#69 — Helicópteros

Esto es un recorte del Delivery #69
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1/ La última foto

A primera hora del 20 de diciembre se revisaron los planos de la Casa Rosada y chequearon el estado de los techos. Los usos anteriores del helipuerto, con Isabel Perón en el ‘76 y Raúl Alfonsín en las Pascuas del ‘87, habían provocado fisuras graves en la arquitectura, por eso mismo estaba clausurado. Frente a esta situación se definió que el Sikorsky S76B se posase sin hacer descarga de su peso (3,5 toneladas) y se aproxime respetando el croquis hecho esa misma mañana por el jefe de operaciones, en el que se marcaban detalladamente las antenas de la zona y todos los puntos de la azotea que podrían ser de alto riesgo edilicio durante la cercanía del helicóptero suspendido en el aire. 


Antes de subir a la terraza, Fernando de la Rúa le dijo a Víctor Bugge, el fotógrafo oficial de la Casa Rosada, “vení, sacame la última foto”. Así surge la imagen acomodando papeles en su escritorio. Lo que el fotógrafo no sabía es que “el presidente” venía de redactar su renuncia, fichada a las 19:37 hs.

Quince minutos después, a las 19.52 se abrieron las puertas del helicóptero según el registro oficial. Bugge siguió los movimientos y no se achicó ante el vértigo, fue hacia la terraza y tomó otra imagen más en las condiciones que pudo. No había terminado de subir cuando los de seguridad lo tironearon. En el tironeo llegó a disparar la cámara. Y esa sí es la última imagen del ya ex presidente en la Casa Rosada, huyendo.


Había tres destinos posibles por si “aumentaba el riesgo de su vida”. Esos destinos eran Campo de Mayo, Uruguay y Olivos, el elegido. Los acontecimientos eran claros, el riesgo no estaba cayendo sobré él sino sobre todos los manifestantes que colmaron las calles de un país declarado en Estado de Sitio. Fernando de la Rúa llegó en 4 minutos a la quinta presidencial y el resto es historia.

O debería serlo, con esa condición inalterable de la historia que solo permite olvidar a partir de mantenerla viva. El olvido permite avanzar, mantenerla viva nos da la ilusión de controlar los ciclos para no repetirlos, para no hacer patrón de lo ocurrido, más: para honrar y reconstruir. Sin embargo, a 40 años del regreso a la democracia, esa historia, y todas las que como mamushka se escabullen dentro, también es/son presente. Aunque hoy no escuchemos el tronador “piquete y cacerola, la lucha es una sola”. Por el contrario, hoy presenciamos una criminalización de la protesta inédita. Una criminalización que descansa en todas las violencias posibles y transversales. Ahí donde se debería gobernar, se gestiona bajo amenaza con la legitimidad popular: la violencia se organiza y espectaculariza porque hay ciudadanos que, antes de ser ciudadanos, se definieron televidentes.

En cambio, el canto que sonó en aquel diciembre de 2001 y volvió a lo largo de los últimos meses de campaña fue el “que se vayan todos, que no quede ni uno solo”. Lo tomaron de la mano para acompañar el hit libertario de «la casta tiene miedo». Los jovencitos envalentonados, huérfanos del principio histórico, ignoraron la maldición que acuña ese cantito, el que con pereza y ansiedad puritana no discierne, no ve diferencias, matices, grises indispensables para construir un bien común. Flamantes «humanos de estreno», el «que se vayan todos» terminó demasiado rápido en el único lugar posible que puede terminar: si se van todos, vienen los de siempre, algo así como salir a enfrentar a la casta con más casta. Y Dios bendiga a Audre Lorde: la casa del amo no se desmonta con las herramientas del amo. Igual, estos ni quieren hacerlo. Solo quieren el show de hacer como que. Así fue que mientras el pueblo en las urnas rechazaba a gran parte de los que en aquel 2001 explotaron el país, los mismos que nos condenaron desde el 10 de diciembre de 2015 a 2019 y se quedaron con las ganas de la reelección, a fuerza de una cumbre libertaria desesperada por lograr lo imposible, llegar a la Rosada, volvieron al poder.

