#71 — Qué se puede hacer salvo hablar de música

Esto es un recorte del Delivery #71
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“Cuando la música cambia, también cambia la danza”, reza un proverbio hauza que me encanta poner en conversación con esto de Fogwill: “el cambio de tiempo se nota en la música y también en las palabras”. El cruce de ambos abre una puerta que deja entrar algo de luz para hablar de las sensaciones frente a lo que suena hoy: cambió la música y cambió la danza, pero en el tiempo actual argentino las palabras de nuestra música ya no son nuestras palabras.

Al menos las que mandan en el mainstream, las que escuchan, bailan y defienden un montón de jovencitos y no tan jovencitos. Adultos que prefieren ser el meme de Steve Buscemi en ’30 Rock a la elegancia de reconocer que esas canciones no hablan de ellos ni a ellos. En realidad, no hablan de nadie, ni de los que las componen y cantan. Y esto no es “señora gritando a una nube” ni que solo sea válido componer y cantar lo que habla de uno, pero hay algunos puntos en el escenario musical que nos está diciendo algo mayor.

1— Es indispensable empezar por lo obvio, no tan obvio para muchos. Ya sea por zoncera o por conveniencia. 

El mainstream no lo es todo, hay otras cosas ocurriendo. De hecho, cuánto más fuerte suena algo en el mainstream es porque más están pasando otras cosas a sus márgenes, es la fuerza de contraposición. Y esto no es anti mainstream: hay artistas que rompen la matrix y desde el mainstream guían el camino, imponen sus tiempos y conceptos. Artistas de sus culturas y también artistas de mano directa con la industria. Creer lo contrario ya estaba vencido hace, mínimo, treinta años, sobre todo cuando se va contra lo comercial para pretender dibujar utopías de lo independiente que nunca son tales. Abecé: cuánto más romantiza lo independiente y la autogestión, más usa el pulmón y el corazón ajeno para motorizar esa independencia. Y mayor es la megalomanía, ah.

Dicho lo dicho, lo que escuchas por todos lados no significa que solo existe eso y todo “lo otro” murió, sin contar lo deshonesto que es hablar de todo eso “otro” que, por lo general, habla solo del rock. Y el rock está acá nomás, a un par de clicks, en garajes hay bandas naciendo y en bares buscando el mango, pero también en estadios agotados, en multitudes que peregrinan de un lado a otro para vivenciar sus misas populares y en las otras multitudes, las virtuales, que siguen por stream esos conciertos. 

Raspando un poquito la cáscara, lo que se está duelando no tiene nada que ver con lo musical, más bien lloran por el imaginario rockero, machote y machista, cultura de reviente y supremacismo: gloria a Dios si eso murió, pero está vivito y coleando. Incluso con mujeres al frente del rock y del periodismo musical, paraíso del machismo, planetario de una rebeldía que siempre fue más emocional y narcisista que política.

Más allá del rock, nuestra música, la que fuera que creemos que es “nuestra música”, permanece con nosotros, no en lo que el mercado o la industria digan y hagan. Si escuchás menos lo que te gusta es tu responsabilidad: tu escucha, tu decisión.

La música es la única luz en el tiempo. Todo lo demás es mórbido. Creo que por eso, en el fondo, me da pena que haya gente diciendo que ya no pasa nada en la música. Primero, porque toda la música siempre está ahí, sin tiempo. Segundo, porque sí pasa, y es un consuelo.

2— El mainstream no hace intocable una obra ni define un absoluto, al contrario, ahí está su trampa. 

Tener éxito no necesariamente da la razón, en ciertas circunstancias e interlineados puede ser la evidencia de profundas derrotas sociales, culturales y políticas. Y no, no es esto en contra de los géneros protagonistas, es justamente a su favor. Esos géneros, en realidad, son culturas englobadas dentro de la etiqueta criminal “urbano”, que básicamente habla de lo que hasta no hace mucho era música, ropa, lenguaje, hábitos y demás “cosa de negros”.

