistema fonético a partir de la escritura masculina, pero rompiendo su lógica y creando una nueva. Para poder ganarle al aislamiento y al silencio que se le imponía sin despertar sospechas, las mujeres siguieron cumpliendo con sus actividades y agenda con la misma disciplina de siempre, por lo que la comunicación se funde cuando encuentran en el bordado de esos caracteres sobre diferentes objetos, pero principalmente en abanicos, la salida justa para su expresión. Así, comienzan entonces a intercambiar mensajes y a generar diálogos a corazón abierto, por eso también se suele decir que es una escritura de “lágrimas al sol”. Varios estudios indicaron que era recurrente el anhelo por la luz, un anhelo literal, ya que en sus orígenes esas mujeres no podían salir solas de sus casas, pero también era simbólico y espiritual porque venía acompañado de la idea de lo celestial. Históricamente su transmisión fue, sobre todo, de madres a hijas, entre hermanas y/o cuñadas.

El libro cuenta con la bendición de Yang Huanyi, última hablante de este lenguaje, quién se encontró con Lisa See para ser guía fundamental de su viaje e investigación, y falleció dos años después del encuentro.

Leí ese libro hace años, me lo regaló mi hermana y se lo regalé a tantísimas mujeres. Para mí el mensaje total, en unas y otras, en Argentina o en donde caiga el dado sobre el mapa, es uno solo: las mujeres hacemos lo que sea para sobrevivir porque queremos que nuestras amigas sobrevivan. Y cuando digo amigas me refiero a nuestras abuelas y sus amigas, a las abuelas de todas ellas. De abuelas en abuelas. Que sobrevivan a través nuestro y de nuestras amigas, y de las amigas de las otras, y todas las abuelas, incluso nosotras en mil años —si es que los hay— sobreviviendo en ese hacer lo que sea, ese hacer que solo sabemos y podemos hacer las mujeres. Porque hay detrás de toda existencia un propósito. 

Antes de llegar al final, Tamara escribe estos versos: “Porque en este caso no hay duda / de que lo que empezó como poesía está terminando como una de esas novelas / donde ni el lamento tanguero / ni el lamento judío / ni el otro lamento con el que suelo tapizar / el diván de mi analist / alcanzan para que el ritmo / el rezo / el verso / la escansión / o como quieran llamar / a ese golpe que corta la prosa / en pedacitos / se interponga entre la realidad y lo que sí o sí / merece quedar suspendido / sin pronóstico / sin metáforas / pero sobre todo / sin miedo”.

Cuéntale tus planes a Dios, mujer argentina, que él tira los dados y big bang: las mujeres argentinísimas van, no dejan de ir. Van, vamos. Tenemos, somos. Mujer argentina que va, no dejes de ir, que mientras vayas hay esperanza. No una esperanza que espera, porque el orden divino desordena. Una esperanza que desordena y desobedece la etimología. Somos nosotras yendo la que hacemos a la esperanza hacer antes de que ella nos ponga a esperar. Y la ponemos a hacer lo único que nosotras podemos: hacer linaje, hacer democracia, exclamar viva la Patria y (re)nacer.