¿Será la tercera la vencida?

Carlitos Busqued, más vivo que ayer, pero menos que mañana, dejó unos cuantos tuits que profetizaban esta vuelta. En sintonía con la siguiente historia, me quedo con este tuit del 14 de junio de 2018: «pensar que esturzeneger todavía tiene cuerda para estar en uno o dos gobiernos de mierda más». En la noche del 19 de diciembre de 2023, la previa a la primera cadena nacional de Milei, Sturzenegger salió a medir su morbo ostentando dos montañas de resmas llenas de reformas y decretos. Dicho de otra manera, ostentando impunidad y dándole clima de show al vaciamiento del Estado que promete ser una entrega formal del territorio nacional.

2/ Haber completado una tarea

Richard Nixon abandonó la Casa Blanca el 9 de agosto de 1974, el día después de haber renunciado a la presidencia de Estados Unidos debido al Watergate.

El instante previo a subirse al helicóptero nos dejó la foto icónica por excelencia de ese momento: sonriente, con los brazos extendidos haciendo la V en cada una de sus manos y con la bandera estadounidense que asomaba sobre su cabeza. Esa imagen, ese gesto, y en realidad cada uno de los pasos en su despedida, compusieron una perfo que podría haber sido guionada tranquilamente para un sketch de lo que tiempo después se conocería como Saturday Night Live.  


“Creo que durante los últimos meses ha estado rozando el umbral de la locura. Había indicios de ellos en algunos de los informes internos de los últimos días. Nixon no quería dimitir y no entendía por qué tenía que hacerlo, la familia nunca lo entendió. Probablemente sigue creyendo que no hizo nada malo, que en cierto modo le han acosado y ha sido víctima de una trampa tendida por sus viejos e implacables enemigos. Estoy seguro de que él lo ve como una campaña perdida más, como otro duro contratiempo en su camino hacia la grandeza”, contaba Hunter S. Thompson en una entrevista a Playboy (noviembre, 1974). Para ese momento, el padre del periodismo gonzo llevaba tiempo trabajando para la sección política de Rolling Stone y venía cubriendo el caso, con todo lo caótico que eso significaba tratándose de él, aportando bastante leña al “fuego Watergate”, a veces con certezas y otras tantas como estrategia para armar escenarios que lo favorecieron en sus búsquedas de información. Además, tuvo cruces y cercanías insólitas con Nixon, como una vuelta a Manchester en limusina, los dos solos, porque el presidente quería solamente hablar de fútbol y él era el único entendido entre los presentes que podía complacerlo.

En esa misma entrevista le preguntaron si creía que finalmente Estados Unidos se había liberado de Nixon y él respondió “probablemente sí”, pero que era imposible no alarmarse porque “cuando llegó a California después de su último vuelo en el Air Force Once(*) dijo algo increíble. Se bajó del avión y le dijo a la gente, por supuesto todos estaban ahí para salir ante las cámaras, ya sabes: borrachos, niños, sargentos de la Marina… debieron tardar un huevo de tiempo en juntarlos a todos. Sin duda Ziegler (Secretario de prensa de la Casa Blanca y ayudante de Nixon) prometió pagarles bien y luego no les dio un duro, pero tenían allí a dos mil o tres mil personas. Total que Nixon dijo: ‘Simplemente creo que es conveniente que diga que el haber completado una tarea no significa que vaya a sentarme a disfrutar del maravilloso clima de California sin hacer nada’. ¡Por Dios! Un tipo que acaba de salir por patas de la Casa Blanca huyendo de Washington tras la mayor y más horrible desgracia de la historia política estadounidense, que se larga a California y habla de ‘haber completado una tarea’ me hace pensar que tiene que haber otro factor dominante en la historia de esta catástrofe, además de la avaricia y la estupidez. (…) Puede que le haga falta otro golpe. Deberíamos esculpir su lápida y enviársela con un epitafio, en letras grandes, que diga: Aquí descansa Richard Nixon: era un rajado”. 