3— Relampagazos de la gentrificación y el infantilismo del mundo en el que vivimos, hay una idolatría a lo joven y lo nuevo —dos formas de acelerar los procesos de descarte por otros medios— que escaló como nunca. Para más, eso que llaman “nuevo” no es tan “nuevo”, solo que apenas lo empiezan a descubrir y lo hacen bajo las formas que el mercado deseó que fueran descubiertas.

Como pasó en su momento con la cumbia, de la costa colombiana al resto del continente, fue blanqueada y despojada de toda marca afro e indígena. Cuando llegó a la Argentina, estas variaciones se profundizaron hasta reducirla no solo a entretenimiento, sino a una caricatura del imaginario tropical: sol, arena, camisas hawaianas y mar, todo felicidad. Algo similar ocurre ahora con el reguetón.

4— El reguetón salió de la costilla de la cultura hip hop. 

Nacido hace cincuenta años, el hip hop es imposible leerlo por fuera de su irrupción política, gemido antirracista y puño en alto. No es una producción ni un género, es un acontecimiento cultural. Su expansión y el poder de hacer agenda descansa en la fidelidad al ritmo social. Su campo de expresión sirve de termómetro, más aún, es un campo de disputa y no solo hacia fuera, también hacia los propios prejuicios, mandatos y limitaciones de la comunidad negra.

Si se puede atravesar —producir, pensar, leer, escuchar— fuera de estos trazados no es cultura hip hop, aunque haya alguien rapeando, aunque haya un negro, en estos casos, por lo general, estereotipando negrura al máximo. La cultura hip hop no se reduce a la técnica vocal con la que se diga, se trata de lo que se propone y de esa fidelidad al acontecimiento, es decir, a la conciencia de la comunidad racializada en movimiento.

5— Hay una manía en desnutrir las historias y las memorias musicales, una manía que no concibe que ciertas culturas responden a causas, símbolos y elementos que no pueden ser comprados ni arrebatados. Estos pueden ser cruciales y estar aún en disputa o construcción; no cualquier voz tiene el conocimiento y el poder para democratizarlos, y aunque los tuviera, no todas las historias son de todos. Aunque las tomen por imitación, algo que sucede de manera inevitable tomando como moldes los estereotipos, lo que termina siempre en una caricatura, porque la imitación no da lugar a un desarrollo o crecimiento artístico. Por eso todo ese catálogo suena lavado e igual: es literalmente producción en serie.

6— Que la música argentina mainstream esté plagada de expresiones centroamericanas o de pandillas no solo es una bandera roja hacia dentro, también lo es hacia fuera, aunque eso les abra las puertas de los mercados internacionales.

Quiero decir, no hay apropiación cultural en un argentino haciendo hip hop, pero hay una apropiación histórica que banaliza una lucha si un argentino toma como propias las historias pandilleras cuando la propia cultura hip hop está hace treinta años tratando de quebrar la estigmatización que esa realidad les provocó, y no solo frente a la Norteamérica blanca, también de cara a la propia comunidad latina y negra.

El hip hop gangsta, el g-funk, entre otras, son corrientes indispensables, fueron bisagras y son clásicos, pero no son una lucha global, no es un bondi al que cualquiera se puede montar para evocar de ahí una identidad personal de artista hip hop. No sos más artista hip hop por hablar como si fueras de Compton, es más, si necesitas eso estás en el horno. Una cosa es tomar referencias, otra hacer nido en condiciones superficiales. Las guerras de pandillas se llevaron generaciones enteras, hay historias abiertas detrás de lo que para algunos es un trampolín. 

Dante Spinetta, en su era Pyramide, hizo una gran autocrítica a sus primeros años viviendo la cultura hip hop, por cómo hablaba y se vestía, aún cuando sus letras y ritmos siempre encontraron un espacio para que no falte ADN, lenguaje ni realidad nacional. Dante está adelante del hip hop latinoamericano, y ni hablar argentino, hasta en eso, es pura honra a la cultura y un referente cercano, constante y generoso a abrir caminos no solo musicales, sino de pensamiento para transitarla. Claro, hay que tener los ojos y los oídos abiertos, la disposición, también, de saberse parte de algo mayor. Reconocer que nada empieza ni termina en nosotros es liberador, experimental y formativo. Nos permite buscar nuestro espacio y amplificar no solo nuestra voz, también a las culturas que nos interpelan y convocan. Todo lo que no reconoce ese principio individualiza (apropia) el acontecimiento cultural.

