#67 — Libertad, libertad, libertad

   

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*Foto de portada: Charly modelo 2000 x Nora Lezano

1/ Empecemos por Leonardo Favio. La potencia de esa expresión maravillosa que es «porque no se puede ser feliz en soledad» es que apunta a la imposibilidad del individualismo: no podés estar bien con tus victorias si al lado tuyo están perdiendo todo. Descontando que, una vez que los de tu alrededor pierdan todo, en algún momento, tus victorias también quedarán en esa primera fila para ir a pérdida. No solo porque nuestras vidas van en cuenta regresiva, no tanto porque el tiempo humano va a pérdida, sobre todo, y ante todo, porque el mundo siempre nos está guiando, de una manera o de otra, hacia el final de su propio tiempo. 

Tupac Shakur suspiró una especie de nota mental y emocional mientras daba una entrevista desde la cárcel: “Recuérdenlo, el miedo es más fuerte que el amor. Todo el amor que di no significó nada cuando llegó el miedo”. Quién no sintió que nada parece ser suficiente para que los otros respondan a nuestro amor? Es cierto, también, que en su caso fue bastante literal. Pero más allá de lo fáctico, amar también es un ejercicio a pérdida. 

Desde esa otra forma de prisión que es vivir bajo ciertas violencias, tan enraizadas que hasta las reproducimos contra nosotros mismos y contra todo lo que nos rodea, en otra entrevista icónica, Nina Simone dijo que, para ella, la libertad era no tener miedo. 

Pero cómo se quita el miedo, cómo se construye una libertad que nos quite el miedo, un miedo que nos pone mezquinos a la hora de amarnos unos a otros, a la hora de amar a los lugares que nos hacen ser los que somos, cómo llegamos a una libertad que nos haga libres? 

Puedo hilar estas derivas con la sensibilidad de Toni Morrison: “A mis alumnos siempre les recuerdo que cuando consigan el trabajo para el que se formaron no olviden que, si son libres, la función de la libertad es liberar a alguien más, si tienen algo de poder, empoderen a los que no están aún ahí. Ese será el trabajo real, el resto es por golosinas”. Y acá, un poco atrevida, me animo a intervenir sobre la expresión de Favio: nadie puede ser libre en soledad.

En envíos anteriores hablamos del amor al prójimo, así que no quiero repetirme, quiero anexar: no se puede ser libre en soledad y no hay manera de reconocer un prójimo capaz de construir conmigo tal libertad por fuera de la posibilidad de amarlo. Un amor que no tiene nada que ver con el romántico ni con la deconstrucción de lo romántico: un amor que intente hacer, por todas las formas posibles, desde las mismas posibilidades y responsabilidades que nos tocan, un mundo más ameno hacia los otros. Y esto es también hacerlo para nosotros, porque, más temprano que tarde, ese mismo mundo ameno nos tocará. 

2/ «Yo no quiero ser esclavo de mi libertad» es uno de mis versos preferidos de Federico Moura. Es un verso tan agudo, tenso, justo, marca lo imposible del equilibrio, pero solo marcarlo es un intento de una forma de libertad que sabe que en algún punto debe ceder, debe terminar, debe perder poder, fuerza, impulso, deseo para ser realmente libre. 

Y sigo atrevidamente interviniendo sobre el decir de los que mejores dicen. Se me ocurre reemplazar libertad por las tantas figuras que en nuestro tiempo configuran diferentes formas de yo/nosotros, y por nosotros no me refiero a una multitud, sino a esos nosotros que se fundan, justamente, en un montón de yo reunidos en torno a sus consumos, consumos que desean y evocan cierta representación cultural. El mundo no es un pañuelo, esa representación es un pañuelo. 

Entonces, no quiero ser esclava de mi conversación, de mi mirada, de mi sensibilidad, de mi ideario, en concreto, no quiero ser esclava de mi geografía cultural y política: esa esclavitud con forma de statu quo, con no admitir que hay un margen que se nos escapa, que podemos estudiar, que podemos visitar, leerlo todo (y esto siempre es leer mal y, además, leer mucha porquería), esto es no perder nunca de vista que hay demasiado que se nos pierde, y que la parte más grande de lo que es vivir en este mundo nunca será nuestro ejercicio ni nuestra carne en peligro.