La cobertura de la renuncia de Nixon que hizo Rolling Stone salió en el mes de septiembre y no incluyó ninguna nota de Thompson porque no llegó a cumplir, como era habitual en él, con los plazos de entrega. Así que los editores decidieron dejar la crónica en manos de Annie Leibovitz. El “plan B” se complementaría con las mejores fotos que ella le había realizado a través de los años a Nixon, para esto, la fotógrafa se ganó la tapa y las ocho páginas principales para exponer su material. 

La estrella de la publicación fue la fotografía menos pensada. Una foto en la que Nixon no se ve y ya no queda prácticamente nada de toda la sobreactuación del 9 de agosto de 1974 y ¿azarosamente? muestra el cinismo propio de los hechos. “Había demasiados fotógrafos cubriendo su salida, y todos estaban equipados, con varios elementos y teleobjetivos. Pero una vez que Nixon se metió en el helicóptero, miré alrededor y todos habían empezado a moverse. Yo me quedé ahí, estaba cerca, y me quedé mirando cómo los guardias ya estaban enrollando la alfombra cuando apenas el helicóptero comenzaba a tomar vuelo”, recuerda la artista en su hermoso libro Annie Leibovitz at Work, “cuando saqué la fotografía pensé que era la imagen que nadie iba a querer, no es el tipo de registro que se busca para estos hechos, las revistas buscan otra cosa, otro impacto, no tienen lugar para algo así, sin embargo ahí había un momento, un momento haciéndose de otro momento”.  También contó que le llamaba la atención como muchos colegas, en vez de sacar fotos, saludaban al presidente mientras el helicóptero partía. 


Lo que Leibovitz desconocía es que no todos los fotógrafos se habían movido y dispersado demasiado. Atrapado por la misma secuencia, el fotógrafo africano Jean-Pierre Laffont disparó al mismo tiempo que ella, registrando una imagen que si no fuera por el campo visual que abre, se podría pensar a simple vista que es la misma. Esa imagen forma parte del premiado libro que contiene una selección delicada de su trabajo en Estados Unidos, libro que es fundamental para los interesados en la historia y en la fotografía, Photographer’s Paradise: Turbulent America.

3/ Escuchar a las fotografías

Aunque se las olvide, aunque queden tapadas por una maquinaria incesante de imágenes que todo lo vuelve vertiginoso, y a la vez normaliza la dinámica de ver hasta el punto de quedar ciegos ante el imaginario que fluye, todas estas fotografías crecen con el paso del tiempo. Tienen algo que está ahí mostrándose que no nos es habitual y que se termina de revelar cuando le ponemos al lado la historia, pero la historia sin perder su condición actual.

Son piezas que muestran, a priori, un final de ciclo abrupto. Son fotos que no muestran las tragedias que resultaron de estos personajes haciendo de las suyas, pero en nuestra mente todo ese dolor, todas las caras, toda la sangre aparecen igual. Son tan simbólicas que no pueden desarmarse en ninguna lectura pop: no hay iconografía posible porque no hay síntesis posible. El no poder convertirlas en fotos icónicas creo que es la razón por la que no aparecen tanto. Se prefieren las más violentas, pero la violencia en imágenes no dice nada ya, o más aún, piden más violencia porque funcionan como una droga que cubrió su primer impulso. Se necesita más, y ese más es insaciable a los ojos, al discurso, a las definiciones políticas.

Tal vez sea hora de desespectacularizar la violencia y exaltar los gestos de los responsables: mientras afuera caían compatriotas y la montada volvía sobre Madres y Abuelas como en los peores tiempos, de la Rúa pedía una última foto. Esa burbuja no solo es violencia, es la matriz de las violencias, y está registrada. La sutileza, el extravío casi silencioso, íntimo, no hace que esa violencia sea menos violenta que la gran gesta que terminó en Estado de Sitio. 