7— De Daddy Yankee a Bad Bunny, los puertorriqueños tienen millones de canciones que hablan de los caseríos, sus problemas estructurales, del orgullo por sus costumbres bajo el pie estadounidense y por supuesto, también de los mambos pandilleros. 

Mientras que el reguetón argentino vuelve a reducir el imaginario caribeño, ahora a una “party”, los puertorriqueños rebotan entre ser “estúpidos y sensuales”, ok, y vulgares, a problematizar la isla y “frontear” cuando la política quema. En su mayoría, los nuestros, ya sea a una política que quema, a una crítica cultural o a una pregunta farandulera, siempre responden con eufemismos, autoayuda, meritocracia y motivación.

“Pueden hacer reguetón en todo el mundo y eso está bien cojón. Y hay reguetón internacional bien duro, me gustan, los aplaudo, los consumo, pero los peores nuestros son mejores que los mejores de afuera. Porque el reguetón es Puerto Rico, papi”, chapea el bueno y bravo de Arcángel.

8— La cultura hip hop, y en menor medida el reguetón, construyó su propio mainstream. Lejos de las discográficas, medios y distribuciones tradicionales, armando colectivos y cooperativas, creando sus propias productoras con una visión cultural integral, reivindicando las victorias y aprendiendo de las fatalidades de las generaciones anteriores, desde los tempranos dosmiles el hip hop se le plantó libertador y conquistador a la industria blanca, con la que tuvo que lidiar fulero en los 90s, casualmente, la época dorada. 

El secreto para salir triunfal fue y es saber decirle que “no”. Me gusta cómo lo conceptualizó Maurice Blanchot: ante el sistema que te quiere comer, nada es más emancipador que saber lo que hay que rechazar y hacer del rechazo una cultura. En palabras de Kendrick Lamar: “no son canciones, no es un video, no es un show, es la historia de mi familia, mi ciudad, es la sangre de mi gente. Ellos solo ven el negocio de lo que es mi cultura, yo veo que acá se valen nuestras vidas. Mucho tiempo nos vimos por lo que otros escribían de nosotros, ahora escribimos nosotros quiénes somos y qué vivimos. Nos transformamos”.

9— Repetir “Argentina está en la casa” mientras se toman los tonos, la gestualidad y la construcción de orgullo más primitiva que trazaron las culturas afroestadounidenses y centroamericanas de acuerdo a sus procesos históricos, construcción que se fue modificando sujeto al crecimiento de estas culturas, es absurdo. No solo que no está Argentina en la casa, sino que tampoco están ahí los otros. Lo que hay es una individualización de lo colectivo que eleva un todos en el que no existe nadie ni nada, solo algoritmos.

Y es que ahora todos quieren ser latinos, y los algoritmos también.

10— Uno de los más grandes abismos sociales es la puesta en conversación de los adultos con los jóvenes. Adultos que creen que para acercarse tienen que hablar como ellos. Y lo peor: adultos que ven a los jóvenes como el mainstream los muestra sin tener en cuenta que ese mainstream tampoco les habla a ellos y, sobre todo, no habla de la gran mayoría de los jóvenes.

Es la primera vez, al menos en cincuenta años, que hay un silencio tronador: no hay en el mainstream música para que esas mayorías puedan relacionarse de una forma diferente con lo que viven, con lo que ocurre en el país y el mundo, y para que los adultos también encuentren otra forma de relacionarse, claro, si es lo que genuinamente les importa. Y acá si se complica y hay que ser honesto: cuanto más a lo profundo del interior se va, más complicada es el acceso a lo alternativo. No alcanza con querer, se necesitan medios, herramientas y hasta el conocimiento de esa alternativa existente para poder llegar a ella. No es un bien nacional «el que busca encuentra» y las limitaciones del federalismo, desde pensar un país para fortalecerlo nación a la multiplicidad de las oportunidades como de las cosmovisiones, son más graves y profundas que una simple deuda.