Hay demasiada gente allá afuera muy ocupada y dedicada en narrarse a sí mismos como sabios, buenos, mejores que los otros, más conscientes, más comprometidos. Están tan ocupados que no ven que en el mismo momento que se narran solidarios dejan de serlo. Dice la santa palabra que tu mano derecha no sepa lo que hace la izquierda, genio de la solidaridad.

Todos son seres de luz, pero el fruto habla por sí solo: el mundo está cada vez más a oscuras. Hay una dictadura de opinión y de autocomplacencia que borra toda la sensibilidad y la fuerza creadora de la palabra. Nos deshumaniza, banaliza todo nuestro ser y profundiza la tragedia existencial: cuánto más se narran a sí mismos como seres de luz, y más poderosos se sienten, en verdad, menos poder tienen porque están aconteciendo sobre lo que no existe. Presos de una lucha negada: la del grito desesperado por ser amados vs. un yo modelo Leviatán que no da espacio a nadie ni a nada que les manche la imagen que dibujaron de ellos en los espejos de sus casas y en las redes. 

Dice Anne Carson que el yo es un hecho, un conjunto de datos que hay que utilizar democráticamente. Es imposible alcanzar esa dirección democrática si nos creemos la narración que hacemos de nosotros. 

“No perderse nunca es no vivir, no saber cómo perderse acaba contigo”, escribe Rebecca Solnit. Walter Benjamin encontraba en el perderse “la plenitud del estar presente”, y esto es, ni más ni menos, hacerse cargo de la incertidumbre y el misterio. 

Hoy, perderse es también romper el aislamiento que nos da la endogamia, la sobrecarga de imágenes, de ánimos y climas que es imposible ya medir cuánto tienen de alma y cuánto de algoritmo, perderse es escuchar, quedarse en silencio. Y escuchar y el silencio, en ese perderse, también funcionan como un decir. Decir, no hablar, es libertad, es el no miedo. 

Hablar es ruido, decir es palabra. Y «al principio existía la Palabra (…) y todas las cosas fueron hechas por medio de la palabra». Por qué vaciamos nuestras palabras? Supongo que de no hacerlo se nos haría insoportable lo que la palabra obliga, crea, dice.

3/ Le preguntaron a Charly si valía la pena morir por amor. Desconcertado por la pregunta, lo primero que dice es que no sabe. Mejor aún, dice: “cómo saberlo, es para la letra de una canción”.

El conductor, que no conozco ni el programa tampoco, pero Tiktok provee, le insiste y hasta lo apura, “quisiste morir por amor”, y mientras el desconcierto de Charly aumenta, llega el remate: “por Flor”. Todo lo que viene después es un Charly que aún balbuceando es del top 5 de tipos más lúcidos y agraciados del planeta, así que su salida es otro tiro majestuoso. 

Por empezar, le saca al hecho toda etiqueta de impulso y lo convierte en una respuesta planificada. Cuenta que estuvo un largo rato tirando cosas a la pileta, midiendo, “para ver cómo embocarla”. Hasta que alguien le repitió por vez mil en la mañana “mirá que acá no sos Charly García, acá todos somos iguales ante la ley. Así que cuando oí eso de nuevo, ya estaba ahí, y pum, me tiré, me tiré cómo diciéndoles iguales a quién? Mirá”. 

El desconcierto ahora es todo del conductor, la idea de “morir por amor” era mucho más rústica y alcanzable. Pero el gesto de libertad de Charly lo excede: es un gesto que se libera de, tal vez, el sentido menos justo y equitativo de la humanidad, creer que todos somos iguales. Y del sentido más morboso: saber que no todos somos iguales y gozarnos cuando, al parecer, quedamos mejor parados frente a otro. 

Toda la zoncera de la humanidad está dentro de esta postal: quién, con dos dedos de frente, le puede decir a Charly que todos somos iguales. Un mundo de iguales a Charly no nos tendría explicando ni esta zoncera ni la montaña de zonceras que nos aplasta. Más aún, en un mundo de iguales a Charly, él no se hubiera enfermado de lucidez mientras escribía esas canciones en las que nos cuenta lo que es la vida. El tipo que no aprendió a vivir, aprendió a contarnos cómo vivir a cuestas de su propia vida.

La cosa es que ahí donde Federico dice que no quiere ser esclavo de su libertad, Charly dice que prefiere ser preso de su libertad y saltar al vacío antes de ser preso de la policía, de los empleados del hotel, de los productores y empresarios, bueno, de la zoncera de la humanidad.  