Como contraofensiva a lo que no se puede convertir en ícono, en cambio, en esas fotos hay una puerta abierta que nos convoca. Porque la historia parecía avanzar pero, de repente, todavía la estamos tratando de continuar bajo la sombra de un helicóptero. Un helicóptero que captura la soledad y la indignidad bajo la que esas cúpulas frágiles terminan y parecen caer. Y una sombra que es gigante y crece al ritmo del tiempo porque no es más que el desfasaje entre los de arriba y los de abajo. Entonces, insisto: en tiempos en los que la gente sale a pedir represión, pensando que el reprimido siempre será otro, suponiéndose libre de cargo como para evitar que los efectos expansivos de las violencias agitadas lo alcancen, tal vez lo que tengamos que empezar a exaltar —y profundizar en acciones transversales, sin dejar ningún espacio ni forma ni fondo por encarar— no es tanto una sensibilidad social que ya no existe, sino ese ocaso del líder. Se buscó humanizar tanto a los políticos que lo que terminó deshumanizado fue el cuerpo social. Estamos nosotros cuidando a los de arriba y pidiendo que desaparezca el par, el par aún en el sentido ideológico más opuesto. 

Bryan Stevenson dijo algo que llevo grabado a fuego: «la gente dice «cómo toleraban la esclavitud, cómo iban a participar de los linchamientos, cómo racionalizaron la segregación así. Si hubiera vivido en ese tiempo no hubiera tolerado esa locura». Pero la verdad es que vivimos este tiempo, y lo estamos tolerando». No se puede vivir esperando un helicóptero, ante todo, porque el helicóptero siempre dejar un vendaval de hambruna y de sangre demasiado injusta y demasiado poco apreciada. A saber: nuestros muertos no reciben justicia no solo de arriba, sino de nosotros, que no supimos cuidar nuestros derechos ni sostener las luchas de los que lo hicieron antes, pero tampoco dignificar sus duelos. Y, además, no podemos confiar en los helicópteros porque son parte de lo que sostiene el ciclo: aunque no ocurra, su fantasía está ahí, y sobre todo su dinámica. También es helicóptero el unirse, el formar alianzas solo para sacar a gobiernos y no para querer gobernar usando la política como herramienta de transformación. Las alianzas helicópteras inician y terminan igual porque no tienen propósito, tienen precio. De alguna forma o de otra, hace diez años que nuestros gobiernos llegan y se van como en helicópteros que ya no necesitan el helipuerto.

Entonces, ¿qué? Ese qué debe ser el inicio de algo extraordinario, y es imperioso y urgente, no puede esperar un momento ideal, y debe animarse a ir a contramano de los que creen que nunca es momento de decir ciertas cosas. Ese qué vital no está en el horizonte, pero la pregunta abierta que puede marcarlo es corriéndonos del objetivo, volver a tener, al menos, un gobierno democrático, para pensar caminos de encuentro y solidaridad. Entonces, ese «qué» puede ser apenas pensar cómo se rompe ese ciclo de silencio, ese que nos permite cuestionar cómo otros callaron mientras nosotros callamos ahora o por lo mismo solo porque del otro lado está o no «mi» gobierno, un «qué» que nos permita pensar cómo interrumpir la espectacularización de la violencia e invitar al televidente a ser ciudadano, quizás así volver a ser comunidad. Estas preguntas no pueden ignorar todo lo que ya se rompió: será aún qué es posible conseguir nuevos «qué» o ya está, o esto ha sido todo lo que generacionalmente podamos ver y contar? Lejos de reordenar la manera en la que vemos con esperanza, el inicio debe ser, siguiendo la huella de Bruce Lee, una desesperación organizada, una desesperación que gambetea toda anestesia y consuelo, pero que se rinde a la toma de dirección. Solo desesperando llegarán los movimientos fértiles.

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(*) Las citas de Thompson son textuales según aparecen en el libro El último dinosaurio, que es una recopilación de notas y entrevistas, pero el “Air Force One es el indicativo que da el control del tráfico aéreo a cualquier avión de la Fuerza Aérea de los Estados Unidos que transporta al presidente de los Estados Unidos y solo cuando él esté a bordo puede adoptar ese indicativo de llamada, mientras tanto se considerará como una aeronave civil”. Para ser específicos, Nixon se trasladó en el Army One y al bajarse de él es que da el discurso al que hace referencia.