11— El problema no es que no haya nadie haciendo, por ejemplo, una “Homero” generacional, porque “Homero” ya está ahí, y es para siempre. Antes y después de Yendo de la cama al living, pasando por discos como Miami, Fabrico Cuero o Acorralar a la bestia, por nombrar algunos, todos tuvimos dónde ir. Ni hablar del folclore y del cancionero general de la música popular entre los 70 y 80. Pero esta realidad dificulta la accesibilidad a la cultura y a las canciones que la configuran más allá de lo predominante, y esto que parece una demanda romántica, y puede serlo, también nos dice una cosa más.

Nosotros también bailamos, y mucho, no fue menos divertido, no fue menos erógeno, fue súper sensual. Y también fue (y es) perdurable, porque mucho de nuestro lenguaje, forma de ver y de implicarnos culturalmente con nuestro país nace de los discos de nuestra generación. A la mayoría de esas bandas llegamos por la televisión abierta, a otras por radios, a algunas porque los consagrados los llevaban a telonear. Hoy los recitales se telonean con una fiesta, una fiesta guionada por los algoritmos de Tiktok. La multiplicación de medios y formas de distribuir no democratizaron ni facilitaron el acceso, me atrevo a decir que consolida endogamias y tribus aisladas. Lo que ocurre con los streamers en lo político acompaña lo que ocurre en lo musical. La cultura de la reacción no es tierra fértil para nada más que narcisismos y disputas acorde a los egos participantes.

12— Lo que escuchamos nos va acompañando y ayudando a comprender el mundo. Es lo que inaugura nuestra vida social, lo que la desarrolla y alimenta. La amistad, el amor, la familia, los días de limpieza, los duelos, la cocina, ah, todo en esta vida tiene su canción. El mainstream tiene que tener música que encienda las noches pero que también nos alumbre por la mañana. Porque la noche termina y la mañana no solo renueva las misericordias, también trae las noticias.

Nuestros discos no nos anestesiaron, nos ayudaron a reconocernos con gracia como sujetos políticos, con voz y lugar seguro para que nuestras personalidades, en vez de quedarse recortadas por el mainstream, se vayan por las ramas. Y una gratitud eterna: nos abrieron a un mundo de música, nos ofrendaron sus influencias y su cultura musical para que también nosotros lleguemos con nuestra walkman a donde no llegaríamos nunca territorialmente. Las músicas hacen nación. 

13— Por último, lo indispensable: ningún artista tiene la obligación de pararse frente a la sociedad como héroe colectivo ni su misión es ser un formador, pero no solo es posible hacer este ejercicio crítico frente a la tendencia de darle voz a otras tonalidades mientras se ignora la propia o se la atraviesa con eufemismos, es un deber. Porque las mieles de las que gozan los artistas populares tienen sus responsabilidades y muchas de esas voces se dedican a opinar de disputas que, aunque lleguen por entretenimiento, son políticas.

En una región que batalla en firme con un destino centroamericano que tiene muy poco de party y demasiado de avanzada narco y dolarización como meta, hay preguntas que sostener e inercias que romper. 

Horacio González lo invita a pensar mejor que yo: “El problema es si sigue habiendo historia argentina. ¿Sigue habiendo historia argentina? (…) Yo creo que tiene que seguir habiéndola, algo inglobalizable que garantiza pensar mejor el mundo entero”. Y me atrevo a soñar y a cerrar con esta respuesta: que nuestras palabras vuelvan a las canciones para pensar mejor el mundo entero y para que el mundo nos piense mejor, y si no hay palabras, tal como nos inspira la cultura hip hop, inventarlas, deformar las que hay, conocer tan a fondo quiénes somos que seamos dueños de ese ser nacional y recrearlo hasta que lo indecible se pueda decir. En definitiva, hacer que sea posible que Argentina siga siendo Argentina.