Es que la libertad nunca es una sola, todo lo que somos y hacemos nunca es en soledad, nunca tiene impacto en soledad, y siempre, pero siempre, están en diálogo con el caos de nuestras circunstancias.

Por cierto, Charly y Federico nacieron el mismo día: 23 de octubre, en mi calendario emocional está marcado como el Día de los Libres del Sur. Y subrayo, mismo día y año: 1951, gracias. (No digo feliz cumpleaños porque no se dice por adelantado, pero sí estoy escribiendo esto en el tiempo exacto para desear que haya un regalo democrático a la altura del corazón de ambos).

4/ Quise escribirles como una cábala sin pensar la dirección de esta verborragia nerviosa y ansiosa. Siempre que nos encontramos al borde de un abismo, envié Delivery como un abrazo colectivo y apelando a un acto de fe: para alcanzar la gloria hay que pasar el desierto.

“Tener fe requiere coraje, la capacidad de correr un riesgo”, escribe Erich Fromm en su clásico El arte de amar. “Quien insiste en la seguridad y la tranquilidad como condiciones primarias de la vida no puede tener fe”, y me gusta el remate: “quien se encierra en un sistema de defensa, donde la distancia y la posesión constituyen los medios que dan seguridad, se convierte en un prisionero”. 

Pienso que también podemos ser prisioneros de nuestras victorias. Si las victorias no marcan un comienzo, si las dejamos como objetivo cumplido, funcionan como todo: a pérdida. También creo que somos prisioneros de nuestras victorias y ya no tanto por lo conquistado, sino por quiénes fuimos nosotros en esas victorias. Cómo y dónde las vivimos, con quiénes compartimos, qué fotografía guardamos en el corazón de esas victorias? Ni hablar si participamos de alguna manera o de otra en sus batallas. Pero en cualquiera de estas direcciones, hace más de una década que convertimos nuestras victorias en efemérides. Y una efeméride es un recuerdo mórbido. No está en el corazón, está en un calendario. 

“La gente está provocando incendios porque está frustrada, enojada, sin esperanza. No tienen poder para mejorar sus vidas, pero sí tienen el poder de hacer que otros sean más infelices. Y la única manera de probarte a tí mismo que tienes poder es usándolo”, escribe Octavia Butler en La parábola del sembrador, novela que, publicada por primera vez en 1993, ocurre en 2024: ay, Octavia! (Y me voy, una vez más, por las ramas: La Biblia, La Divina Comedia (Dante), La Divina Mímesis (Pasolini) y esta novela afrofuturista como un camino a instrumentar hacia el fin de los tiempos, y a priori, de nuestros tiempos).

Vuelvo a este punto: la única manera de probarnos que tenemos el poder es usándolo. Y un último atrevimiento/intervención para terminar: si están los que ponen a prueba su poder para destruir, no nos queda otra que probar que tenemos poder para construir.

Construir es un ejercicio constante, arduo, y sí, incluye su cuota de destrucción. Construir es también perder. Perder para ganar: qué necesitamos perder como sujetos, como clase social, como generación y representación cultural para construir una democracia que no tiemble? La respuesta parece obvia pero no lo es, no lo pudimos hacer, o no lo pudimos sostener. O no supimos.

Hay algo parental que se repite en el mundo en la relación contemporánea de los votantes con sus representantes que me da un poco de pavor. Una mezcla de orfandad y de mesianismo. Perder esa comodidad, perder esa relación, esa confianza efímera me parece un buen comienzo para redireccionar. Matar a tus padres, a tus ídolos, a tus líderes es construir. No así a tus guías: «uno no puede huir de aquellos que te guiaron», escribe Peter Orner. Te guian los que abren camino, aunque nunca hayas cruzado palabra, aunque no compartas, ni siquiera, generación, época, siglo, tiempo.

«Morimos. Ese debe ser el significado de la vida. Pero construimos lenguaje. Esa debe ser la medida de nuestras vidas”, nos desafiaba e impulsaba Toni Morrison. Construir, como en el principio, sigue siendo la palabra.

Y acá estoy, sin saber cómo terminar este texto pero queriendo cumplir el acto de fe, tratando de traer para nuestros puentes a la palabra libertad con otras historias, rogando que podamos llenarla de nuevo de un sentimiento de comunidad y el 10 de diciembre levantar la copa por los 40 años de la democracia. La copa, los oídos, la voz, el compromiso, la libertad, el no miedo a la palabra que obliga, crea y dice.